Adelfa y sus galaxias

AUDIOPOEMA.-La ventana estaba abierta, como queriendo rescatar lo que aún quedaba del día. Allí estaba abstraída en sus cuentos fantásticos en ese cuarto colapsado de misterio...

Columnas - La Cima Del Tiempo 20/08/2019 Sil Pérez
Adelfa y sus galaxias
Foto: El Click

Posdata Digital Press | Argentina

sil PérezPor Sil Pérez | Poeta | Escritora


ADELFA Y SUS GALAXIAS

La ventana estaba abierta, como queriendo rescatar lo que aún quedaba del día. Con sutileza sus gajos de madera se abrían a la noche. Un manto de silencio se aproximaba.

Mientras tanto, Adelfa continuaba con su lectura. Atrapada en un sosiego que la llevaba a viajar de manera infinita. Allí estaba su recinto, su verdad más plena. Eran sus libros una monarquía de secretos. En ese cuarto colapsado de misterio, solía merodear la soledad.

Era frecuente ver a Adelfa abstraída en sus cuentos fantásticos. Cuentan quienes la conocieron que cada historia era motriz de su alma. Con sus ojos empañados, llegaba a sentir que ese cuento que con tanta pasión leía era patrimonio de su felicidad. Era para Adelfa el punto final, un hueco de angustia y desolación. Esa necesidad de continuar leyendo, y tal vez de burlar el tiempo, como quien esquiva un charco de agua turbia. Detrás de sus ojos verdes, como brotes de primavera se escondían historias difusas. Un hijo a quien no veía hace años, una vecina que solo la visitaba de vez en cuando.

Su tez blanca como jazmín traslucía sus emociones. Su piel agrieta me traía a la memoria esas puertas que, carcomidas por el tiempo, solo se reviven con una mano de pintura. Y la decoración más bella era para Adelfa, sin dudas, su mirada tierna.

Un día decidí meterme en uno esos cuentos fantásticos. Traspasé sus hojas amarillas. Sin que lo advirtiera, tomé un ejemplar cercano al borde del armario. Los jardines de la luna, sí, ese era el nombre. Hojeé algunos párrafos, aunque lo hice como excusa, ya que mi intención era solo hablar con ella. Adelanté unos pasos y, simplemente, me acerqué a su trono de ilusión.  No hubo necesidad de golpear ninguna puerta. La habitación era una zona común, aunque su espacio, por cierto, muy diferente.

—Buenas tardes Adelfa. Con voz notoriamente agrietada, saludé a la anciana.

—Ahhh, ¡buenas tardes, señor! ¿Cómo se llama usted? —redobló una voz con sonrisa desafiante, pero a su vez alegre.

—Bien, mire usted, yo en realidad vengo, es decir, me acerco a usted, porque siempre la veo sola cerca de esta ventana. Sus lecturas parecen atraparla. En fin, quise saber cómo se siente.

—La verdad, no sé de qué se preocupa, joven.  Me siento muy bien y en armonía, estado que no todos disfrutan.

La manera de responder me sorprendió a tal punto que me inmortalicé ante esa figura que nada tenía de senil, ni mucho menos de pasiva. Me saqué los lentes; miré hacia mi alrededor y, en medio de la barbarie de una habitación que auspiciaba abandono, tomé una silla y me propuse charlar con ella.

La miraba como quien observa el recorrido tenue de un arroyo delgado. Algo fino, dócil , afloraba desde sus mejillas rojizas. Sus ojos enclaustrados en sus hoyos diáfanos conspiraban una mirada forzada, pero a su vez apacible. No por eso menos observadora. Al lado de su cama, impecablemente tendida, se elevaba una cómoda de madera anticuada. Sobre esta, un frasquito de gotas para aliviar el cansancio, de sus ojos ávidos de lectura. Adornaban ese espacio libros, muchos libros, la mayoría de autores desconocidos, aunque también resplandecían los de Terry Pratchett, Patrick Rothfuss y Michael Ende. Un par de perfumes cítricos (en apariencia, regalos de antaño), un talco aroma a rosas, y una lamparita de noche que guiaba su lectura.  Encontré una foto, en verdad un retrato, dispuesto de una manera inclinada hacia el lado de su cama. (Diría que en posición privilegiada). Allí estaba ella con una mujer menor que la abrazaba. No quise preguntar, no me animé a desarmar este momento tenue que se había adueñado del lugar.

—Antes que nada quiero presentarme.

—Para hablar conmigo no hace falta tanta tertulia, joven —me replicó la anciana con voz inmutable y sonriente.

Inclinó su cuerpo hacia el mío, giró su cabeza de blanca espuma y me clavó una mirada, que perforó la mía.

—No quise incomodarla; lo que sucede es que he pasado por aquí y, sin saber quién es usted, me tomé el atrevimiento de acercarme. (Mis palabras en ese recinto repicaban temblorosas y reiterativas). El aire inquieto de la tarde las conjugó insulsas, ante la voz melódica y apacible de esa mujer que solitaria me observaba.

Estaba completando la oración y, en ese momento, no supe qué más decir. Esa mirada me había obnubilado. Un reflejo de luz había emanado desde su imagen madura. Un círculo de chispeantes burbujas merodeaba su figura. Destellos de complicidad se disparaban desde sus pupilas de fantasía. No sé, no lo pude explicar. Una mujer que hizo de su mirada una constelación de paz. Un rasguño de eternidad se disparó en ese instante.

Jamás profundicé en ninguna conversación. No me animé a ahondar en su pasado. Decidí no consultar nada, ni siquiera comentar sobre sus libros. Solo sé qué jamás volví a sentir una mirada como la suya. Ese instante de cariño que tanto me hacía falta.


AUDIO

Voz en off y producción:Sil Pérez



 

 


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