La flautista de abuelín

El Arca de Luis12/06/2023 Luis García Orihuela
  

LA FLAUTISTA DE ABUELÍN 2

POSDATA Digital Press| Argentina

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Por Luis García Orihuela | Escritor| Poeta| Dibujante| Columnista internacional

Los de Malasangre eran gente de campo. Labriegos la mayor parte de ellos. Desde que existían siempre se habían llevado mal con los del pueblo colindante, los de Malacara. Estos a su vez estaban enemistados con los de Malaspulgas y los de Maldeojos. En realidad todos se llevaban mal entre ellos por una u otra razón. Tal era así, que los continuos enfrentamientos llegaron a los oídos de la Corte Suprema de Malaleche.

—Tendremos que hacer algo al respecto —dijo el presidente ante el consejo— Esto ha ido demasiado lejos. Hay que atajarlo como sea... cueste lo que cueste.

El vicepresidente primero tomó la palabra. Su rostro era un cúmulo de arrugas surcando cada uno de los rincones de su cara.
—El problema es que son todos más viejos que Matusalén en uno y otro lado. Sus hijos —dijo recalcando sus palabras con especial énfasis— se han ido marchando a la capital en cuanto han tenido la más mínima oportunidad. Solo quedan los ancianos y sus rencillas.

—¿Y qué podemos hacer al respecto? Cada vez son menos los censados, y menos nuestros ingresos corporativos —preguntó el que había llegado a la reunión con retraso y que parecía ser algo más joven que los demás miembros de la Corte Suprema
Desde el fondo de la mesa, el rincón más alejado de la sala. Carraspeó el más viejo de todos los integrantes. Su edad parecía incalculable. Todos dirigieron hacia él sus miradas y guardaron silencio respetuoso a la espera de su intervención.
—Propongo enviarles a La Rara, y que sea ella, quien dirima este problema a su antojo.

La Rara en realidad se llamaba Obtusa. Su madre, doña Difusa, la había abandonado a temprana edad y huido con el Estirao, según dijeron, fuera de la región. Se comentó que él la había convencido hablándole de unas ricas tierras que tenía su familia lejos de allí, pero los más avispados dijeron que la única tierra que tenía era la que llevaba siempre dentro de los bolsillos. Obtusa era conocida en todos los pueblos de la comarca como La Rara o La Hechicera. Había nacido en Sopapo según decían unos y en Malasartes según otros. Una pequeña localidad cercana a Dosleches por el norte, y a Dosyoyas por el sur, cerca ésta última del acantilado conocido como Escarpado, junto al rio Tumismo, en la localidad de Telodije, provincia de Muchaplata.

En el Mercado de Ojitho, el mejor de la región para los amigos de lo ajeno, las más viejas del lugar decían a quien quisiera escucharlas, que Obtusa era una gitana que practicaba la magia negra y el mal de ojo. La saludaban al encontrarse con ella, pero siempre era por el temor a que les lanzara algún tipo de hechizo maligno. No querían saber nada de ella, pues se rumoreaba que con sus malas artes había hecho desaparecer a una familia entera que la había enfrentado para que se marchara del pueblo.

—Dicen haberla visto ponerse en la cabeza restos de suavizante de lavadora como si este fuera un champú para el cabello —dijo don Metomentodo, el alcalde de Dosleches, en un tono jocoso.

—Si claro. Y seguro que en verano ha de usar como protector solar de piel, factor 20, el cambio de aceite sobrante de algún taller de la zona.

—¡Pues me da igual que sea más fea que mi coche por debajo! Quiero que se solucionen estas disputas de una vez por todas —dijo dando con su puño un fuerte golpe sobre la mesa— Buscadla. Ofrecerle lo que sea que pida con tal de que termine con todos estos chances.

—Eso puede salirnos caro... —dijo el alcalde de Dosyoyas poniendo una de sus peores caras.

—Con no pagarle luego, solucionado. Lo importante es terminar con este embrollo cuanto antes. Todos estamos perdiendo dinero con esto. A ninguno nos favorece esta situación que se ha salido de madre. Nadie compra o vende al pueblo de al lado por culpa de las rencillas entre esos viejos locos.

—No me gusta esto. Pero sea como quieres. Es tú decisión, y si algo sale mal luego, será tuya la culpa. No digas después que no se te avisó —dijo el de Malasangre en un tono amenazador mirándole fijamente a los ojos.

.Poco después daban por finalizada la reunión e iniciaban los primeros pasos para dar con Obtusa.

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La búsqueda les llevó algo más de dos semanas. Finalmente dieron con ella a la orilla del rio Tumismo cuando ésta lavaba sus prendas en sus mansas aguas. Los emisarios se presentaron ante ella y no tardaron en exponerle qué era lo que deseaban de ella. Obtusa se les quedó mirando sorprendida al conocer su propuesta. Luego, al escuchar lo que le darían si cumplía con el encargo sonrió satisfecha.

Obtusa cumplió su palabra con facilidad. Durante tres días fue recorriendo los pueblos en discordia y tocando a su paso la flauta mágica que poseía. Por las calles y en las casas todos los ancianos pudieron oír la extraña melodía que conseguía que sus corazones olvidaran las rencillas con los vecinos. Satisfecha de su acción, Obtusa dio por cumplido el encargo y se dispuso a cobrar lo prometido.

 Obtusa llegó a la entrada del ayuntamiento de Malaleche y pidió al conserje ver al alcalde. Éste riéndose la mandó irse y ante su negativa la tomó de un brazo y la sacó bruscamente a la calle diciéndole que no se atreviera a volver por allí. Obtusa entonces, ni corta ni perezosa, se sentó en un banco de madera a esperar que saliera el alcalde. Cuando a la hora de comer vio salir al alcalde se acercó hasta él rápida como un gamo a reclamar su recompensa. El alcalde la apartó diciéndole que él no tenía trato alguno con pordioseras. Así las cosas, Obtusa se apartó y pronunció un conjuro tan potente que hasta las hojas de los árboles temblaron y los perros salieron corriendo con la cola entre las patas. Luego, con toda la tranquilidad del mundo, se hizo una coleta con su larga melena negra y extrajo de uno de sus bolsillos la flauta mágica. Obtusa se la llevó a la boca y comenzó a tocar una melodía muy triste. Pronto el alcalde y todos los facinerosos de la comarca comenzaron a seguirla en dirección a Escarpado. Al llegar al borde del acantilado Obtusa se detuvo y siguió tocando. Uno a uno de los que la seguían fueron pasando ante ella y cayendo al vacío.

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