Stella

El Arca de Luis04/12/2021 Luis García Orihuela
  

STELLA

Luis García Orihuela
Por Luis García Orihuela | Escritor | Poeta | Dibujante | 

 

 

Había lanzado la última lata vacía de cerveza al cubo de basura de la cocina. Quería que fuese como una gran canasta desde la línea de 6’25, pero no habría sido capaz de encestar ni a dos metros de distancia que tenía el pasillo. La lata voló en una extraña pirueta y terminó chocando con la montaña de latas apiladas y los restos de la comida del mediodía… una bandeja de empanadillas de tomate. Esa había sido toda mi comida a lo largo del día. La estrujada lata fue a parar al suelo de la cocina con un estrepitoso ruido, que hizo llevase las manos a la cabeza y me tapase los oídos. ¿Qué podía ser peor, que quedarse sin cervezas en un domingo que desfallece como un perro apaleado? Ya había mirado en el frigorífico, pero fui a mirar por segunda vez. Tenía la estúpida idea de que podría encontrar alguna lata escondida, que se me hubiese podido pasar por alto. “¡Joder, el puto ángel de la guarda hoy debe de haber librado!”. No sé si lo dije en voz alta o lo pensé. En cualquier caso, la noche pintaba mal. Recogí mi ropa esparcida por la casa, y me vestí lo mejor que pude. Miré en mi cartera lo que quedaba de mi paga semanal. “32 pavos. Bien.” Esto sí lo dije, mientras me liaba un cigarrito y lamía el borde del papel pensando en cualquier otra cosa irrelevante. Salí a la calle y encaminé mis pasos hacia la avenida del puerto. La tenía a pocas calles de distancia de mi pensión.

El crepúsculo se demoraba en una algarabía de colores que pasaban del amarillo al naranja y luego a un rojo ardiente, que se diluía por un horizonte carente de vida.

Decidí comprar algunas cervezas y acercarme a la playa. Sabía en dónde comprarlas, a pesar de la prohibición de bebidas alcohólicas después de las once de la noche. La madrugada prometía ser caliente, y siempre estaría más fresco que en la pensión de mala muerte en la que me encontraba.

La Mamita le decían. En realidad, se llamaba Rosa Montero y no había nadie capaz de dudar de su procedencia argentina. No es que ella ocultase ser del Buenos Aires querido de Gardel, es que su acento siempre la delataba, por más que ella intentase disimularlo.

Trabajaba como portera en un edificio antiguo de la avenida del puerto de Valencia. Los llamados “Turno de la noche” éramos conocedores de ella y de dónde encontrarla. Realmente, no había otro sitio en dónde poder comprar a esas horas cercanas a la media noche, cualquier cosa que llevase alcohol. Llamé con dos golpes dados con la mano de metal en forma de puño y al momento, di un golpe más con la misma. Era la contraseña. Unos pocos minutos después, escuché descorrer el cerrojo de la puerta de entrada y vi cómo se abría un poco y asomaba un rostro somnoliento de mujer con rulos en la cabeza. Sus grandes ojos de sapo de charca me miraron por unos segundos, mientras se adaptaban al cambio de luz.

—¡Ah, sos vos! “El Busca ruidos” —dijo— Así me había apodado la muy hija de perra, venida de Buenos Aires— ¿Lo de siempre?

No esperó mi respuesta. Cerró la puerta de golpe antes de que pudiese contestarle, y al poco, abrió con un pack de seis cervezas de Corona Extra con las latas desprendiendo hielo como estalactitas, y un pequeño halo ascendente a su alrededor.

—¿No tienes una bolsa? —le pregunté tontamente a sabiendas de lo que me iba a contestar.

—No.

Cerró la puerta sin despedirse, dando un portazo que sonó a hueco. Abrí una lata y le di un buen trago. Estaba helada.

—¡Joder!, esto ya es otra cosa.

Iba ya por la segunda lata cuando llegué a la playa de la Malvarrosa. La mar estaba calmada y la luna llena, preciosa y grande, como nunca antes. Alcancé la orilla y dejé las latas en la húmeda arena. Me senté. Estaba solo. Tiré la lata vacía y tomé otra. Todavía estaban frías. Bien por Mamita. Me reí recordando su cabeza siempre algo ladeada. Quienes la conocían de tiempo atrás, decían había sido una gran jugadora de póker. Un colega me contó que un día queriendo ver un tatuaje que le habían hecho por la parte baja de la espalda, forzó el cuello más allá de lo razonable y se quedó enganchada. Nunca quedó bien del todo, y en las timbas de cartas dejaron de invitarla. Las apuestas eran grandes como para tener a alguien mirando por encima del hombro. Nadie quería jugar teniéndola a su lado. Pensaban, les miraba su juego y les ponía nerviosos.

Lancé la lata a la arena y tomé otra. Había perdido el frío glacial, pero aún estaba fresca. Quité la anilla, la tiré y di un gran trago. Entonces la vi salir de un pequeño bote, a unos pocos metros de la muda orilla. Iba descalza por la empapada arena, y su larga melena era acariciada por la suave brisa a cada paso que daba en mi dirección. Llegó a mi altura y se detuvo.

—¡Caracola! Eres... tú. Stella Maris.

—¿Quién si no? ¿Acaso, me olvidaste tan pronto?

Me quedé mudo. Mirándola. Su nombre era Carol, pero ya desde niña en su casa le decían Caracola o Caracolita.

Le ofrecí una lata, y terminando de un trago la mía, abrí otra.  La última. Habíamos estado juntos, y durante un tiempo, los amantes perfectos. Caracolita, en la cama o fuera de ella, era un mar turbulento que azotaba mi cuerpo con sus olas. Un día, se marchó sin explicación alguna, y yo la entendí. Una mujer como ella no podía ser de un sólo hombre. Ni tan siquiera de unos pocos.

Desperté clareando ya el día. Pensé que todo había sido el sueño de un borracho. No había nadie cerca ni por la orilla. A mi lado, junto a una de las latas vacías, había una caracola.

 

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