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Por Luis García Orihuela | Escritor| Poeta | Dibujante | Columnista internacional
Peter había sido mi mejor amigo durante la infancia. Compartíamos pupitre en la escuela todos los cursos. Cualquier fechoría pasaban por nuestras manos en aquel entonces. Los dos éramos ideólogos y ejecutores de las travesuras a un mismo tiempo. Dejamos de vernos a raíz de nuestra incorporación a filas. Aquel lapsus de tiempo en nuestras vidas creo que fue de alguna manera la causa de nuestro posterior alejamiento. El día que nos encontramos en la calle yo venía de cobrar unos cientos de euros de la Bonoloto, y estaba la hostia de contento. ¿Quién no lo estaría? Esperaba la llegada del tren que venía desde Llíria a Valencia. Peter fue el primero en reconocerme y saludarme con un fuerte abrazo. No pude evitarlo. Le miré intentando no delatar mi interés por su aspecto. Estaba hecho un adefesio. El hedor de su aliento y de su ajada ropa destrozó en un santiamén mis papilas olfativas. Aguanté estoicamente lo mejor que pude la respiración mientras retrocedía un paso atrás. Entonces comenzó a contarme de su vida, de lo mal que le iba. Yo miraba mi reloj con disimulo. Deseaba que corriera el tiempo. El tren no debía de tardar en llegar. Siempre lo hacía a su hora. Peter me decía en ese preciso momento que lo habían desahuciado, y que estaba literalmente en la calle. Respiré aliviado al ver aparecer el tren por el horizonte. Fue entonces cuando me pidió dinero y le dije que estaba sin blanca. Llegaba el tren. De pronto, Peter corrió hacia el tren unas pocas zancadas y dio un salto increíble hacia el vagón que iba en cabeza. El sonido seco del impacto al chocar con el vagón quedó apelmazado por el chirriar de la máquina al intentar frenar. Ya no había nada que hacer. El tren ya no iría a parte alguna hasta que no se personara el forense y levantara el cadáver del difunto Peter.
Recordé el dinero que llevaba en mi cartera. Decidí tomar un taxi y darme un buen banquete en el restaurante chino de Lili.
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