La kermese de Villa Urquiza

"Los días se deshojaban ansiosos por regresar. Cada domingo el telón se erguía y nuestras siluetas tangueras nuevamente florecían ante la mirada nostalgica de los transeúntes".

Columnas - La Cima Del Tiempo 01/12/2020 Sil Perez
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Crédito:Todotango



POSDATA Digital Press | Argentina

sil Pérez
Por Sil Perez | Escritora | Poeta | Miembro de la SADE





A la mañana siguiente del último domingo nos juntábamos en la casa de doña Elvira. Era costumbre que todos fuéramos allí. Don Jacinto solía venir el lunes a visitarnos. Nos miraba de arriba bajo como si fuésemos una exposición. Por aquellos días me sentía un poco más solo que antes. Digo, que durante las tardes en la kermese de la plaza. Allí el bullicio hacía burbujas con el tiempo. Dibujaba en el aire cachetes rojos exaltados, algunos de antojo y otros de llantos, que se sabía fingido. El amor también tiene esas raras actitudes que con el tiempo logré entender.

A mí la que me gustaba era Marisel. Esa mujercita que acompañaba mis pasos al compás del dos por cuatro se había robado mi corazón. Esas piernas largas, como una espiga solían enredarse a las mías como una telaraña. Eso me estremecía.  Algo tímida, aparecía y desaparecía como una estrella fugaz. Al menos una vez por semana me enlazaba en su histeria y yo inmutable caía rendido a sus caprichos. 

Los días de exilio eran interminables. Elvira era de esas mujeres con la maldita manía de guardarlo todo. “Limpito y guardadito”, solía decirle a Augusto y a Florencia cuando caían de improvisto. La casa era una pirámide de silencio. Una vidriera desolada con olor a naftalina. 

Los días se deshojaban ansiosos por regresar. Cada domingo el telón se erguía y nuestras siluetas tangueras nuevamente florecían en la nostalgia de los transeúntes.  

Yo me había hecho amigo de Anastasio, el loro que repartía suerte a más de uno, con tan solo tomar una carta y mover su cabecita al compás de la tierna melodía. ¡Pobre pájaro! Por años, y de manera sincronizada repitió el solaz ritual.  Me consolaba saber que al término de cada función Juancho lo mimaba con trozos de manzana azucarada que en descuidos le robaba al puestero de enfrente. El desplumado no la pasaba tan mal, si hasta solía giñarme un ojo cuando en descuidos le arrancaba botones de la camisa a las curiosas más distraídas. Ciertamente me sentía cómplice de sus picardías domingueras.

La suerte estaba echada y los puesteros vendían sus panchos y bebidas como no lo hacían durante toda la semana. Las veredas repletas de niñez aturdían cada rincón de la plaza Echeverría.  Los globos del viejo Saturnino se elevaban hasta trazar en el cielo un enigmático arco iris. Una línea fugaz se suspendía en el azul intenso, mientras de yapa, la calesita daba una vuelta más.  A Cacho nadie le sacaba la sortija, tampoco las ganas de eternizar en esos rostros pequeños, la felicidad. 

Pero mis ojos habitaban en ella, y no me resignaba a perderla. Rozar con mis manos inquietas su silueta esbelta. Mirarla mientras revoloteaba sus cabellos de mulata, sus ojos negros y su mirada ausente. Todo ella me seducía. Ella se sabía dueña de las miradas, de todas. Luego lentamente regresaba a mis manos para juntos retomar el siguiente paso. “Hacían ronda para vernos bailar”. Como una golondrina en primavera nuevamente retomaba el vuelo, y con su andar esquivo rasguñaba el cielo.  Ella era mi universo, y él, nuestro dueño. Quien maniobraba nuestras vidas. Quien al final del día nos guardaba en su valija, hasta el próximo domingo. 


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