Patitas, el cangurito olímpico

Cuentos de bolsillo.-

El Arca de Luis 08/03/2022 Luis García Orihuela

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POSDATA Digital Press | Argentina

Luis García Orihuela

Por Luis García Orihuela | Escritor | Poeta | Dibujante

Era una tarde de otoño. El aire fresco y agradable fuera de la casa y aún no había oscurecido del todo.

Andrea, Jenny y Noemí estaban juntas encima de la cama de Jenny, que era la más pequeña y la más vivaracha de las tres hermanas. Noemí con diez años era la mayor. Tenían los libros del colegio sobre la cama y los cuadernos abandonados encima del escritorio, pero a ninguna de las tres le gustaba estudiar y mucho menos hacer los deberes del colegio. En cuanto llegaban a casa se olvidaban de las tareas mandadas ante el enfado de su madre Rebeca, que lo intentaba todo, pero que no podía con ellas. Trabajaba en el hospital de la ciudad haciendo guardias por las noches y durmiendo por el día. Al final era su madre la que bregaba con ellas. Su esposo, Richard, era un virtuoso violinista que viajaba constantemente por todo el mundo acompañando a su orquesta en las giras que hacía.

 En cuanto Noemí propuso a sus hermanas bajar a que la abuela Alejandra les contara un cuento de los suyos fue visto y no visto. Dejaron los libros de texto de cualquier manera sobre la colcha de la cama, sin ni siquiera haberlos abierto y salieron corriendo entre gritos a ver quién era la que llegaba primera junto a la abuela.

—¡Abuela, abuela! Cuéntanos un cuento —Gritó Noemí llegando la primera junto a la abuela que estaba haciendo calceta sentada en su cómoda mecedora de madera.

—Si porfa. Un cuento de los tuyos —dijo Andrea llegando.

—Eso, eso, un cuentito, abuelita —dijo Jenny con los ojos muy abiertos.

—Pero… ¿hicisteis ya los deberes del colegio? ¡O bien siguen las hojas en blanco? —Viendo que no decían nada, continuó— Vuestro silencio os delata, malandrinas. Haremos una cosa. Si me prometéis hacer luego los deberes os contaré un cuento. Pero tenéis que cumplir con vuestra palabra o no habrá más cuentos durante un mes.

Las niñas le dieron su palabra de honor de qu así sería, y se sentaron en la alfombra alrededor de la mecedora. La abuela dejó en su regazo el ovillo de lana azul oscura, las agujas y, la parte que llevaba ya adelantada de un gorro para el invierno. Estaba haciendo un gorro para cada uno de la familia.

—Está bien, os voy a contar el cuento del Canguro Olímpico.

—Ooooh —dijeron las niñas con un gran suspiro y las caritas llenas de felicidad.

 Érase una vez un joven canguro llamado Patitas. Vivía en Australia con su familia y ya desde pequeño iba diciendo a todo el mundo que él sería de mayor un deportista olímpico. Se imaginaba ganando carreras de larga distancia, saltando para meter una canasta de baloncesto o lanzando un tiro triple a más de seis metros. Viendo como entraba el balón a la canasta sin ni siquiera tocar la red. Pero se encontró con un problema. Sus padres,, que querían lo mejor para Patitas, no les gustó la idea de tener un hijo en las olimpiadas.

—Nosotros no somos ricos —le decían— no podemos permitirnos gastar dinero en esas cosas. Practicar cualquier deporte requiere de mucho dinero y la mayoría apenas ganan dinero para vivir o no lo consiguen.

—¿Y qué pasó abuela? —preguntó Jenny apartando el flequillo de su rostro.

—Tened paciencia y dejadme que os cuente. O si no, no terminaremos nunca. Y no me vais a liar luego con que se hizo tarde para hacer los deberes ¡Que os conozco, malandrinas!

Las tres hermanas sonrieron y se pusieron coloradas al saberse pilladas. La abuela se las conocía todas y no había forma de engañarla.

—Bien, sigamos. ¿Por dónde iba? ¡Ah, si! Ya recordé.

Pues lo que pasó fue que Patitas se buscó un trabajo en la ciudad. Cuando terminaba las clases del colegio salía corriendo y dando grandes saltos para llegar pronto y que sus padres no sospecharan nada.

Unos días trabajaba en un bar recogiendo las mesas. ¿Sabéis lo que hacía?

—¡Noooo! No lo sabemos —dijeron las tres hermanas a la vez.

Para ir más rápido lo metía todo en su bolsa delantera, y de un prodigioso salto se metía detrás de la barra sin tirar nada.

—¿La bolsa narsu… Comenzó a decir Noemí sin llegar a completar la palabra.

—La bolsa marsupial. Muy bien, Noemí. Es como un bolsillo gigante, eh. Allí llevan luego las mamás a sus bebés.

—¡Qué bueno! —dijo Andrea que hasta el momento había permanecido callada y expectante. 

—¿Y que hacía los otros días? —dijo Noemí muy interesada.

Pues veréis, lo que hacía esos otros días era limpiar escaparates. Le resultaba muy fácil llegar hasta arriba del todo. Con sus grandes patas se impulsaba y daba saltos para limpiar los cristales. Era muy divertido ver cómo mojaba el trapo con jabón en el cubo y lo pasaba después escurrido por todo. Luego hacía lo mismo para limpiarlo y secarlo. La gente se paraba a ver a Patitas como lo hacía, pues era todo un espectáculo. Tal era así, que cada vez más tiendas le contrataban para que limpiara los suyos.

La abuela paró un momento para tomar aire. Se fatigaba de hablar mucho rato seguido. Las niñas lo sabían y permanecieron calladas ansiosas por conocer el final.

—Bien —continuó la abuela— así fue como consiguió reunir el dinero necesario para poder ir a las Olimpiadas cuando tuvo la edad necesaria para poder participar. Sus papás viendo el esfuerzo que había hecho en esos años estudiando y trabajando cambiaron de actitud y le dejaron ir.

—Oh, qué chuli es este cuento abuelita —dijo Andrea.

—Si, es muy guay del Paraguay —dijo Noemí.

—Está chachi piruli —dijo Jenny.

—¡Ay, que cosas decís diablillas! No entiendo nada.

—Pues que el cuento está fetén, abuelita —dijo Andrea

—¿Y ganó Patitas alguna medalla en las Olimpiadas? —preguntó Jenny.

—Oh si —dijo la abuela— Patitas llegó a medir más de dos metros de altura y jugó con el equipo de baloncesto de Australia. Y ahora niñas…

—Ya se, ya se… —dijo Noemí— Colorín colorado…

—Este cuento se ha acabado —dijeron a la par Andrea y Jenny.

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