POSDATA Digital Press | Argentina
Por Luis García Orihuela | Escritor| Poeta | Dibujante
El Gran Joe era un borracho empedernido, mal hablado y un don nadie. Las pocas veces que había conseguido que le dieran un trabajo lo había echado a perder a los pocos días como más tardar. No estaba hecho para trabajar ni tampoco para tener amigos. Al menos eso era lo que el decía cuando encontraba a algún buen samaritano que quisiera escucharle. No eran otros que gente de barra los que prestaban oído a sus soliloquios. Tipos como él en quienes nadie se fijaba. Tan sólo eran sombras grises apoyadas en una barra y escondidas detrás del grueso vidrio de alguna botella de vino o de cerveza.
Joe salió del bar en que estaba sin un céntimo en sus raídos bolsillos. Llovía. Se dirigía a su casa intentando no caer al suelo cuando un vehículo a gran velocidad le embistió y huyó sin detenerse. Al poco se incorporó con la ropa mojada y continuó su camino.
Cuando entró a su vivienda se quitó rápido el agujereado abrigo, la bufanda y se fue al baño a orinar. Luego tal como estaba se metió en la cama, se tapó bien y se durmió. La casa estaba helada.
Serían entre las tres y las cuatro de la madrugada cuando comenzó a llover. El viento hizo que la lluvia golpeara en los frágiles cristales de la ventana y se despertara Joe.
—¡Joder! Otra vez tengo ganas de mear. Sólo me faltaba la puta lluvia dándome más ganas. Justo ahora que había entrado en calor, ¡hostia puta!
Joe salió del baño y se dirigió a su dormitorio. Todavía trastabillaba al andar chocando con las paredes del pasillo. Un sonido sofocado proveniente de su alcoba hizo que se detuviese a mitad del pasillo. Se apoyó en la pared y escuchó. Parecían voces. Llegó hasta la puerta y se detuvo sin atreverse a encender la luz. Por debajo del cobertor de la cama se veían bultos moviéndose a uno y otro lado y voces que salían de su interior. Sintió como su corazón se aceleraba y le entraban nauseas. Aún así tuvo las fuerzas y el valor suficiente para tirar del cobertor con fuerza y destapar la cama.
—¿Pero qué diablos…?
En la cama, debajo de la cobija, estaba traslúcida una mujer como las pintadas por Botero con un camisón o prenda similar. Que se puso a cantar un aria como Montserrat Caballé. Junto a ella, al menos aparentemente e igual de traslúcido un hombre delgado como Alonso Quijano vestido con traje de luces pero descalzo y sin lanza, y un tercer personaje igualmente transparente como los otros dos, pero muy pequeño. Su cabeza era grande como la de un adulto, no así su cuerpo. Su vestimenta se parecía a la del joven arlequín de Picasso, con el gorro incomprensiblemente alojado en su grotesca cabeza. Todos chillaron al verle y corrieron en desbandada por el minúsculo habitáculo. La soprano fue la primera en desaparecer. Saltó hacia la ventana atravesándola sin romper el cristal. El quijotesco hidalgo abrió la puerta del armario y desapareció nada más hacerlo. El de aspecto arlequinado se lanzó contra la pared sin pensárselo dos veces y se fundió en ella. Fue entonces cuando el Gran Joe sintió el sabor de la sangre en sus labios. Dio una mirada a sus manos luminiscentes y corrió despavorido hacia la ventana.
John Bowlby: biografía del fundador de la teoría del apego
Los trágicos acontecimientos de su infancia, sumados a sus diversos estudios, fueron los aspectos que dieron forma a uno de los mejores psicólogos del siglo XX.
Poema