Secretos del lago rosedal

"Si por aquel entonces hubiese percibido lo ocurrido, mi adrenalina se habría prendido fuego. Es que el morbo se mama de pequeño; no tengo dudas de eso"

Columnas - La Cima Del Tiempo 16/10/2019 Sil Pérez

Secretos del lago RosedalFoto:Perfil

Posdata Digital Press | Argentina

sil PérezPor Sil Pérez | Escritora | Poeta 



secretos del lago rosedal

 

—¡Está soleado, Romu! Ideal para dar un paseo por los lagos de Palermo.

Una propuesta ineludible que a mis escasos cinco años debía escuchar de tía Francisca en ocasiones de buen tiempo y de vacas flacas. Y allí entonces, sin titubeos, emprendía el circuito. Ella me tomaba de la mano y, mientras las frotaba suavemente entre las suyas, me miraba con rostro placentero. Esbozaba con sus labios pintados una mueca tenue, como de haber cometido una reciente infidelidad. Una sonrisa plena y saludable que en algún rincón de mi memoria conservo como la más ingenua. Sin muchas opciones y vestido con mi chaqueta corta con correas y mi corte de pelo a lo Jelli Roll, solía emprender el recorrido hacia los románticos lagos de la masacre.

Hoy pienso en aquellos momentos, y un escalofrío recorre mi cuerpo, como un invisible hilo tensor.

Si por aquel entonces hubiese percibido lo ocurrido, mi adrenalina se habría prendido fuego. Es que el morbo se mama de pequeño; no tengo dudas de eso. Los años pasaron, y hoy con certeza sé que esas aguas serenas escondían un secreto atroz. No sé si soy el indicado; de lo que estoy seguro es de que hoy tengo entre mis manos el caso de la mujer cuyos miembros de su cuerpo fueron encontrados desparramados como bagres en el lago del Rosedal, allá por el 29. Un crimen dormido que hoy tengo que resolver con extraña prisa.

Soy el inspector Romualdo Esteves y hoy, después de muchos abriles, llega a mis manos envejecidas el caso del asesinato de Virginia Donatelli. Solo me resta un hilo de lucidez que me lleve a pensar que debo resolver un caso que por estos tiempos resulta innecesario. La semana pasada, Irrazabal irrumpió en mi despacho y me tiró este caso por la jeta. Lo sentí como una bofetada que se mimetizó con esa cara de inútil servil que tan bien le queda.

“Escuchame bien, vos tenés que hilar este caso y resolverlo lo antes posible”. Eso fue lo que me dijo, con mirada fulminante y con esa voz acartonada de otario lamebotas que tanto lo identifica. A partir de entonces mis días quedaron supeditados a la sentencia del veredicto de un resultado desesperado. Un poco tarde se acordaron estos, pero creo entender por dónde viene la mano. Corre la agenda de este 16 de setiembre del 55. ¡Y qué mejor plana que esta! Y, sí, claro que se entiende.

Es una tarde agobiante, casi veraniega. Estoy en mi oficina cubierto por un muro infranqueable de papeles. Estoy solo porque a esta hora de la siesta los oficiales Rodriguez y Paenza parecen haber experimentado un encuentro cercano, aunque no del tercer tipo, precisamente. En fin, mientras tanto, aquí las horas caen como metralletas, y yo me encuentro solo, ante un tablero irónico de muerte y misterio por resolver.

Sujetado a la Parker azul y girándola entre mis dedos de un lado a otro, voy recopilando imágenes de aquella época nefasta. Recuerdo la primera plana de El Cronista, y hasta a los canillitas vociferando soberbios el crimen de la mujer descuartizada. Una noticia espeluznante por esos días. Doña Virginia había sido encontrada desmembrada en las aguas de los lagos del parque. Primero su torso, luego sus brazos, seguidamente sus piernas y, por último, la cabeza. Todos sus miembros esparcidos en la quietud acaramelada de las aguas bonaerenses. Yo era pequeño, pero recuerdo que, el mismo año del crimen, un periodista del Buenos Aires Herald, Ernest Matters, publicó el libro The Mystery of Jack the Ripper. Según su hipótesis, el célebre descuartizador era un médico que odiaba a las prostitutas porque su hijo había muerto a causa de sífilis. El asesino se hacía llamar Doctor Stanley y, según cuentan las leyendas urbanas, se había refugiado en Buenos Aires.

Por lo visto, en 1929 los “quiebres” no solo eran económicos (un chiste negro, pero no de jueves). Una época teñida por el hambre y por el miedo. Una macabra combinación y la antesala terrorífica de lo que luego vendría. . .

 Mi oficina se encuentra en la calle Medrano a pocos metros de la parada del Expreso Alsina. La distancia del hecho es tan lejana como los kilómetros que hoy me separan del nefasto crimen. Aquí regresan los desaparecidos galácticos. El oficial Rodríguez asoma y, al ver de reojo al comisario Irrazabal en un rincón de su escritorio, parado como un poste meado, agacha su cabeza y con cara de perro arrepentido se sienta en su despacho. Prosigue con la denuncia del robo que hace dos días ocurrió en el almacén cercano a la plaza Pueyrredón. El tic tac zamarreado de la Remington Rand desconcentra por unos minutos al jefe.

—A ver usted, Paenza, deje lo que está haciendo, o sea nada. Venga y dele una mano al inspector, que con esa cara de inútil no sabe por dónde escapar.

—No, no perdón comisario, si usted me permite prefiero seguir solo con esto.

Mi respuesta inmediata fue el resultado de un revoltijo gastrointestinal que me obligó a ir al baño. Esa manera de hablar me causa náuseas y una irritación gástrica intolerable. Solo sentado en el inodoro puedo sentirme uno de ellos. Esa es para mí la única liberación.

—A ver por dónde empiezo. Mariano, o sea Irrazabal, arrojó sobre el escritorio una carpeta con documentación que rescató del archivo general de la división homicidios. Sutilmente dejó entrever entre los informes una foto con el rostro impune de don Eduardo. El silencio en esta oficina es ahora sepulcral. Sin palabras que acotar, señor juez.

Ya lo decía el maestro Discepolín: “Al hombre lo ha mareado el humo al incendiar, y ahora el entreverao no sabe a dónde va”.

Observo a Mariano, con su pelada amorfa y con esa manera de fruncir la boca hacia la derecha. Como si quisiera decir con el gesto lo que con la voz no puede. Siempre fue cobarde y obsecuente. Ensanchado como sorete en el agua, se hace llamar robustamente comisario Irrazabal. Desde que este tipo me tiró el caso, noté en su rostro un esbozo sonriente de maldad. Será un deber disciplinario llegar a tiempo con el resultado. Lo piden a gritos los escombros de esta revolución. Sí, la única que por estos días tiene prensa. En fin, a ver por dónde empiezo.

Sí, sí, entonces retomando, ella era Virginia Donatelli, y su cuerpo fue encontrado descuartizado en los lagos. ¡Vaya que es escalofriante! Ya decía yo que estos tipos no son boludos para elegir las noticias. La víctima, según las crónicas, vivía por entonces una relación de amante con Julio Bonini, un chofer casado con una joven llamada María Luis Moneta. El buen señor sostenía una doble vida, hasta que un buen día decidió cortar con Virginia, su amante. Esta decisión le resultó extremadamente difícil, ya que la mujer no quiso desprenderse de esa relación amorosa. Según su descargo, había matado a la amante porque ella no quería interrumpir la relación; trozó el cuerpo con ayuda de su hermano y de su cuñada. Esa era por entonces la versión oficial. Pero las hipótesis abrieron nuevos rumbos cuando en escena apareció Jorge Armando Bonini, el hermano de Julio, quien se había manifestado amante simultáneo de Virginia. Una cuestión de celos y de infidelidades, que apilaba guita en los puestos de diarios. Recuerdo también que, por aquellos días del descuartizamiento, un periodista de policiales del diario Crítica, de nombre German Gaitán, había hecho alusión a un tango de Francisco Canaro que en uno de sus versos tarareaba la frase: “Sos bueno vos también”. La gente por entonces la remedó y decía: “Sos Bonini Bustamante”. Lo de Bustamante refería a la calle donde vivía la pareja, y lo de Bonini, por el apellido, claro. En realidad, estas anécdotas no aportan nada a esta causa, pero al menos me sirven para distraer la presión que llevo encima. Huelo un gran revuelo por devolverle al pueblo argentino la distracción de un descubrimiento. Y, si el crimen es de esta naturaleza, mucho mejor. Cuanto más morboso, más apetecible para despistar giles.  ¡Pero si está todo inventado, che!

Me causa risa porque estos milicos no recordaron el caso de Jack el Destripador, quien por la década infame terminó sus días en un hotel de la calle Alem, frente a la plaza Mazzini, una mañana lluviosa, también del 29. Lo hubiesen traído a colación al menos por una cuestión de efemérides.

Mientras tanto, los tanques replican en la plaza, y las muertes se apilan ante el grito desesperado de este pueblo fusilado. Un levantamiento que estalla la moral en mil pedazos. Una plaza sangrienta que agoniza. Es ahora, sí, es ya mismo, es urgente la noticia. Mirá si estarán exaltados que ni se acordaron del reciente asesinato de Alcira Methyger, el cuerpo desmembrado que hace dos semanas se encontró en el Riachuelo y en Villa Soldatti. ¿Es que estos hijos de puta solo piensan en matar gente inocente? Una revolución que asesina jamás puede ser libertadora.

Un aire gélido entra por la calle Rivadavia. Siento un escalofrío intenso que ya no le pertenece al clima, ni tampoco a mí. Me levanto, cierro la ventana, y también el caso de este crimen lejano. Que la causa la investigue otro gil de turno.


 

 

 

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