Viur, capítulo 17: Selfie y palitos

El Arca de Luis06/17/2025 Luis García Orihuela
  

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POSDATA Digital Press | Argentina


luis  Por Luis García Orihuela 


El día ya de buena mañana apuntaba buenas trazas para decidirme a salir a dar una vuelta. ¿Por qué haré caso siempre a las apariencias y no al sentido común? ¿Dónde se puede estar mejor que en casa? En ninguna otra parte, me respondo, pero para el caso que me hago... seguramente mi ADN es demasiado humano y, por eso mismo, lo odio como a tantas otras cosas. Quizás, me sabría mejor de estar sazonado con un poco de ADN no humano. No sé.

««¿Paseíto al sol, hoy domingo, Viur? Así te vas ya preparando para cuando te jubiles, ja»».

—Pues si, ¿Por qué no? La temperatura que tenemos hoy es agradable. Ideal para salir y dar un buen paseo. Algo de sol en el cuerpo siempre sienta bien. ¿No te parece, Cursiva? El sol y el agua son vida.

»»Por supuesto. Si para ti es buena. para mí también. ¿O no? Ja»».

—Claro, pongámonos pues en marcha. Luego es tarde —Conminé en voz alta a mi siempre presente Cursiva.

Los domingos no se que es lo que tienen, pero poseen algo que los hacen diferentes al resto de los demás días de la semana, ocurre lo mismo con la Noche Vieja o el Año Nuevo, pero a pesar de todo, seguramente por la costumbre adquirida de ser el día de descanso le confiere esa sensación de nuevo, distinto. La gente sale a la calle con otro aire y un saber estar diferente, se arreglan con las mejores ropas, o bien, se ponen de arriba abajo las prendas deportivas con todo lo que ello conlleva de artículos asociados para medir el pulso, los pasos dados, las calorías consumidas y hasta es posible que el grado de estupidez humana. Si no existe ese aparato, solo es cuestión de esperar un tiempo prudencial y alguna firma comercial lo terminará por crear, patentar y sacar posteriormente a la venta. ¿Alguien tiene esa aplicación en su tablet?

««¿Te acuerdas Viur del de los palos de esquiador?»».

—¡Como no! Esas cosas no se olvidan.

Salí (salimos) de casa sin un destino concreto, como se suele decir echando a andar sin más, las prisas quedaban atrás, al otro lado de la puerta de entrada. Circulaban pocos coches, y los que lo hacían, iban también como deambulando sin más, igual que si esperasen el que alguien asfaltara nuevos tramos de vial para invadirlos con sus autos y ser los primeros en hacer dicha hazaña. Lo miismo se podría decir de los transeúntes. Pequeños grupos, aquí y allá, paseando en todas direcciones, siempre buscando el sol y alguna terracita en la que sentarse a tomar algo fresco y quizás algún aperitivo en compañía de la familia, de un compañero del trabajo o de una posible conquista. La ciudad tiene ese pulso, y todos siguen su pálpito como una costumbre adquirida. Así siempre ha hecho un vecino allá donde quiera que hayamos vivido mi familia y yo. Indefectiblemente, todos los domingos encontraba alguna razón poderosa para ponerse a dar martillazos contra algo, o bien reformar alguna parte de su vivienda, provocando el consiguiente ruido y, creando inevitables molestias por consiguiente. Lo curioso del caso, es que el susodicho vecino (siempre pensamos que se debía de tratar de un hombre y no de una mujer; mas por un trasnochado sentido de machismo en el cual habíamos sido educados, (tal y como ocurría en otras muchas cosas; como en los colores en la ropa: azul para chico y rosa para chica) los golpes siempre los comenzaba a dar a eso de las ocho de la mañana, a veces incluso antes, cuando todo el vecindario estaba todavía dormido (lo estaba hasta que él empieza a dar los golpes) para al cabo de una media hora. o poco más, paralizar las obras palaciegas. No importó por los diferentes domicilios que nos trasladáramos a vivir, siempre, al cabo de como mucho unos pocos meses, aparecían una vez más los ruidos dados por algún martillo o taladro eléctrico. ¿Nos seguía? Muchas veces pensé que si, y de echo, disfruté pensando en como lo mataría de saber quien era el responsable de todo aquel martirio innecesario.

Sin darme cuenta llegué al parque y seguí andando hasta detenerme junto al estanque. Siempre me han gustado sus aguas verdosas y oscuras, surcadas por los patos que parecen obviar sin problemas el que son observados por los que hasta allí llegan. ¿O lo somos nosotros por ellos?

««¡Fíjate Viur en ese de ahí delante! El que está subiendo justo ahora los escalones que dan a la explanada, hace cosas raras… ¿No te lo parece?»».

—No es posible, pero yo diría que parece llevar en las manos sendos palos de esquiar en la nieve.

««¡Ja! ¿Esquiar? ¿Y dónde se supone que lo va a hacer, en la explanada de arena amarilla? »».

—Mira. Se dirige hacía aquí. A donde estamos nosotros.

««Es verdad. Veamos que es lo que hace»».

Permanecí arrellanado en aquel banco a la sombra, apenas disipada por algunos rayos de sol que se filtraban curiosos por entre las ramas del árbol que teníamos a la espalda. El hombre venía despistado, mirando a uno y otro lado de las zonas ajardinadas, caminaba hacia los muros revestidos por una infinidad de árboles y ramas que lo cubrían en gran parte, impidiendo así, se viera el exterior. Pronto llegó y se detuvo brevemente junto al seto de tejos.

««¡Eso no son palos de esquiar!»».

—No lo son, no. Es mucho peor que eso. Ya decía yo que era extraño…

Efectivamente, no se trataban de palos de esquiar, si no del palo telescópico que en nada de tiempo se había puesto de moda. Me abría gustado que Keats1 de estar vivo hubiera intentado hacer un poema romántico de todo aquello. Quizás un monumento, una rima acertada a la soledad que se había arraigado en la sociedad como niño al pecho de su madre buscando su alimento con tesón. Nada mas triste que verle en ese estado de autodeterminación y anulación de cualquier tipo de confianza hacia los demás. Eso era el llamado «selfie» a mi entender, sino en todos los casos, si en muchos de ellos. La solución definitiva a no necesitar de nadie para salir en una fotografía. Desconfiado. Solitario. Pero eso no era todo, había más… siempre hay quien riza el rizo, y éste lo dejó llenó de tirabuzones. El segundo palito lo usaba para sacar una foto de cómo se hacia el selfie. De ahí que llevara dos y no uno sólo. De ahí, también, que Cursiva y yo pensáramos en palos de esquiar. Dentro de lo muy surrealista, parecía la posible opción más acertada a fañta de ptras mejores.

««Y de ahí que casi te saca un ojo con uno de sus palitos si no andas al quite. Ja »».

—Es verdad. Se giró y a punto estuvo de darme con aquel maldito artefacto del infierno. Le di un manotazo a aquella lanza que para entonces mas parecía las usadas por los que limpian las ventanas, los cristaleros, que otra cosa. Maldito este Don Quijote sin caballo, pero con pica en mano. Su estulticia le hizo irse al suelo y lo tuvo bien merecido. A fe mía que si. Ya lo creo que sí.

««El que tu pusieras la pierna estirada, pongo por caso, supongo no tuvo nada que ver al caso. Fue un accidente…»».

—No. No tuvo nada que ver. Fue un súbito calambre. Repentino, ¿entiendes? Esas cosas pasan.

«« Já¡»».

Allí quedó la tarde en el recuerdo, el banco de madera una vez más viudo de vida y con las sombras de camuflaje retirándose en total silencio, solo roto, de tanto en tanto, por algún que otro trino y revoloteo de los pájaros al cambiar de rama.

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