El hombre que compraba tiempo (parte I)
'Un abogado, un anciano, una feria... y un hombre que quiere comprar tu tiempo'.
El Arca de Luis02/08/2020 Luis García OrihuelaComposición fotográfica:Luis G. Orihuela
POSDATA Digital Press | Argentina
Por Luis García Orihuela | Escritor | Poeta | Dibujante
Permítanme que me presente, mi nombre es Clayman A. Bernstein, pero pueden llamarme Clay si así lo desean. Es ahora, cuando ya retirado de mi profesión de abogado en el Bronx de Nueva York, puedo por fin relatar a mis cerca de setenta años de edad, los hechos que acontecieron en los albores de mi carrera, y que aquí, y ahora, en cuanto conozcan la historia, comprenderán por qué enterré en lo más profundo de mi alma los sucesos que a continuación voy a relatarles. Espero que sepan perdonar si con el paso de los años mi memoria ya no es tan buena como lo era entonces, así como que sean comprensivos e indulgentes si por motivos obvios omito algunos datos, o cambio nombres de personajes, o lugares reales. Pero juro ante Dios y ante los hombres, de que todos los hechos aquí narrados fueron ciertos. Así pues, esta es la historia del “Hombre que compraba tiempo”
Recuerdo que aquella mañana había madrugado con la intención de adelantar la documentación de un caso de separación que llevaba entre manos de un joven matrimonio. Una pequeña minuta sin gran complicación, ya que ambos estaban de acuerdo en todo lo concerniente al reparto de sus propiedades; pero aquel era uno de mis primeros casos como abogado y estaba deseoso de hacer clientes y que vieran sus problemas resueltos con premura.
Era pleno invierno y comenzaba a amanecer cuando salí de mi apartamento, todo envuelto en capas de ropa, gabardina, sombrero, bufanda, guantes y un gran paraguas negro con empuñadura de marfil, herencia que me dejara una tía mía entre un grupo numeroso de libros, y cachivaches de esos que uno nunca se decide a tirar y lo va dejando para más tarde el deshacerse de ellos.
Perdonen que divague en ocasiones, pero mi mente me juega a veces malas pasadas y olvido en lo que estaba con cierta facilidad. El tiempo biológico, desgraciadamente no pasa en vano. Como les decía, era invierno, temprano y hacía un frío de esos que es difícil de olvidar porque te cala hasta los huesos, por lo que arremetí con vigor en mi andadura, llegando justo a mi despacho cuando comenzaba una fuerte tormenta. Pensé en la suerte que había tenido al decidir madrugar, y me sentí satisfecho pensando que con un día que prometía ser lluvioso pocos serían los insensatos con ganas de venir a mi consulta. Ni que decir tiene que me equivoqué en mis cálculos, y que no habiendo pasado más de una hora y media, justo cuando la tormenta se encontraba en plena demostración de fuerza, llamaron a la puerta. ¿Quién será el loco que viene con este tiempo? Así fue como dejé lo que hacía y me dispuse a conocer a alguien que marcaría en adelante mi vida sin yo siquiera saberlo en aquel momento.
Abrí la puerta tras mirar antes por la mirilla, la ciudad no era muy segura por aquel entonces, aunque a decir verdad tampoco es que ahora lo sea más. En fin, ya me estoy yendo por las ramas otra vez. Ante mi se encontraba un anciano con más años de los que tengo yo ahora. Sus gafas redondeadas totalmente empañadas fue lo primero que entró por mi retina. Estaba empapado bajo un sombrero que en algún momento debió de ser un modelo elegante y que entonces, en aquel momento, no era nada más allá de una masa informe de fieltros y quién sabe que más cosas, chorreando agua por sus extremos sobre mi alfombra de la entrada. Nunca más volví a poner una alfombra cara en la entrada.
Acomodé a mi inesperado, e inoportuno huésped y posible cliente, lo mejor que pude dentro de las circunstancias. Un amigo, también abogado de carrera, me aconsejó un día que me dejara escondida en el despacho una botella de un buen bourbon, indicándome a modo de frase lapidaria algo así como “Antes o después te hará falta... o bien para invitar a un cliente rico, o para sofocar las penas en un mal momento que estés pasando” Creí pues que uno de esos momentos había llegado y era ocasión de estrenarla, por lo que abrí la puerta del mueble donde la tenía guardada y le ofrecí un generoso trago, servido en un vaso de cristal de esos que venden en los grandes almacenes, y que yo dejaba a la vista para el agua. Nunca llegué a saber si era un entendido en bourbon, o que no sabía apreciar el valor de mi inversión; el caso es que fue un visto y no visto, encontrándome en la tesitura de tener que ofrecerle una nueva “copa”, aunque en esta ocasión menos generosa.
Una vez se hubo el hombre repuesto de la lluvia y la botella mermada en su contenido, se presentó, y arrellanado en uno de los sillones, comenzó a contarme su historia. Omitiré su nombre real en evitación de posibles querellas y procesamientos legales por parte de algún familiar en contra de mi persona, y si les parece bien, pasaré a llamarle... Dimitri. Me parece un nombre adecuado para él, seguramente porque desde un primer momento se me semejó tenía un aspecto ruso, con unos pequeños y medio cerrados ojos, pero muy vivos e intensos, a la par que impenetrables, tenían un color gris claro, frío; al mirarlos hacía que mi vista huyera de ellos.
Lo primero que hizo fue ofrecerme una licencia de conducir en bastante buen estado. y acto seguido. decirme en voz baja y grave: “Mírelo bien, soy yo el titular”.
Comencé a ponerme un tanto nervioso y pensar si los dos vasos de bourbon estaban resultando demasiado para aquel anciano con aspecto de “espía surgido del frío” de Le Carré; eso, o me estaba tomando el pelo algún amigo, al enviarlo con dicha consigna. Pronto deseché esa idea descabellada e intenté centrarme en prestar atención a lo que me contaba en ese momento. “Hace una semana era joven, tal y como me ve en esa foto de la licencia; con ganas de comerme el mundo y hacer un millón de cosas... (Recuerdo que tosió en ese momento, porque se limpió con el pañuelo que le ofrecí y ya no quise volver a cogerlo, porque siempre he sido bastante aprensivo, sobre todo en ese tipo de cosas) Sea como fuere, Dimitri continuó hablando y yo escuchando, asintiendo de vez en cuando a modo de “Te entiendo y te escucho”, para finalmente pasar a tomar notas de mi puño y letra de todo cuanto decía. Él hacía pausas con bastante frecuencia, unas veces para darme tiempo a escribir, y pensé entonces, que las más de las veces para tomar aire entre frase y frase. Sinceramente, pensé mientras apretaba los labios con fuerza, que al pobre no le debían de quedar muchos partidos de la Liga por ver.
Por un momento he de reconoce que estuve tentado de invitarle a salir; pues la verdad, ¿Quién en su sano juicio, podría creer lo que decía? Según me contó, hacía un par de días que había salido a dar una vuelta y decidió pasarse por la feria, con la esperanza de encontrarse con algún conocido. Allí había deambulado durante un tiempo que no supo concretarme con certeza, quizás durante una hora o más. Cansado y de mal talante al no haber encontrado a nadie, decidió volver a donde vivía y fue en ese momento, durante su regreso, ya casi apunto de salir del recinto de la Feria, cuando cayó en la cuenta de un puesto del que no se había fijado al principio. Era una caravana blanca no demasiado moderna, con luces en su interior no demasiado potentes, con un cartel escrito a mano con el reclamo de “Compro su tiempo” y una serigrafía de los Chicago Bull. Dimitri, después de leerlo, avanzó unos pasos alejándose del lugar, pero algo en su cerebro debió de encenderse y activarle las neuronas de la curiosidad, por lo que retrocedió hasta la puerta de la caravana y tras una breve pausa, golpeó con los nudillos. Momentos después era recibido por quien dijo llamarse Pietro Némsi.
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