
Viur, capítulo 15: El viajero espatarrado, la pertinaz bocazas de turno y otros viajeros de moralidad distraída
05/22/2025 Luis Garcia OrihuelaPOSDATA Digital Press| Argentina
“En la vida todo es metamorfosis, desde las plantas y los animales, hasta el ser humano”
(Johann Wolfgang Goethe, carta a Boisserée, 3 de agosto de 1815)
««¿Viur? ¿Viur?... ¿Viur?»».
—¿Si? ¿Qué te pasa Cursiva? Es tarde ya para dar la lata. Estaba descansando. ¿Cuál es el apremio que te lleva a sacarme de mis ensoñaciones de media noche? Espero que esté justificado de un modo u otro.
««Bueno, perdona si te he molestado. Ya me callo. No era esa mi intención«».
— ¿Lo dices en serio? No puedo creer que lo digas de verdad… ¿Eres tu, la Cursiva de siempre que hace chanza de todo y de todos? ¿Mi deslenguada Cursiva?
««Lo soy»».d
—Pues no se… Te noto distinta, diferente quizás. ¿Adónde fueron tus sarcasmos tan poco benevolentes, de normal conmigo? Diría que es la primera vez que te disculpas por algo, y sin embargo, no es esta la primera ocasión en que me interrumpes estando echado sobre la cama y pensando en mis cosas. Pero bueno, llegados ya hasta aquí, dime que es lo que querías, al menos no me dejes con la incertidumbre.
««¿Y si de golpe se acabara todo?»».
—¿A que te refieres con acabarse todo? ¿A la vida? ¿Qué desapareciera el mundo o estallara el planeta en miles de pequeños pedacitos?
««No. Algo mucho más simple. Que desapareciéramos nosotros. Que dejemos de existir. ¿No lo piensas nunca?
¿Acaso no te preocupa dejar el mundo de los vivos e ir al de los muertos?
Sus preguntas me han dejado fuera de juego, ¿cómo un ser insustancial ante los demás, sin cuerpo físico, puede plantearse siquiera algo parecido? Me conoce demasiado bien para tardar en contestarle, si lo hago desconfiará de mi respuesta»».
—Supongo que si que me preocupa el descender al mundo de las sombras y de los espíritus, más en este preciso momento de llamemos «relajo distendido», lo que más me preocupa es tu repentino interés. Acaso tu, Cursiva… ¿Puedes morir? Para morir, antes hay que tener un cuerpo, vamos, digo yo.
««Y yo lo tengo»».
—¿Tú? ¿Y cómo es eso?
««Te tengo a ti. Formo parte de ti, soy cuerpo en tu cuerpo… Si tú mueres… Muero»».
—¡Diablos negros y colorados! ¡Pareces una poetisa! Bueno, tal y como dijo Schopenhauer, «el hombre es un ser para la muerte», aunque la verdad es que esas patillas que se gastaba y, esos moños abultados a los lados de su cabeza que parecían los pompones de las animadores en los partidos de rugby, le quitan un tanto de credibilidad cuando estaba ya en una edad avanzada.
««Ja, te lo tomas a risa lo que te digo…»».
—No es eso. Pero me llama la atención prestes oídos y tengas en consideración asuntos considerados tan serios como el fin de todo… de uno mismo.
««Bueno, mejor olvidémoslo todo. Será lo mejor»».
Pero no pensaba igual que Cursiva y, calladamente, decidí para mis adentros más profundos hacer una visita a mi médico de cabecera a la mayor brevedad posible. Algo no marchaba bien. Era sábado y, por lo tanto, imposible hacerme con él en su consulta, además, había de pedir cita previamente, de la misma manera que habría tenido que hacer en el caso de querer visitar al Papa León XIV.
Decidí por lo tanto dejarlo para el lunes siguiente dicho trámite y hacer hasta entonces algo diferente. Necesitaba, necesitábamos, despejarnos, salir y que nos diera el aire. O al menos eso pensé satisfecho. Tumbado en la cama, mirando hacia el techo en busca de desconchados (como siempre por otro lado), no era fácil que me entretuviera por mucho más tiempo, y en el caso desafortunado de que encontrara algún rastro de pintura a medio caer como hojas en otoño, me vería irremisiblemente evocado a tomar cartas en el asunto y corregir dicho desatino, por no mencionas si mi descubrimiento terminase en algún familiar de los arácnidos.
Comencé a vestirme para salir, pero como sin darle importancia al hecho en sí. De forma que más bien pareciera a Cursiva que me preparaba para salir a dar una vuelta por el jardín a pocas manzanas de la casa. No quería empezara con sus preguntas antes de que pudiera tener previstas las respuestas. Ya estaba ajustándome el largo de los lazos de los zapatos antes de atarmelos, sin tener las ideas claras de ahospitalizado. Se trataba de una dirección en la que todos los sábados ella acudía a recitar los poemas que escribía. Había insistido mucho en que fuera al menos alguna vez a visitarla, a verla resplandecer en aquel mundo al que decía según ella pertenecer. ¿Es buena idea ir? Si, me respondí. Era de justos el devolverle sus atenciones cada vez que me había visitado en mi reclusión involuntaria, ¿pero a que hora era aquello? ¡Oh Dios! ¿Yen dónde?... dónde ir, cuando recordé a Shin Shu Je y una invitación que me había hecho cuando vino a visitarme estando
— ¡Un momento! –exclamé en voz alta para mi pesar, ya que alertaba a la siempre atenta Cursiva.
««¿Ocurre algo? ¿Qué pasa?»».
—No… nada.
Recordé. En algún lugar había guardado en aquel momento, el papelito plegado en que Shin me había anotado la dirección con su lápiz de dibujo de color blanco con docenas de pequeños elefantes grises con la trompa hacia arriba, en señal según ella de traerle buena suerte. Quizás fuera cierto. Yo no tenía nada para atraer la suerte, pero busqué en primer lugar en el sitio más probable; en mi cartera. Sentí sin verme, como mis labios de pronto se curvaban por sus extremos hacia arriba, como si quisieran indicar a algún espectador presente la dirección de mis ojos. Había encontrado la notita. En una de las múltiples divisiones estaba olvidada a la espera de una oportunidad que ahora había llegado. Miré la dirección. No estaba precisamente cerca. Tendría que coger un tren y luego hacer trasbordo a un tranvía. ¿Me daría tiempo? Metí la nota en su sitio otra vez, la cartera al bolsillo de atrás, y salí de estampida a la calle.
Tomé el tren como suele decirse por los pelos. A aquellas horas de la tarde y siendo sábado, eran muy pocos los que lo tomaban. La gente salía de sus hogares cuando ya se había puesto el sol y buscaban acudir a lugares en dónde divertirse. Mejor para mí que pude elegir asiento a voluntad. En el vagón habían cinco personas nada más y, en los del fondo, se adivinaba ocurría tres cuartos de lo mismo. No tenía sentido ir recorriendo vagones. A mi izquierda, un hombre y una mujer, ambos con gafas de sol puestas y con asiento libre entre ellos, a la derecha, dos mujeres y un menor, un niño con cara de bollo de los que acostumbran a bambolear las piernas durante todo el trayecto e igualmente dar patadas de manera indiscriminada a todo quisqui que se les ponga por delante ante la manifiesta pasividad de sus acompañantes presentes. Tomé la decisión correcta. Me senté dejando otro asiento libre a la izquierda, entre la mujer y yo, pero eso sí, para guardar las simetrías, me puse también mis gafas de sol. Benedetti evocaba en uno de sus primeros poemas escritos en la infancia, aquellos días lejanos en que viajaba en tranvía a la escuela; todos los días y a la misma hora. En eso al menos nos parecíamos. Me extrañó el mutismo de Cursiva, pero lo dejé correr. ¿Y si después de acudir a la dirección, no estaba Shin Shu Je? Deseché lo mejor que pude aquellos pensamientos tan oscuros y nefastos, y me centré en el paisaje que veía desfilar desde la ventanilla de mi asiento. No quería despistarme y pasarme de parada.
El viaje en tranvía iba a ser toda una experiencia nueva para mí. Hacía años que no subía a uno de ellos.
El viaje ya tomó unos tintes que no hacían barruntar nada bueno. Fue bajar del vagón del Metro en la parada del trasbordo, cuándo ya el tranvía partía en ese preciso momento sin el tiempo suficiente para poder alcanzarlo y subirme. Los hubo más espabilados que corrieron nada mas descender del Metro y llegaron a tiempo de subirse segundos antes de que se pusiera nuevamente en marcha. Los bancos de madera, a pesar de no estar en sombra se encontraban ocupados por resignados viajeros, como si los susodichos ocupantes quisieran demostrar su desprecio hacia el sol y a sus cegadores rayos dorados. Decidí guarecerme de sus inclemencias ocultándome de pie y con la espalda pegada a uno de los rótulos publicitarios de la estación.
Finalmente, después de transcurridos unos minutos que se hicieron eternos, asomó por la vía más cercana el deseado tranvía. Ya era tarde para los arrepentimientos, así que decidí no pensármelo más veces y subir. En un concurso de buenas decisiones, no me habría llevado el primer premio. Eso de seguro.
Quedé desconcertado, aquel maldito invento que más que correr pareciera se arrastraba sobre unos raíles, no tenía los asientos orientados en el sentido de la marcha; unos lo hacían orientados hacia los lados del trayecto, en otros, de sentarte veías como a cámara lenta los lugares dejados atrás, ideal para cuando volviese en dirección contraría, pero no para ese momento. Había algún otro asiento individual que dejaba ver el futuro por llegar en el sentido correcto, no eran muchos, pero eso sí, todos ocupados por un pasaje denso y abotargado a esas tempranas horas de la tarde, en donde la apatía era fiel retrato de todos los ocupantes y segura compañera de viaje.
Tendrás que resignarte, no quedan buenas opciones, pensé. Opté por dejarme caer en un asiento individual, en sentido contrario al trayecto, pero con el respaldo en mi lateral, mirando yo hacia el pasillo y a aquel paisaje urbano y anodino. No es que resultara precisamente confortable mi posición, pero al menos, no iría como un loco con mis pensamientos en sentido inverso.
Comencé a observar al pasaje e intentar adivinar por dónde aparecería el revisor de turno, y al poco ya me encontraba divagando sobre cuantos serían capaces de sobrevivir ante un auténtico ataque zombi: Seguramente ninguno. El viajero más cercano, un tipo flacucho, con cara de malas pulgas, se encontraba espatarrado a sus anchas. Si su objetivo era que cualquiera que subiese distraído, tropezara y cayera al pasillo, habría que felicitarle efusivamente, lo había conseguido de seguro. En la parte más hacia el final, en dónde más coleteaba a su paso aquella vieja tortuga, se escuchaba a una chica, seguramente joven, pero con un tono de timbre de voz totalmente desagradable y molesto, ese tipo de voz del que no se puede huir por mas que uno intente alejarse. Nadie parecía escucharla, pero de seguro que todos lo hacían en silencio y no sin cierta resignación. Me quedé quieto, observando, escuchando:
«…Y entonces, Miki, me dejó en la puerta de la discoteca, tía; sola, de noche, y, de pronto tía, veo como se levanta y se va con una tía negra muy alta. Yo la había visto ya por allí otras veces… Menuda pájara esa con sus pantaloncitos bien pegados y sin abrochar por arriba, la muy zorra… le dice que está preñada, que es de él. y mi Miki, dice, le da dos hostias bien sonoras, tirándola al suelo entre dos coches. ¡Que fuerte, tía!... Vino la poli, dos coches, le pusieron los grilletes y se lo llevaron a la comisaría.» «¿Y ella?»
«Buff, seguía tirada en el suelo, con la camisa medio arrancada y manchada de la sangre que le salía de la nariz y asomando una de sus tetas. La subieron entre dos camilleros a la ambulancia y se la llevaron al hospital. Pero na, tía, al final no pasó nada, por que ella no puso denuncia a mi Miki, Ya le ha zurrado otras veces y sabe que con él no se juega… tiene muchos amigos en el barrio…».
La cosa siguió así durante una y otra parada del tranvía, mientras tanto, el de las piernas espatarradas hacía algún mínimo esfuerzo para dejar pasar a los que entraban al compartimiento o deseaban salir de él, y con motivos mas que sobrados visto lo visto.
NOTA: Las imágenes son creadas exclusivamente por Posdata con IA


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