Viur. capítulo 16: jugando a los parecidos en el parque

El Arca de Luis06/03/2025 Luis García Orihuela
  
Diseño sin título (8)
Composición por POSDATA Digital Press 

POSDATA Digital Press| Argentina


luis

Luis García Orihuela

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Hoy decidí salir de casa sin llevar audios que escuchar con los pequeños pinganillos, ni tan siquiera cargado de mi libro electrónico disfrazado de cualquier otra cosa con sus tapas acolchadas de color marrón. Hoy he querido un recuerdo diferente y, dejando con cierta indiferencia mi eterna rutina diaria, me he dirigido al parque más grande, frondoso y tranquilo de entre todos los que conozco por haberlos visitado en uno u otro momento. Es un parque como otros muchos de cualquier otra ciudad, pero este en concreto es mi preferido y, eso basta para convertirlo en diferente, al menos para mí. Cuando estoy en él, me siento en uno cualquiera de sus bancos de madera, de esos hechos con tablones oscuros y con patas y brazos de frío y negro hierro forjado. Su carencia de gente en invierno, con solo alguna silueta furtiva por aquí y allá, lo convierte en el parque ideal en dónde reposar las ideas y dejar que las prisas jugueteen y se arremolinen con las hojas secas y marchitas que realizan las últimas cabriolas en su descenso al suelo, siempre a la espera de ser recogidas por algún anodino barrendero de los que pasan por allí de tarde en tarde, esos que vemos vestidos de ausentes, cabizbajos, ocasionalmente habladores, que arrastran los pies para andar, cigarrillo a medio consumir ya manchado de nicotinam, y que por alguna extraña razón, siempre dejan su carrito de tranajo lejos de lo que han de barrer. Es como si fuera una especie de protocolo o de una acción pactada.

««¿Vamos a jugar a los parecidos, Viur?»».

—Claro. Aunque me temo no haya lo que se dice mucha gente en este preciso momento.

««No importa. Esperaremos»».

—Nacemos con esa condición: la de esperar,,, siempre. Cuando uno nace es por que ya ha esperado antes nueve meses para hacerlo Uno espera que pase un autobús, que pase una tormenta, que pase un mal momento por el que atraviesa, o bien que finalice una pesadilla… y al final, todo se circunscribe a esperar el que todo acabe y llegue a su fin. Esa es la pira verdad de la vida,

««Te siento hoy como esas nubes que se ven entre las ramas de los árboles. Algo grisáceo y disperso. ¿Triste? Me refiero más triste de lo normal, ¡Ja!»».

—Ya sabes, Cursiva, soy un poco como el personaje de Benedetti en La Tregua… ¿Cómo se llamaba? ¿Martín?... Si, eso es. Martín Santomé. Don Mario le puso en boca, que él, era un triste con vocación de alegre. Y yo me uno a esa tipología. Supongo viene del vacío.

««¿Del vacío? ¿A que vacío te refieres?»».

—Tu no sabrías entenderlo Cursiva. Me refiero a un vacío interior que en determinados momentos hace acto de presencia sin que nosotros simples humanos, nunca lleguemos a saber el por qué lo hace, o cuanto durará esa sensación. A veces puede ser de rabia, de impotencia, de preguntarte lo prohibido, lo que nunca deberías de cuestionar, y que sin embargo, terminas por hacerlo, quizás por un extraño sentimiento de morbo o de desafío hacia las respuestas que sabes nunca llegaran por no haber sido formuladas sus preguntas.

Cursiva calla. Aunque ella sabe lo que yo se en todo momento, no siempre ha estado en mi. Al menos de una manera latente, casi palpable. Apareció mucho más tarde en mi vida, casi se podría decir que sin que yo me diera cuenta. Lo cual tampoco es que sea algo de extrañar para quienes me conocen un poco aunque sea muy superficialmnte. Un buen día Cursiva emergió. Así como suena. Surgió sin más. Seguramente siempre estuvo ahí, aletargada, agazapada, Aamordazada a mi cerebro en un estado embrionario… esperando el momento mas oportuno, de por así decirlo, de nacer y expresarse con personalidad propia de mujer en un cuerpo de hombre. Por ello no sabe todo. El pasado está cerrado con una puerta demasiado pesada de abrir incluso para ella.

««¡Mira! Ya tenemos ahí al primero… Se parece a… ¡Freddy Krueger, ja»»!

—Es verdad. El parecido es asombroso. Solo le falta la celebre camisa a rayas, aunque creo que en su caso me recordaría al gato de Alicia en el País de las Maravillasu o al de las gafotas, a Wally. Es como si fueran presos fuera de su celda y de su tiempo. Bueno, ahora me toca a mí. Mira Cursiva a esa que viene por la derecha, o como diría Borges, por donde se bifurca el sendero.

««Pero no se le ve la cara, le da la sombra del árbol»».

—Ya. Pero su cuerpo y su forma de andar, así tiesa, y casi sin cuello, le da un parecido a…

««¿A quién?»». Pregunta Cursiva con apremio.

—A la excancillera alemana. A Ángela Merkel.

««¡Ja! Si. Es verdad. Hasta el flequillo tiene igual la tía. Como la muñeca diabólica. Ja»».

Así pasamos haciendo burla y sacando parecido de cualquiera que pasaba. Yo sabía que en aquel banco de madera solo estaba yo y mi mente que había ungido a Cursiva como un segundo yo. El doctor, al despedirse el día anterior en su consulta, había llevado razón, vivía en un mundo de fantasías, la receta la había escrito yo mismo, y sin embargo no lo recordaba, y Freiberg… ¿sería posible?

Regresé a mi casa cuando comenzaban a caer las primeras gotas de una lluvia no invitada. No me importó. Simplemente aceleré el paso. Cursiva no dijo nada, y en mi fuero interno se lo agradecí. O me lo agradecí a mi mismo.

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