Viur, capítulo 9: Freiberg y la familia de Viur

El Arca de Luis03/29/2025 Luis García Orihuela
  

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Luis García OrihuelaBiografía de Luis García Orihuela

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Recuerdo bien aquella tarde de finales de febrero. Ya había hablado con el doctor en otras ocasiones sobre mi madre, pero quizás, por ser una mujer gris y anodina, si en algún momento de su vida tuvo interés su historia personal —cosa que honestamente lo dudo— pronto dejó de tenerla. Sin embargo, aquel atípico día de febrero, donde los momentos soleados se transmutaban en nublados ventosos, el bueno del doc. me sorprendió instándome a que habláramos en dicha ocasión de mi padre. Decir que aquel jueves hablamos de mi padre sería una perífrasis, un rodeo a la realidad de aquel momento concreto, pues fue más bien un monólogo: yo hablaba, y Freiberg, atendía con algún que otro asentimiento de cabeza, el justo, para que yo supiera al verlo, de que seguía el hilo de mi narración.

Mi padre, a quien llamaré el Sr. Equis (por motivos obvios de guardar el anonimato) ejercía de químico para una importante firma farmacéutica, si bien, no se podía decir de él, que fuese un químico mediocre —se le podría considerar por encima de la media— tampoco por otro lado podía entrar a formar parte de algún hipotético pasillo de la fama que contuviera una estrella dorada con su nombre rotulado en su interior. De hecho, dedicó varios años de su vida, (al menos que supiésemos la familia más allegada), en intentar inventar un spray desodorante que no provocara esa gélida sensación tan habitual y molesta al ser usado en los sobacos.

 —¡Diablos! —Dijo Freiberg mostrando una alteración impropia en él, tan fría y metódica como lo eran siempre los desodorantes— pues es una buena idea a pesar de todo. ¿Lo consiguió finalmente?

 —No, en ese invento fracasó, y a lo visto bastante estrepitosamente, incluso se dio el caso de alguna denuncia interpuesta por personas que se prestaron, a cambio de algunas monedas, a hacer de conejillo de indias. Algunas de las pruebas realizadas ocasionaban efectos secundarios, como erupciones en la piel o abrasamientos de cierta importancia.

 —Comprendo. Dice que en este caso no hubo suerte; entiendo pues, que en algún otro invento sí que la hubo.

 —Así es. Inventó el doble agujero para los envases de zumo, leche y similares, evitando así el molesto sonido del vacío creado al sorber en los breaks. Una idea brillante sea dicha de paso.

 —¡Su padre es…!

 —Así es. El Sr. Equis.

 —¡Oh! ¡Qué me dice! Pero entonces usted ha de ser inmensamente rico. Como descendiente directo… —dijo todo alborozado— leí en las notas de sociedad que murió el año pasado, aunque no mencionaron nada respecto a las circunstancias, o a su herencia, aunque claro era de esperar el que no lo hicieran; con los tiempos que corren hay que andarse con mucho cuidado... Por cierto, le doy mi más sentido…

 —No se preocupe. No me dé nada…Una vez muerto, ya poco importa el resto. Mi padre es cierto amasó en muy poco tiempo una gran fortuna gracias al “segundo agujero”, pero hasta llegar ahí los comienzos no fueron nada fáciles. Aquel no fue el único invento de mi padre de importancia, tuvo otro que pudo haber sido incluso más genial que el del doble agujero, y no fue otro que el del plato anti deslizante para flanes.

 —¿Qué me dice, Viur? Es una idea fantástica. Digna de una mente brillante. Pero nunca oí hablar de dichos platos. ¿Qué ocurrió?

 —La idea pasó por varias fases de experimentación. Una de las pruebas que más se acercó a lo que buscaba conseguir fue un plato en cuya superficie fabricó una especie de cuadradillos con relieve para evitar así que los flanes pudiesen resbalar sobre ellos. Hizo pruebas parecidas con círculos y pirámides.

 —¿Y no sirvió ninguna?

 —Así fue. No sólo no hacían buena base los flanes, sino que eran complicados de limpiar después los platos. Entonces, un día, observando a mi madre cómo cosía, le vino la inspiración que necesitaba al verla tomar una gran aguja de las de hacer ganchillo.

 —¡Vaya! Debió de ser un momento peliagudo. —dijo Freiberg dejando escuchar una risita apenas sofocada por lo que él debía de pensar había sido una frase magistral y muy ocurrente.

 —Lo siguiente que hizo, fue, por tanto, añadir un pequeño pincho en el centro del plato con la altura suficiente, de forma que al volcar el flan y dejarlo fijado, éste de paso perforase el envase facilitando al entrarle aire que el flan se desprendiera sin problema alguno del envase. En las pertinaces pruebas posteriores que se realizaron se encontraron una vez más con nuevos problemas.

 — No me diga...

 —El susodicho flan no se resbalaba por el plato en circunferencias desde su eje central, pero al ser tocado por la cucharilla rotaba sobre si mismo, dificultando así su ingesta. De hecho, uno de los empleados de la fábrica de mi padre a punto estuvo de terminar ciego de uno de sus ojos al intentar lamer el caramelo sin tener en cuenta el pincho de su centro.

 —¿Y cómo lo solucionó?

 —La solución pasó por añadir un segundo enganche o pincho al plato. De esta manera los flanes no solo quedaban fijados al plato, ensartados, sino que se impedía de esta manera su rotación sobre sí mismo. Al extremo de los pinchos se ofreció unas cabezas en forma de bola que podían colocarse una vez dejado el flan para evitar el riesgo de pincharse. 

 —Entonces, ¿se comercializó finalmente? —preguntó Freiberg altamente interesado.

 —No pasó los requisitos de los controles de seguridad, el informe recibido aludía al peligro inherente al utilizarlo y ahí quedó todo. Una pena.

 ««Dile lo del perfume... anda, cuéntaselo a Fre—i—berg —dijo Cursiva arrastrando cada una de las sílabas que conformaban el nombre del doctor»».

 —Por aquel entonces mi padre era muy «mirao» o coqueto al uso. Gustaba de ir emperifollao durante todo el santo día; desde que se levantaba y, era de despertar temprano, hasta bien entrada la noche; siempre vestido de traje oscuro y camisa blanca, zapatos tintados de riguroso luto y ¿sabe? con el cabello a modo de corte militar, y bajo su fina y estrecha nariz, un bigotito siempre bien recortado a lo Erroll Flyn, que tanto era capaz de encandilar a las mujeres con aquella cuidada arquitectura sinuosa bajo su recta nariz, siempre tan bien afeitado y perfumado, la cual le confería aquel aspecto de marqués con que luego sería conocido cuando la prensa y los medios de información se cebaron en él debido a los inventos realizados. Pero me estoy alejando de la conversación, disculpe Freiberg, el caso es que, con los bolsillos apenas llenos en aquella época de incipiente crisis, no le daba más que para comprar apenas algún cigarrito... y en vez de colonia, ¿sabe lo que hacía para ir siempre totalmente perfumado? Se compraba y luego cambiaba de frasco a otro más suntuoso, ambientador para coche. 

 La sesión había terminado, y un jueves más me encontraba en la puerta de la calle sin recordar haber salido. Sentía siempre un cierto alivio, como cuando hablaba con Cursiva, pero, por otro lado, en mi fuero interior, presentía que algo no marchaba bien, y aunque la cita de los jueves me habría recuerdos perdidos, estaba seguro que había algo que se me escapaba. Era como esa sensación que nos viene cuando intentamos recordar el nombre de alguien y no lo conseguimos, pero que sin embargo nos parece estar a punto de hacerlo y decimos que lo tenemos en la punta de la lengua.

Decidí pasar el fin de semana recluido en mi casa y descansar, pensar.

 

 

 

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