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POSDATA Digital Press |Argrentina
Al pensar en el psicoanálisis inevitablemente nuestra mente nos lleva al padre de esta corriente psicológica: Sigmund Freud. Sin embargo, tal fama en el mundo de la ciencia hizo que otras mentes igual de brillantes fueran opacadas, sobre todo cuando se trata del caso de su hija, Anna Freud, quien continuó con el legado de su padre.
Anna era la menor de las hijas de Sigmund, y la última del matrimonio de este con Martha Bernays. Nació el 3 de diciembre de 1895 en Viena, Australia, y desde que era muy pequeña se vio envuelta en el mundo de la psicodinámica, puesto que durante esa época su padre estaba sentando las bases de sus más grandes teorías.
Durante la Primera Guerra Mundial, Anna asistía a las conferencias del Círculo Psicoanalítico de Viena, aunque se formó en el Profesorado de Educación Elemental y ejerció como institutriz durante sus primeros años laborales.
En 1920, Anna sufrió de tuberculosis, por lo cual se vio obligada a abandonar su trabajo como institutriz y, debido a la devoción que sentía por Sigmund y a su pasión por el psicoanálisis, comenzó a dedicarse a esta rama de la psicología. Así, Anna se encargó de darle continuación a las teorías planteadas por su padre, ahondando específicamente en el psicoanálisis infantil.
Padre e hija
Desde siempre, Anna sintió que no había sido una hija deseada, a diferencia de otros de sus hermanos. El psicoanalista la llamaba su “pequeño demonio negro”, pues tenía un carácter aventurero en el entorno familiar, pero era más tímida frente a otros conocidos.
Entre 1918 y 1920 comenzó a ser psicoanalizada por su padre, cosa que no está bien vista en el medio, tal como lo destaca Elisabet Riera en su libro ‘Fresas silvestres para miss Freud’. Allí, Riera asegura que “es muy heterodoxo en el mundo psicoanalítico, muy curioso y un poquitín perverso”. Sin embargo, Sigmund se defendía diciendo que nadie mejor que él podía psicoanalizar a su hija.
El motivo de estas sesiones de padre e hija, las cuales eran seis veces a la semana, comenzaron siendo meramente académicos. Sin embargo, en estas sesiones, Sigmund analizaba las fantasías masturbatorias de Anna, intentando reprimir estos impulsos.
De hecho, según explica Riera en su libro, buscaba encaminar a su hija a una feminidad “tradicional y heterosexual”, pues, a pesar de que nunca se logró corroborar, Anna mantuvo una estrecha relación con la madre de uno de sus pacientes, Dorothy Burlingham, con quien compartió durante más de cuarenta años de su vida. Sin embargo, la psicoanalista siempre negó tener una relación romántica con esta mujer y aseguraba que la homosexualidad era una enfermedad, aunque, tal como lo explica Riera, quizás lo hacía para reprimir sus propios impulsos.
“Creo que simplemente Anna le hizo caso a su padre, pero sí tenía obviamente impulsos de enamoramiento hacia mujeres. Y con Dorothy yo creo que de amor absoluto”.
A pesar de este pasado, de todos los integrantes de la familia de Ana, su padre fue el que mantuvo una relación más cercana con ella, al punto que ella lo adoraba, sobre todo en el ámbito laboral.
Grandes rivalidades
En 1920 la familia Freud perdió a una integrante: Sophie, la hermana mayor de Anna. Esta había sido considerada una especie de rival para ella, puesto que era la hija favorita de su madre y también la más hermosa, cosa que causó que Anna, para compensar, sintiera que debía ganarse a sus padres con su inteligencia. Esto la marcó durante toda su vida.
Sin embargo, a pesar de que la rivalidad familiar con Sophie terminó con su fallecimiento, a Anna todavía le quedaba una rival laboral que enfrentar. Esta fue Melanie Klein, quien era otra de las pocas mujeres psicoanalistas en Europa. Sus teorías diferían en gran medida, a pesar de que se centraban en los mismos temas, como la evolución de la psique con la edad, y estos enfrentamientos teóricos recibieron una amplia cobertura mediática.
Las teorías yoicas
En 1930, Anna decidió centrarse en las teorías de su padre acerca del ello, el yo y el superyó . Sin embargo, a diferencia de su progenitor, Anna decidió enfocarse en el yo, el cual, según ella, era lo más importante de la psique debido a su labor de actuar como mediador entre el ello y el superyó.
A mediados de esta década, la psicoanalista publicó su libro acerca de esta teoría, el cual se titula ‘El Yo y los mecanismos de defensa’, en el cual defiende la importancia del yo dentro de la psique. En este libro habla específicamente de cómo el yo logra engañar al ello para hacerle creer que ha logrado satisfacer sus necesidades del mundo real, a pesar de que esto en verdad no sea posible. Es decir, con la negación, diciéndonos a nosotros mismos que cierto problema no existe; con el desplazamiento, haciendo que nos desquitemos con otra persona u objeto que sí esté a nuestro alcance; y con la racionalización, con la que se sustituye la explicación de lo que nos ha pasado por otra que, en su lugar, nos haga sentir mejor.
Gracias a sus aportes, poco tiempo después surgió la psicología del yo, una escuela del psicoanálisis de la cual sus principales representantes fueron Erik Erikson y Heinz Hartmann.
Anna no rompió con las teorías de su progenitor, sino que, en su lugar, logró continuar con el legado de su padre. A lo largo de su carrera profesional ella aportó más información a las teorías del psicoanálisis, y, además, lo volvió algo más pragmático, haciendo que esta área de la psicología fuera menos oscura.
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