Mi vecina es amable

Ella es amable; siempre golpea mi puerta para pedirme un poco de azúcar

Columnas - La Cima Del Tiempo 18/09/2022 Sil Pérez

Mi vecina es amable Foto:Twitter


POSDATA Digital Press | Argentina

sil Pérez Por Sil Pérez | Escritora | Poeta| Miembro directivo de SADE, Lomas



Cae la tarde; el cielo cierra sus puños y, en ese apretar, va dejando una estela rojiza. Pareciera de dolor, pero es suave. Hoy regreso a casa un poco más tarde de lo habitual. Es viernes; el tráfico es más intenso que de costumbre. Hasta llegar a casa, el camino va trazando un círculo de sosiego. Finalmente, una puerta doble de madera colonial se abre generosa y me invita a ingresar al mundo de lo posible.

Me desprendo de todo lo que sujeta mi cuerpo. El aire grisáceo de un día intenso. Abro los ventanales, como si el arbusto de enfrente y sus hojas chamuscadas fuesen a darme consuelo. Lentamente me libero de la angustia y de la inmediatez. El living es amplio, de paredes bañadas por tonos terracotas. Un óleo que me inspira y me relaja. Cierro los ojos y, entre una maraña de blues y de jazz, tanteo el disco de Coleman. (Ventajas de una montaña seleccionada de vinilos desparramados). En ese montículo de reliquias, extiendo mis brazos desnudos y me aferro al de Hawkins y al de Lester Young. (Mis preferidos).

Abro mis ojos y, mientras mis músculos agrietados comienzan a relajarse, preparo un té con limón. Algunas galletas que distraigan mi atención entre un crujiente sabor de recuerdos. En tanto, el cielo va resolviendo los colores, que poco a poco matizan la noche.

De repente, un feroz estruendo atraviesa la puerta. La destroza en dos refucilos. Dos erupciones devastan el silencio. Busco las pantuflas que habían quedado sepultadas debajo de la cama. Tardo unos minutos. La puerta retumba por tercera vez.

Asomo lentamente por la mirilla: puedo ver una cabellera blanca. Un capullo con forma de esfinge, plantada en la puerta de casa. Es Olga. Ya no sé cómo esquivarla. Ella es amable; siempre golpea mi puerta para pedirme un poco de azúcar. Me encantan sus buenos modales, pero no le abro. Y, aunque mi gesto resulte desatento, confieso que mis tiempos ahora tienen selección.

Observo en su insistencia una soledad anunciada. Ahondando más allá, sé que no es solo azúcar su carencia. A veces creo que su vida se encuentra vacía. Escasa de cosas inmateriales. Sí, de llamadas de nietos, de alguna sobrina que merodee la casa o que esté jugando a las escondidas. Ni siquiera le conozco una mascota. Olga es muy dulce, pero su alma llora.

Ese mundo que percibo son huellas de abrazos perdidos. Retoños de sonrisas que se escapan, tal vez por la mirilla del olvido. Habitualmente sale de compras, a la hora en que yo ingreso. Justo, casi siempre, se olvida de comprar azúcar.

Ella se refugia en un manto blanco y dulce. Y yo busco, en mi silencio, el hueco que me aleje del bullicio. Son mis oídos un pozo de tierra mojada. Mientras tanto, las aberturas de la puerta resisten al sismo del cuarto llamado.

Y es que esa puerta de noble persistencia es, a esta altura, un muro que sostiene dos abismos. Ahí tiene su sepultura el ruido. Porque ya no es Olga quien toca, ya no soy yo quien la niego. Es el ruido que se aleja de mi cuerpo, de mis sentidos. Ya no tengo prisa. Soy tiniebla de mis ecos. Soy muda de mis razones. Soy agua mansa de mis asperezas. Porque aprendí a escuchar el sonido de los latidos. Porque las tristezas se escapan de mi cuerpo, como agua entre los dedos. Porque cada vez escucho menos y me aferro a la solidaridad de mi existencia. A la aventura extrema de arrojarme al silencio.

Ese manto que me quema. Soy esclava de su llanto. No me acostumbro a las melodías ambiguas. A los rascacielos de hipocresía. Mi cuerpo se esconde detrás del ronroneo de las trompetas. Un zumbido que resuena desde los laberintos de mi soledad. No necesito azúcar. Tal vez otro será mi condimento: es igual. Las paredes de esta gran muralla me estallan en la incipiente música afroamericana. Un zumbido de sombras, de clarinetes, trombones y de violines acompañan la armonía simulada de mis días.

Decido enfrentar esa puerta. Olga ya no está allí. Ella y sus fantasmas de dulce glotonería han partido. Y yo petrifico mi presencia ante ese umbral de madera. Ya no me pertenece ese acceso. Porque, ahora que recuerdo, dejé el disco de Coleman justo en el tema Body and Soul. El temblor de esas trompetas retumba de tal manera que ya no siento puertas a mi alrededor.


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