Luna de miel

Aquel día y con apenas veintidós años, Victoria sumó a su vida el riesgo de una observación desprejuiciada.

Columnas - La Cima Del Tiempo 01/09/2022 Sil Pérez

VICTORIA OCAMPO Victoria Ocampo. Foto:Clarín

Posdata Digital | Argentina


    FOTO PERFILPor Sil Pérez | Escritora

                                                            

Publicación original:19/10/2018


                                                                             

     Luna de miel                                                        

“En el momento en que lo vi de lejos, su presencia me invadió. Sólo nos saludamos esa noche, entre mucha gente. Pero yo lo miré como si temiera no volverlo a ver”.

                                                                                                                                                  Victoria Ocampo.

 "He visto unos ojos irónicos e inteligentes. Me gustan. Aunque sé lo peligroso que es mirar dentro de esos ojos", Victoria comentó a una amiga cuando lo conoció aquella tarde de primavera. Ella, mujer desafiante y poco convencional, no andaba con vueltas.

Aquel día y con apenas veintidós años, Victoria sumó a su vida el riesgo de una observación desprejuiciada.

 —Su mirada me resulta graciosa —señaló con ímpetu arrogante y atrevido.

—Me llamo Luis "Mónaco" Estrada.

Con el tiempo y algunos pasos que el destino enhebró, unieron sus vidas al látigo obligado del juramento. Pero el abordaje del centenario traería fuegos no solo artificiales...

 Encauzados en el ritual de una larga luna de miel, juntaron sus ropas y diferencias. Y, en la quinta de San Isidro, armaron las valijas hacia el Primer Mundo. Fue una travesía que la flamante señora Ocampo de Estrada y su esposo don Manuel emprendieron y que duró treinta días.

 En tanto, el océano iba ahogando en su trayecto una pasión que, como migajas de pan, el viento expandió. Pero Roma es, para los avatares del corazón, un destino predilecto. Allí y sin que la ocasión mediara razón, se cruzó con un primo de Estrada. Un transeúnte que el destino guiñó con la mirada pícara de la seducción.

 Ocurrió un tres de abril y la luna, estaqueada en el azul intenso, incendió sus rostros. Victoria se entregó a los rayos burlones de su mirada. Su nombre: Julián, Julián Martínez.

 "Miré esa mirada, y esa mirada miraba mi boca, como si mi boca fuesen mis ojos". Con determinación, esas palabras catapultaron al hombre que cautivó a una mujer vigorosa y osada. Como siempre lo había sido Victoria. Pero Julián solía deambular por los pasillos de los placeres. Tan cautivantes eran sus encantos que hasta Coco Chanel había caído en sus redes.

 Los días transcurrieron, y París, esa confluencia urbana bañada por el Sena, desnudó la piel de dos cuerpos furtivos. El ballet de Nijinsky fue la excusa perfecta.

 Victoria y Manuel regresaron a los faroles arrabaleros. Y, aunque nadie estuvo ajeno a comentarios, la ceremonia continuó. Las visitas sociales, los teatros y el ala aristocrática atravesaban, con gran destreza, los muros inquebrantables de la hipocresía.

 Pero el paladar de los victoriosos saboreaban la distancia. Las lecturas de sus libros preferidos eran también punto de encuentro. Deambulaban por la florería El Túnel, la más cercana. No se tocaban; solo se miraban con lujuria y desesperación. Gath & Chaves solía ser vidriera de esa frecuente clandestinidad. Un juego perverso que los mantenía en vilo. Al extremo de lo prohibido. En la cima de besos sigilosos, yacía la humedad brotada de una sed acumulada. Horas destinadas a la inquietud trazada por el deseo, por la piel que sellaba, en un grito, el placer consumado.

 En tanto las huellas dejaban paso a las escapadas, recordé que el viento es sedimento cómplice de la corteza del tiempo. Y, esa tarde soleada de primavera, entregué mis memorias a la sombra rotunda de un viejo algarrobo. Aromas irreverentes de aquella intelectual apasionada.

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