La mentira

"Aquel julio abrasador parecía detener el tiempo; sin embargo, la noche tras la llanura se escondía y esperaba al acecho, como el lobo acechaba al ciervo".

Columnas - La Cima Del Tiempo 15/05/2020 Sil Pérez
LA MENTIRA

POSDATA Digital Press | Argentina

sil PérezPor Silvia Pérez | Escritora | Poeta 

El pueblo de Anento se desvanecía ante la insistencia de un sol soberbio. Eran las tres de la tarde, y Antolina salía a barrer la vereda como todas las tardes. Era tan puntual como la astucia de Higinio, quien arrojaba piedras a los verdecillos. Casi todos dormían; solo ellos dos desafiaban la quietud de ese pueblo medieval. Las callejuelas de adobe parecían deshacerse ante la soledad que acariciaba el valle de calizas. Las torcazas y los carboneros se asomaban a los balcones floridos de doña Amadorra, la costurera que solo descansaba cuando, al final del día, las pesetas lograban saciar el hambre. Aquel julio abrasador parecía detener el tiempo; sin embargo, la noche tras la llanura se escondía y esperaba al acecho, como el lobo acechaba al ciervo. 

Las pintorescas viviendas del pueblo alzaban sus cimientos sobre la ilusión de los agricultores. Hombres sudados por la esperanza y por un temor que, como el viento, perforaba sus venas, Don Paulino, con sus manos callosas e inquietas, labraba la tierra, hasta que el cansancio guillotinaba su cabeza. Doña Alfonsa, desde el lecho, esperaba su regreso mientras preparaba las sabrosas borrajas con patatas, que tanto le gustaban. Tal vez se animaba al pollo al chilindrón, pero esos privilegios eran solo de vez en cuando. La quietud cándida del pueblo solía sobrepasar mi paciencia acumulada. Y, aunque en casa la palabra y la verdad se respetaban como a la República, sin que mis padres lo supieran, solía escabullirme con Higinio para, juntos, perdernos en las plantaciones de higos de don Camilo Arriaga, un anciano ermitaño que vivía en la comarca. Al parecer, plantaba esos frutales para sombra y refugio de su soledad. Aún recuerdo cómo esa fruta áspera se derretía entre mis manos pequeñas, tiñéndolas de un rosado persistente. (Una sensación gelatinosa que solo las aguas del Moyuela lograban limpiar). 

¡Ay!, ¡Qué épocas aquellas! Recuerdo cuándo, a la hora de la siesta, el viejo Arriaga, al escuchar el crujido sobre los cultivos y el zumbido cómplice de nuestras risas, con una patada brusca abría la puerta y asomaba con su escopeta jabalí, que previamente había agarrado con su mano izquierda. Sabíamos que era zurdo. No era la primera vez que nos asustaba con el arma. La escopeta estaba vacía. Y esa era una mentira tan valiosa como la nuestra. Don Camilo era un anciano de mirada esquiva a quien, por sus berrinches y su mal humor, nadie se le acercaba. El viejo vivía solo en una casa de adobe, cuyo techo a dos aguas parecía precipitarse en el horizonte lejano.

Escaparnos a tiempo nos permitía alternar por un camino secreto que nos llevaba hasta el río más cercano. Una vez allí, y agitados de tanto correr, sumergíamos nuestras  manos en las aguas del Belchite. Sentíamos a flor de piel la adrenalina de lo prohibido, y, ¿por qué no decirlo también?, de la mentira. Esa osadía que nuestro paladar solía saborear cada siesta de verano… Aquí el sol incendiaba los huesos, y la angustia se apagaba en el silencio.

La siesta clavaba su puñal y despabilaba las últimas almas. Doña Antolina, con los ojos achinados y con su pierna adormecida por el calambre, sacaba a la vereda su sillón de mimbre. Sobre un cajón de manzanas ubicado al lado de la puerta, depositaba su tazón de café verde. Dos galletas de maíz, con forma de luna llena, acompañaban el ritual de su merienda. Aún me parece verla rozando sus labios agrietados ese recipiente descascarado. Doña Anastasia, desde la vereda de enfrente, la saludaba con ansiedad. Levantaba sus brazos mientras torcía una sonrisa frágil. Traspasar los días no era tarea fácil en la comarca lagunera, pero no eran tiempos para detenerse a pensar. Para afrontar lo incierto, no había mejor excusa que los encuentros en la plaza del pueblo. Sí, los sábados, el vecindario se concentraba en la quermese montada en el parque público de Anento. En derredor, los agricultores ofrecían sus productos, y el trabajo arduo de toda la semana. “La rueda”: así solían llamar los comerciantes a esta concentración barrial. Una amalgama de colores y sabores conjugaban en el parque un plato tentador, donde las borrajas, los coles, los cardos, las alcachofas y los brócolis se desplegaban por el aire, como un abanico de esperanza. Recuerdo a don José con su instrumento gaitero. Sus notas se escapaban del fuelle de piel de cabra, como un lince ibérico. Y, mientras los instrumentos ardían en el furor de la intemperie, la alegría de los aragoneses se empañaba en el vidrio del espumoso Hidalgo, ese vino tan pujante como su tradición. Llegada la tarde, las enfáticas campanadas de la iglesia Nuestra Señora del Pilar retumbaban en los oídos de los asiduos visitantes, asfixiando desde su arquitectura islámica la melodía de las gaitas. Por aquellas horas, el calor agobiaba y, aunque el verano era reciente, hacía tiempo se presentía la tormenta.

Mi nombre es Celestina Ordoñez, y lo que viví por entonces cambió mi vida para siempre. El misterio que ocultaba la región del Mapiní conspiraba contra la curiosidad de una niña de tan solo ocho años. Recuerdo la despensa de Don Ignacio: ese almacén era un carrusel de misterios y de palabras groseras. Don Paulino y sus ademanes violentos eran marionetas que el viento recogía en su silencio. Los veía cruzar las calles principales en señal de complicidad. Doña Amadorra asomaba a la despensa con su delantal de costura aún puesto y con una bolsa de madera, que prolijamente sostenía con su mano izquierda. Algunos decían que dentro del pliegue conservaba el vestido de quince que había cosido para la hija mayor de los Pérez García. Según comentaba Antolina con fanfarronería, tenía un diseño mejor que los que hacía el distinguido Adolfo Domínguez. Nunca nadie lo pudo confirmar. 

Pocos minutos habían pasado cuando de repente asomó en el almacén don Casildo Reyes. Sí, mi amado maestro de literatura, un hombre delgado y de mirada persistente, quien con frecuencia venía a casa para reforzar mis notas, pero con la excusa de leerme los poemas de José Hernández. Ya durante la cena, porque nunca podía negarse a un buen plato de ternasco, me hacía repetir con él: “Tristes guerras, si no es amor la empresa. Tristes, tristes. Tristes armas, si no son las palabras. Tristes, tristes. Tristes hombres si no mueren de amores. Tristes, tristes”. Y, entre ese cántico-poema que ya todos recitábamos de memoria, la libertad era más que nunca la sangre, la lucha y la persistencia. Ese era el sentido y gloria que reinaba en nuestro hogar. Jamás podré olvidar sus ojos extasiados de emoción al verme recitar cada uno de sus poemas. Entonces, fruncía su nariz como un acordeón. Ese gesto era señal de felicidad, pero solo yo lo sabía. Mamá y papá no emitían palabra. No querían interrumpir la quimera que, en derredor a la mesa, se había instalado. Yo me sonrojaba ante ese hueco sepulcral, y no podía evitar que una sonrisa se escapara de mi rostro. En esa antesala, Casildo, con voz agrietada, me recitaba: “Ríe, niño, que te tragas la luna cuando es preciso. Alondra de mi casa, ríete mucho. Es tu risa en los ojos la luna del mundo. Ríete tanto que, en el alma, al oírte, bata el espacio. Tu risa me hace libre, me pone alas”. 

Papá sentía desapego por la Iglesia y por los suculentos sermones que el padre López Garrido solía cometer contra los “supuestos” pecadores. “¿Pero de qué pecados hablan estos gilipollas?”, era el comentario que vociferaba cada mañana cuando por la ventana veía regresar a los sonámbulos del clero.

El domingo siguiente de la cena con el maestro y mientras las campanadas anunciaban la apertura de la puerta parroquial, mamá horneaba el pan de avena para el mediodía. La casa se impregnaba de un aire exquisito. Un aroma a hogar que decoraba el ambiente y aliviaba el temor latente. Pero, a eso de las catorce, la radio EAJ-6 Ibérica anunció la noticia que, de alguna manera, ya todos sabían. Una voz austera y firme confirmaba el asesinato de Calvo Sotelo. Esa tarde, las campanas repicaron más que nunca, con una intensidad que resonaba en la región del Mapimí, como un sismo inesperado. 

El diario El Mundo Obrero y El Liberal titulaban la gran portada. Los vecinos eran el anochecer de un miedo acorralado. “Ellos”, los otros, entraban en las iglesias y miraban hambrientos el cuerpo de las mujeres enlutadas que rezaban en los altares. A “ellos” se los veía entrar en los cuarteles y ahogar las risas de los despachantes, de los maestros de literatura, de los vecinos como don Paulino y doña Antolina. Se los veía entrar en las casas para provocar un silencio angustioso, o para imponer un murmullo escalofriante. El miedo ahogaba la risa de la quermese y provocaba la parálisis de Anento. Las noches eran eternas. De un lado y del otro de la comarca. Todo era silencio y precipitación. La plaza vacía, las gaitas mudas y los restos de verduras machucadas por la corrida. La muerte soberbia se anunciaba. 

Desde la ventana del comedor podía ver cómo los cuerpos golpeados desaparecían tras el polvoriento y abrupto acelerador del imponente Hudson gris. El viejo Camilo Arriaga era parte del ganado. Lo encontraron desprevenido: lo encontraron sin su escopeta vacía. 

La campana del santuario hacía resonar más que nunca la nefasta melodía. La cúpula gótica, como una víbora de cascabel, desplazaba su sonido asesino.

Llegaron a casa y golpearon la puerta con la fuerza de un Tiger. Con atropello, “ellos” nos preguntaron si conocíamos a Amadorra Amengual y a Paulino Moroñón, los papás de Higinio, mi camarada de mentiras. Aún hoy recuerdo la virulencia de mamá en la respuesta repentina, quien con voz rotunda y altiva negó conocerlos. Mientras tanto, papá, con el pelo engominado y un impecable azul marino, salía del dormitorio ajustándose la corbata para llegar temprano a misa. 

 

 


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