El señor Coquix

El Arca de Luis23/05/2024 Luis García Orihula
  
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Crédito:composición gráfica con IA por P.D.Press para El Arca de Luis

POSDATA Digital Press| Argentina

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Por Luis García Orihuela | Escritor| Poeta|Artista plástico| Columnista internacional 

El señor Coquix salió de su casa y cruzó los pocos metros que le separaban de las tierras de cultivo de su propiedad.
Durante generaciones, con apenas unas pocas hectáreas de terreno, sus ancestros habían plantado y cultivado los mejores tomates de Los Alcázares, en la región de Murcia.
El señor Coquix entró al cobertizo de madera y salió poco después cargado con una  enorme regadera llena de agua. Se ajustó su sombrero de paja para evitar el que le diera el sol en los ojos y entonó con sus silbidos pequeños fragmentos de canciones populares correspondientes a  épocas ya pasadas.  Se sentía feliz. Esperaba con los cambios que había realizado en el huerto ganar mucho dinero en poco tiempo. Los tomates eran historia. Ahora era la Inteligencia Artificial el futuro.

Llegó al huerto y sonrió satisfecho. Ante él, decenas, quizás cientos, de pequeños cerebritos crecían en perfectas filas, distanciados entre sí a un metro uno de otro. Algunos de ellos, mostraban emergiendo de la tierra el bulbo raquídeo como si fuera un pequeño tallo rodeado a su vez por ramilletes de hojas de marihuana. Se acercó al que tenía más cerca. Parecía, al menos a la vista, muy esponjoso y tierno. Invitaba su vista a querer tocarlo. Agachándose, acarició sus pliegues como si lo hiciera cariñosamente  con el lomo de un gato o perro. El cerebro, agradecido, realizó pequeños movimientos laterales emitiendo a su vez unos sonidos como de ronroneo. Al sentir el agua sobre su superficie, el cerebro se hinchó y cambió su color a un tono de gris más sonrosado. Su tacto era suave, húmedo y relajante.

Durante horas fue rellenando la regadera y refrescando uno a uno los pequeños cerebros. Repitió el mismo proceso una y otra vez. Luego, cargado de una carretilla, fue retirando los cerebros que no habían sobrevivido en su crecimiento y llegado a la edad adulta esperada. Eran fáciles de identificar.  Su color grisáceo era más oscuro, y su aspecto, similar a una nuez reseca por el paso del tiempo.
El señor Coquix dejó soñar su mente por unos minutos. En la revista World Things  habían publicado un artículo sobre un profesor de biología chino que hacía algo parecido a él, pero que con los cerebros fallidos, realizaba lo que él daba en llamar, una “confitura de sesos exquisita”. Repudió el recuerdo,  así como las prácticas gastronómicas de dicho profesor. Aquella actitud no era digna de un científico. Acarició con cariño la superficie encefálica de su cerebro favorito y este reaccionó  como con un pequeño escalofrío. El señor Coquix tiró todos los fallidos a un contenedor de plástico, luego, limpió con la manguera la carretilla con agua a presión. Satisfecho, dio por finalizada la tarea y volvió a silbar sus temas favoritos de siempre mientras se dirigía al interior de su casa. Se preparó un buen plato de caliente. La cocina, afortunadamente, no se le daba mal del todo. Viviendo sólo no le quedaba más remedio que aprender las leyes del fuego. Se tomó un vaso  más de vino tinto y se subió al piso de arriba a echarse una siesta como tenía por costumbre.

Al despertar, todo era un caos.

Había hecho falta un enorme trueno para hacerle salir de la cama dando un brinco. Con la manga de la camiseta del pijama limpió lo mejor que supo el vaho de la ventana. Aún era de noche. Afuera, una tormenta asolaba su plantación de cerebros. Chilló y maldijo elevando su potente voz por encima de la tormenta. Entre sus lamentos y los truenos le pareció haber escuchado como unos golpes provenientes de la puerta de entrada. Dejó de maldecir a todos los Santos y apóstoles que recordaba, y se dirigió a la escalera. Se acercó procurando no hacer ruido alguno. Llegó hasta la puerta y con mucha lentitud pegó su oreja a la puerta. Dos golpes más dados desde afuera como si fueran ejecutados con cadenas le hicieron dar un respingo. Le pareció oír una voz por entre medias de la tormenta. Sin pensárselo dos veces se dirigió al comedor, allí tomó de la pared su escopeta de caza, extrajo del cajón de la cómoda unos cartuchos y la cargó. Con ella amartillada se fue de nuevo a la entrada y abrió la puerta de golpe.
En un primer momento no vio a nadie. Luego tan solo le dio tiempo a ver como algo indefinido con cola le saltaba desde el rellano de la entrada a su hombro y de este a su cabeza.
De haber podido se habría santiguado y encomendado su alma a la virgen de la Asunción,  pero su sorpresa había sido tal, que ni se le había pasado por la cabeza tal cosa. Intentó quitárselo tirando de su cola. Era articulada, de aspecto al tacto metalizado. Recordaba a los tentáculos de los pulpos. Le dio el tiempo de descubrir que no era una única extremidad la que salía directamente de aquel cerebro huido de la gran tempestad. Eran varios tentáculos los que blandían el aire azotando quizás a enemigos imposibles de ver e imaginar. Sintió un dolor intenso que le recorrió de la cabeza a los pies, igual que si hubiera recibido una descarga eléctrica. De alguna manera intuyó que se estaba jugando su vida y que si no hacía algo de inmediato el fin de su existencia iba a ser inminente. Con toda su fuerza apretó con sus dedos en la parte más blanda del cerebro. Sus dedos atravesaron la superficie manchándose de una sustancia viscosa. Sin importarle lo que pudiera pasar, tiró con fuerza consiguiendo se desprendiera de su cráneo con un potente sonido agudo.

EPÍLOGO

 Cerca de un año después del incidente vívido por el señor Coquix, la revista World Things publicó un artículo en el que hablaba de un granjero que se había hecho rico en España vendiendo sesos al jerez y en salsa curri. Fue portada en la revista Forbes y Apicius.

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