La divina tragedia

Quiero contar a las próximas generaciones que por estos tiempos la humanidad atraviesa una guerra mundial inaudita.

Opinión29/06/2021 Sil Perez
  
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Crédito: photoluz.es

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Por Sil Perez | Escritora | Poeta | Miembro directivo de la Sociedad Argentina de Escritores, autora de obras literarias en géneros narrativo, lírico y didáctico.

                                                                                                  

 Buenos Aires, 20 de marzo del 2020.

Quiero contar a las próximas generaciones que por estos tiempos la humanidad atraviesa una guerra mundial inaudita. De manera inesperada un minúsculo asesino instaló dominio en nuestros días, y sin piedad exterminó gran parte de la humanidad. Nuestro planeta, a lo largo de la historia sufrió guerras mundiales, civiles, combates, y guerrillas de proporciones magnánimas. Cualquiera de los contextos bélicos exhibió al mundo un despotismo salvaje y anacrónico, vértice contundente de las miserias concretas de poder y ambición. Pero hoy asistimos una batalla diferente. Por estos tiempos no hay tanques de guerra, ni bombas molotov, ni misiles nucleares que devasten territorios ni opriman la voluntad política e ideológica de los pueblos. Hoy el atacante es un enemigo oculto. Un diminuto asesino que mata sin piedad. Por estos días nos encontramos ante la presencia de un virus letal. Un mutante epidemiológico que se instala en el cuerpo y origina La Covid-19. Una enfermedad de las vías respiratorias que rápidamente se propaga de persona a persona.

Esta es la realidad que envuelve nuestro presente. Y en este terreno donde no tenemos otro recurso que confiar en nuestros cuidados personales, y en la provisión de las dosis de vacunas que algún día llegarán para cubrir el deseo más ferviente que hoy sostiene nuestra raza humana, detener la proliferación del virus, y recuperar lo más preciado que poseemos, la salud.

El mundo entero siente profunda angustia y tristeza por la partida inminente de personas mayores, jóvenes y niños. No existe edad, ni religión, ni ideologías políticas, ni creencias religiosas que frenen la devastación ocasionada por este asesino viral que ocasiona además un vacío existencial nunca antes experimentado.

Algo que no podemos ver nos quitó el elemento vital que identifica nuestra especie: la vida. Y con ella, el abrazo sentido, el beso anhelado, la palabra dicha, la sonrisa plasmada en el rostro. Debimos alejarnos de nuestros seres queridos y habituarnos a vivir con protocolos establecidos. Debimos aislarnos del mundo para preservarnos vivos, y para salvaguardar la vida del prójimo.

Y en ese funesto aislamiento fuimos perdiendo la necesidad más legítima, la demostración tangible del amor. Fuimos acostumbrándonos a saber que el tiempo y la soledad se estancaron en nuestros días para materializarlos de un presente turbado y tenebroso. Y que el destino puede situarnos en el mismo paisaje desolador. Este enemigo nos privó del elemento esencial que nos constituye humanos, el contacto con el otro. Debimos tapar nuestras bocas, y abrirnos a la desconfianza, al temor desmedido y a la incertidumbre de saber si seremos la próxima víctima. Sin embargo nada es casual. Desde mi percepción estoy convencida que este virus llegó para confirmarnos que nuestra existencia es efímera. Que lo esencial lo definen las emociones. Que cada minuto es una eternidad que debemos saber aprovechar. Que solo el ahora es dueño de nuestro presente y futuro. Que este instante es la única oportunidad de ser nosotros mismos, de demostrar lo que sentimos, de decir lo que jamás nos atrevimos. De saber que si no latimos en un sueño, la muerte se nos anticipa. Somos mutantes de ilusiones y de sentires que debemos transmitir para no caer en el olvido. Si, muy a pesar del dolor inconmensurable, este virus llegó para salvarnos.

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