Millonarios que murieron sepultados por su basura
La vivienda de dos hermanos en Harlem fue llenándose de objetos, periódicos e inmundicia durante varias décadas. En marzo de 1947, el menor, quedó atrapado en una montaña de basura y condenó a su hermano a una horrible muerte
Enigmas26/10/2018CVA Producciones IntegralesPosdata Digital| Argentina
Los hermanos Homer Collyer y Langley Collyer nacieron a finales del siglo XIX con el dinero como castigo. Su padre, Herman Collyer, ginecólogo, y su esposa, Susie, cantante de ópera, tenían fama de extravagantes, entre otras cosas porque a él le gustaba ir en canoa a su trabajo en el hospital de la isla de Blackwell. Remanente tal vez de la fuente de dinero de la familia: su padre había sido uno de los mayores constructores de barcos del río Hudson.
La falta de seso de los Collyer la suplían con una billetera a punto de reventar. Así se pudieron costear una casa en el entonces exclusivo barrio de Harlem. Una mansión de cuatro plantas de arenisca granate sirvió de escenario al drama de su vida. Los hermanos crecieron allí sin que nunca les faltara nada gracias a la fortuna familiar. Homer estudió en la Universidad de Columbia para ser abogado de almirantazgo y Langley, que tocaba el piano, ingeniero, pero apenas llegaron a ejercer sus oficios. No lo necesitaban.
Langley Collier, en una fotografía de 1946. Foto: ABC.es
Al principio, la vida de rodríguez sonrió a los hermanos. Se dice que trabajaron un tiempo y participaron con normalidad en la vida social. La muerte de sus padres no logró hundirlos pero aumentó sus rarezas. Gracias a la herencia pudieron afrontar sin apuros el Crack del 29, que fulminó los ahorros de miles de familias. La perturbación de los Collyer no fue así de tipo económica, sino motivada por un derrumbe en su salud.
En 1932, Homer, el hermano mayor, perdió la vista a causa de un derrame cerebral que le causó daño en ambos ojos. El joven abogado no abandonaría más el número 2078 de la Quinta Avenida. Sobre los hombros de Langley cayó la responsabilidad de cuidarle e internarse en las calles de Harlem en busca de suministros. No obstante, el menor, el ingeniero, transformó en pocos años sus extravagancias en auténtica locura. Se negó a creer que la ceguera de su hermano fuera definitiva e ideó para él una receta consistente en consumir cien naranjas a la semana, pan integral y mantequilla de cacahuete. Por supuesto, la enfermedad nunca remitió, si no al contrario la falta de movilidad paralizó las piernas de Homer.
En 1932, Homer, el hermano mayor, perdió la vista a causa de un derrame cerebral que le causó derrames en ambos ojos
Langley Collyer empezó a transportar a la vivienda objetos de todo tipo, desde periódicos, libros y latas de conservas, hasta ametralladoras antiguas, instrumental quirúrgico, rastrillos, acordeones, violines, trompetas, pianos de cola… Recorría la ciudad por las noches buscando todos estos tesoros y solo entraba en licorerías y lugares transitados para comprar whisky con «fines medicinales». Entre las piezas más extrañas que logró reunir se contaba una máquina de rayos X, varios esqueletos de caballos y vacas, vísceras humanas, un Fort T e incluso una piragua similar a la que su padre usaba para ir a trabajar.
El síndrome de Diógenes
En una oda al síndrome de Diógenes, los hermanos acumularon cerca de cien toneladas de basura en cuestión de catorce años. Langley pretendía crear un gigantesco periódico con las noticias de los años que llevaba su hermano enfermo, de modo que cuando recuperara la vista pudiera ponerse rápidamente al día. Lo irónico del asunto es que, para entonces, eran los hermanos quienes ocupaban las páginas de esos mismos diarios. La reclusión de los acaudalados hermanos disparó la imaginación de los neoyorkinos, que especulaban en las calles, en las tiendas y en las cafeterías sobre los tesoros escondidos en la fortaleza Collyer. Su reclusión se convirtió en un misterio.
De 1938 data su primera aparición en los periódicos, cuando Helen Worden, reportera del «Wold Telegram», se hizo eco de la historia de unos hermanos que vivían como ermitaños a pesar de que en su casa guardaban alfombras orientales, antigüedades, libros y montones de dinero. Unas declaraciones arrancadas a Langley revistieron de filosofía antisistema su locura: «No tenemos teléfono y hemos dejado de abrir el correo. No puedes imaginarte lo libre que nos sentimos». Cuando la periodista le preguntó por su atuendo dijo que no podía ir vestido de otra manera porque le atracarían.
Los reyes del castillo
La casa, parecida desde fuera a una fortaleza, se convirtió con el tiempo para ellos en una prisión. Sobre todo desde que la ampliación de la ciudad, las obras del metro y el incremento de la población afroamericana transformaron Harlem en una zona marginal. Mientras las familias pudientes huían a otras partes de la Gran Manzana, los hermanos Collyer se atrincheraron en su castillo y rechazaron mudarse con sus padres, en 1919, a un lugar más exclusivo.
Detalle del interior de la vivienda
Langley, calificado por otro periodista como un hombre de apariencia fantasmagórica, llegó a ser acusado en estas informaciones de haber matado a su hermano, al que nadie había visto desde hacía siglos... El acoso de la prensa y de los curiosos aumentaron la paranoia de los hermanos. Aparte de cortar la línea telefónica y desconectar el timbre de las puertas, Langley ideó toda una serie de medidas defensivas que incluyeron trampas y una red de túneles fabricados con basura.
Dado que el suministro de luz y agua llevaba años cerrado, la casa devino en un lugar inexpugnable, tan peligroso para los que intentaban entrar como para los que se movían a oscuras por sus pasillos.
No se conocieron novedades de los hermanos hasta 1942, cuando dejaron de pagar la hipoteca de la casa. El banco amenazó con desahuciar el inmueble, enviando una cuadrilla de limpieza que Langley recibió con violencia. Tampoco los agentes de policía fueron capaces de traspasar aquellos muros de basura tan compactos. Pero, antes de que se llegara la caballería, Langley desplegó un cheque de 6.700 dólares para solventar el asunto. La verdad sobre los ceros que contenía la cuenta bancaria de los hermanos huraños nunca se ha podido aclarar, pero desde luego el cheque alejó a los acredores sin más preguntas.
El drama de marzo
A finales del invierno de 1947, una de las columnas de basura aplastó a Langley, concretamente una formada por periódicos y revistas que empleaba para hacer barricadas en las ventanas y túneles de comunicación. Se enganchó con una de sus trampas, cuando iba a llevar la cena a su hermano, y fue incapaz de salir de ahí. Nunca se pudo determinar el día exacto de su muerte, puesto que fue el fallecimiento de Homer, incapaz de salir de la casa, la única que pudo documentarse in situ.
El 21 de marzo, la llamada de un vecino alertó a la policía de un olor horrible que emanaba de la casa. La policía y los bomberos se abrieron paso a través de la monumental basura de la casa y de la multitud congregada. Pronto descubrieron que detrás de las ventanas habían levantado muros y de que las puertas atrancadas lo estaban por cientos de objetos incrustados. Las ratas poblaban los túneles laberínticos y era una tarea hercúlea avanzar siquiera un metro. Solo tras mucho esfuerzo se halló por la tarde un primer cadáver. El hermano ciego y paralítico apareció sentado en una silla, vestido como un vagabundo, con la cabeza apoyada en las rodillas. Se pudo determinar por las pruebas forenses que había muerto hacía unas horas a causa de inanición y falta de agua.
Las autoridades tardaron cosa un mes en vaciar la casa de basura. Tras lo cual ordenaron demolerla hasta los cimientos
Para encontrar a Langley fue necesaria una semana, a pesar de que el cuerpo solo se encontraba a unos metros de su hermano. El cadáver estaba en avanzado estado de descomposición y mordisqueado por las ratas. Vestía tres chaquetas, cuatro pares de pantalones e iba descalzo. Suyo había sido el hedor que había atraído a la policía, lo que se traduce en que Homer tuvo que soportar la agonía de ver apagarse poco a poco la voz de su hermano y, con su silencio, advertir cómo su cadáver se iba pudriendo a poca distancia de él. Su agonía fue plena cuando vio que al paso de los días nadie acudía a ayudarle. La férrea prisión no dejaba escapar ni los gritos.
Fuente:ABC.es
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