El fin de semana de Viur, capítulo 10

El Arca de Luis04/15/2025 Luis García Orihuela
  

POSDATA Digital Press | Argentina

Luis García OrihuelaBiografía de Luis García Orihuela


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Imagen creada por posdata digital press para Viur, con IA

Aquel fin de semana tal y como había decidido al salir de la casa de Freiberg, permanecí aislado en mi casa, lejos de todo y de todos, y regodeándome espatarrado encima del sofá de cuatro piezas de mi silenciosa soledad con olor a palomitas recién hechas y al punto de sal. Un buen libro y, quizás, algo de música de Ella Fitgerald, podrían ser suficiente para conseguir hacerme feliz. Tampoco era mucho lo que pedía. Pero no fue así, al menos no aquel fin de semana en concreto, dónde el invierno ya parecía querer despedirse para dejar paso a la incipiente primavera que dejaba ver los primeros ramilletes de flores lilas por el sendero que conducía hasta mi casa, algunas de ellas entremezcladas con margaritas blancas y amarillas que adornaban el acceso a la entrada principal.

El día de antes, viernes, había salido y subido al tren como solía hacer habitualmente cada mañana. Al regreso había leído un rato lo que me quedaba por terminar de El guardián entre el centeno, de Salinger; buen chico el tal Holden, —el protagonista— aunque dilapidaba una pasta en taxis. En fin. El caso es que después de cenar un sándwich vegetal un tanto sospechoso en su textura y colorido, cubierto por una fina capa de mayonesa, me había acostado como si tal cosa... tan ricamente diría yo. A eso de transcurridas unas dos horas, o puede que incluso algo mas tarde, desperté con toses, y lo que es peor, con un impresionante dolor de estómago y de cabeza. El maldito sándwich había decido utilizar mi estomago desde dentro como un enorme saco de boxeo, y el muy hijo de puta era un consumado artista del gancho en la corta distancia. El resto de la noche transcurrió con reiteradas visitas aceleradas al cuarto de baño... entre uno y otro raund. 

Al amanecer, tenía fiebre, seguía con dolor de cabeza, picor de ojos, la nariz tapada; de tal forma que si intentaba respirar, producía una serie de sonidos más propios del Hades que de ningún otro sitio. Y de mi estómago ¿qué decir? Un equipo completo de rugby no habría hecho mejor trabajo de acoso y derribo. ¿Qué hacer? Las piernas me flojeaban y aunque me costaba reconocerlo, no aguantaba mucho rato de pie. Las piernas se me doblaban como dos pequeños juncos en mitad de un huracán. Estaba débil, enseguida me sentía mareado y con angustia. ¿Por qué vivía sólo? Eran esos momentos de debilidad cuando mas echaba en falta la presencia de una compañera, de una novia, o incluso quién sabe si de una esposa.

Lo pensé varias veces sin llegar a decidirme, imagino que por causa de la fiebre el pensamiento me iba y venía una y otra vez sin poder llegar a definirse en una frase completa o una idea con sentido. Mis ideas no llegaban a cuajar, y como olas moribundas llegaban a la orilla, humedecían mi cerebro y regresaban atraídas quién sabe por qué. Entonces, me tocaba volver a comenzar desde el principio, igual que cuando enfermo contaba las flores del papel de la pared. Tendría que pedir ayuda. ¿Pero a quién? Me dejé caer abatido y vencido en la butaca roja de la sala y tomé el teléfono de la mesilla.

««¿A qué esperas? No tienes a mucha gente a quién recurrir en busca de socorro. Tu agenda es más exigua en números de teléfono que detalles hay en la cortina de la ducha»».

Cursiva tenía razón una vez más. La cortina de la ducha apenas tenía unos pocos dibujos en su faldón, seguramente puestos para indicar que la cortina terminaba justo allí. Resignado a mi destino marqué y esperé contestación. Sonó varias veces el tono de llamada. Finalmente contestaron al otro lado de la línea.

—¿Si?

Era ella. Me quedé sin saber que decirle nada más escuchar su voz contestándome y corté la llamada. ¿Qué iba a decirle después de tanto tiempo? Hice memoria. Seguramente que desde el entierro de mi difunto padre no había vuelto a ver a mi tía por parte de mi madre. Nuestra relación nunca había sido lo que se dice muy buena. Nos veíamos por Navidad y poco más. Mi madre la invitaba a venir a cenar en Nochevieja (aunque siempre sospeché era ella, mi tía Leocadia, quien se auto invitaba a cenar). Yo creo que desde siempre lo hizo. Entre nosotros cuatro la llamábamos la tía Locadia.

««¡Cobarde! —Espetó abruptamente Cursiva sin ninguna piedad y trayéndome de regreso al mundo presente y terrenal»».

En esta ocasión, apenas llegó a sonar el timbre, tía Locadia contestó. Pensé debía de haberse quedado a la espera por si la volvían a llamar.

—¿Si? ¿Quién es? —Preguntó con una cierta dureza en sus palabras, no exentas de curiosidad.

¿Qué forma era esa de iniciar una conversación con un «¿Si?». Estaba claro que no tenía mi número de móvil memorizado en su terminal. También podía ser que nunca antes la hubiera llamado con dicho número. En su caso, ella era de las que conservaban pasase lo que pasase el teléfono sin cambiar de compañía por más perrerías que ésta le pudiese hacer. Se moriría teniendo aquel número.

—Soy Viur, tía… Tu sobrino.

—¿Viur? Ah ya, no te recordaba con ese nombre que te pusiste tan... ¿has sido tú quien me ha colgado hace un instante?

—Si. Lo siento, toqué una tecla sin querer —dije mintiéndole para salir al paso— Estoy con fiebre y me dio de estornudar en ese preciso momento en que contestabas a mi llamada.

—Comprendo. ¿Has dicho que tienes fiebre? —Preguntó dando por zanjado ya el tema de haberle colgado— ¿Cuánto tienes? ¿Es gripe?

—Pues… la verdad es que no lo se…

—¿Y eso cómo es? —Lo dijo con voz firme y con autoridad, más un cierto grado de incredulidad muy propio de ella. Nunca se creía de primeras nada de nadie.

—Tenía un termómetro de esos de mercurio… Pero a saber ahora por dónde parará. 

—Bien, no te muevas de ahí. No vayas a salir a la calle así como estás. ¿Me has oído, Viur?

—Descuida, ni por asomo se me ha pasado por la cabeza dicha idea. Tengo la frente ardiendo.

No abría pasado más de una hora, cuando tía «Locadia» llamaba a la puerta. El timbre se dejó oír por toda la casa, sorprendiéndome con su melodía de «Ding dong…», la misma que en casa de Freiberg, curioso. Desde siempre habíamos tenido aquel sonido de timbre. A mi madre le gustaba por ser igual a la del Big Ben de Londres, entendía que de esa forma la mansión se convertía en más solemne y señorial, y eso sin lugar a dudas debía de ser bueno, pero eran tan pocas las ocasiones en que alguien llegaba hasta allí, había pasado tanto tiempo, que ni recordaba su existencia. Me dirigí todo lo rápido que pude a abrirle, sabedor que de no hacerlo enseguida tiraría la puerta abajo apretando el interruptor del timbre.

—Ya era hora. ¿Acaso estás también sordo —dijo irrumpiendo por la entrada como un toro desbocado. Un minotauro hembra recorriendo el laberinto que conformaban los muchos pasillos de la casa.

««¡Huf! Estamos perdidos. Con las maletas que trae esta viene a quedarse y para tiempo»».

Si la santa que llevaba su nombre fue perseguida por el gobernador Daciano, apaleada y encarcelada, mi tía Leocadia no andaría muy lejos de terminar siendo patrona de alguna ciudad a poco que se lo propusiese. En un visto y no visto me encontré metido en la cama de mi alcoba, con un paño humedecido sobre mi frente y el termómetro de mercurio aprisionado en mi boca, (a ella le bastó dos minutos para encontrarlo Yo lo había buscado sin éxito por todos los rincones de la casa…) me recordó a mi madre, al sacudirlo enérgicamente antes de dármelo. A los cinco minutos me lo sacó de la boca como si me extrajera una muela con caries, y a los seis, ya estaba llamando al doctor para que viniese a visitarme a mi domicilio. A los diez minutos yo maldecía para mis adentros y me recriminaba por haberla llamado. Pero ya era tarde y no tenía remedio. Estaba rendido, con el cuerpo dolorido en las articulaciones, la cabeza embotada y flotabunda. (3)

(3)flotabunda: El termino es una licencia del autor y no existe en la RAE. Vendría a equivaler a una sensación de sentirse liviano, ligero, algo similar a un globo de gas. N.A.

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