Aquella casa alejada de la mano de Dios, parte II

Regresé a la casona con la sensación de haber sido derrotado. No fue el único suceso extraño aquel día.

El Arca de Luis10/05/2019 Luis García Orihuela
  

WhatsApp Image 2019-10-04 at 11.33.14Composición fotográfica:Luis García Orihuela

Posdata Digital Press | Argentina

Luis Gracia OrihuelaPor Luis García Orihuela | Escritor | Poeta | Dibujante


AQUELLA CASA ALEJADA DE LA MANO DE DIOS

(PARTE 2 – FINAL)

 

La primera parte: aquella-casa-alejada-de-la-mano-de-dios

Regresé a la casona con la sensación de haber sido derrotado en aquel desafío de observación. No fue el único suceso extraño aquel día.

Al rato de haber regresado a la casona, salí con una botella de agua fresca y me senté en uno de los troncos cercenados que bordeaban las inmediaciones. Por la cabeza todavía me daba vueltas la imagen del lago. Estaba convencido de que había algo fuera de lugar, ¿pero qué era? Era algo similar a cuando se hace un crucigrama y te falta una palabra que tienes en la punta de la lengua. No es que no la sepas, es que no la recuerdas a pesar de saber que la tienes ahí, a flor de piel. Fue entonces cuando una joven montada en una bicicleta apareció de repente haciéndome dar un respingo, ya que no esperaba encontrarme con la presencia de nadie. Frenó al verme a pocos metros de dónde me encontraba.

Se presentó diciéndome vivía junto al lago, en una pequeña casa situada sobre la cima más alta. Era la hija del guarda forestal. Se mostró muy sorprendida de mi presencia en la casona (le hizo gracia me refiriese a ella de esa manera). Al parecer nadie había informado a su padre de mi presencia en la zona. Me preguntó por las dos figuras aladas, cosa que me extrañó hasta que ella me dijo eran una obra realizada por ella con gel de sílice, un absorbente de agua sacado a partir de silicato sódico. Aunque decía llevar una prisa de mil diablos, en palabras de ella, no por ello dejó de darme su lección sobre su obra, aquellas dos figuras aladas a las que ella se refirió como ángeles guardianes de la casa. Me conminó a no salir de la casa si cambiaban del color azul al morado, o al rosa. De pronto, miró hacia el cielo y me dio la impresión de que buscaba algo con la vista. «He de volver al refugio. Mi padre está al llegar». La joven subió al sillín con un movimiento elástico que me hizo pensar el Monique. De pronto me di cuenta de que me estaba diciendo algo desde los árboles. Los señaló y me pareció oírla decir que tuviera cuidado no me pasara lo que a los árboles que estaban con aquellos cortes tan extraños.

Por primera vez desde que llegara y me instalara en la casona, aquella noche dormí mal. Primero di vueltas y vueltas sobre la cama. No conseguía conciliar el sueño. Me sentía igual a cuando en el trabajo buscábamos una frase acertada para una campaña publicitaria. No daba con ella. Y en mi caso, la frase adecuada era descubrir que era lo que había de extraño en el lago. Al final debí quedarme dormido por el cansancio del día vivido.

Estuve soñando sin ser consciente lo hacía. En mi sueño me encontraba en la casona y llegaba un coche no muy moderno hasta la zona cercana a la casa, de él descendía la chica de la bicicleta. Vino hacia mí y quise saludarla por su nombre, pero entonces recordé que no me lo había dicho, ni yo, el mío a ella. Al llegar a mi altura y hablarme, me di cuenta que quien me hablaba era Monique y no ella. La chica se había convertido en Monique o al revés. Me sonrió con picardía en su mirada. «Eres Monique, ¿verdad? Pues claro mi dulce François… ¿Quién sino?» Fui a decirle algo, decirle que no entendía nada, pero de pronto un potente e inesperado trueno me hizo enmudecer por lo inesperado y por su cercanía. Cuando ya dejé de escucharla, ella me dijo algo que no pude entender con claridad. En el sueño ella comenzaba a desvanecerse lo mismo que el coche… corrí hacia ella, sin saber si lo hacía hacia Monique o hacia la chica de la bicicleta. Sin saber siquiera el porqué corría. Llegué hasta dónde ella había estado, y entonces vi el primer rayo de la tormenta reflejándose en el lago. Desperté con esa rara sensación de quien ha regresado a su casa después de un largo viaje y aunque agotado, todo le parece bueno entonces.

Cuando desperté al día siguiente lo recordaba todo con meridiana claridad. Pensé en si mi subconsciente me había mandado un aviso. «Ey amigo, ¿a que estás esperando para volver con Monique? ¿Estás loco o qué? Ella en el fondo te quiere, y los dos os echáis de menos…» Decidí salir a distraerme como tantos otros días desde que llegara a la casona, y dejar, que las cosas se asentaran en mi mente por si solas. ¿Cómo se puede recordar lo que no se a oído? Pues lo hice nada más abrir la puerta principal. La chica —o Monique— me había gritado: «¡No salgas, no salgas!», pero… ¿de dónde no he de salir? ¿de la casona? Podía ser un aviso, de hecho en más de una ocasión me habían dicho que yo era muy sensitivo y por eso se me daban bien los anuncios publicitarios. Regresé dentro de la casa y al punto volví con los prismáticos (que usaba para localizar exteriores para los anuncios) colgando del cuello. Si había afuera algún peligro para mi integridad física con ellos podría ver lo que fuera sin necesidad de alejarme de la puerta más allá de unos pocos metros. Encaré los prismáticos y cuando ya me disponía a mirar por ellos, caí en la cuenta de qué era lo que no me cuadraba en el lago. Era el brillo que titilaba en su superficie. En la noche, como era en aquel momento, el lago seguía poseyendo los mismos reflejos brillantes que durante el día dándole el sol. ¿Cómo era ello posible aquello si la luna estaba oculta por una nube? La brisa con olor a lluvia pasó a ser un viento que tomaba una fuerza inusitada a cada segundo que pasaba. Giré la cabeza para mirar hacia los seres halados que en ese instante parecían protegerme de todo mal. Ahora eran de un tono violeta intenso, y sus alas se estaban tornando de un color rosado. Ningún otro día los había visto cambiar de color, tan solo variar su azul de intensidad a tonos más suaves. Me alejé unos metros de la entrada y observé con los prismáticos. El campamento junto al lago se veía con normalidad. Algún turista iba y venía de una tienda a otra. Entonces pensé en los caballos de alquiler, los animales es bien sabido que detectan o presagian cosas que nosotros somos incapaces de presentir. Mi corazonada no era infundada. Los caballos estaban nerviosos, alguien intentaba apaciguarlos aparentemente sin conseguirlo. De pronto ocurrió. Me vino justo girarme y ver como la puerta de la casona comenzaba a cerrarse a causa del viento que se había desatado. De soslayo vi como los colores de los alados se transfiguraban de uno a otro color a gran velocidad. Como si fuera un intruso me introduje en el interior, y desde allí observé el espectáculo dantesco de lo que estaba sucediendo. Las luces del lago, aquellos reflejos que se mecían en sus olas placidamente cada día, abandonaron el lago y este quedó totalmente oscuro. Se elevaron y comenzaron a volar igual que una bandada de aves. Pero no eran aves de ningún tipo. Los reflejos se agruparon en formación triangular, y de pronto, como si aletearan, se dirigieron al campamento a gran velocidad. Fue horrible. Aquellas cosas luminosas comenzaron a lanzarse furiosas sobre la gente del campamento, y cuando entraban en contacto con ellas las traspasaban destrozando músculos, tendones y huesos como si fueran brocas de un taladro invisible. Todo debió de durar unos pocos minutos que se hicieron eternos. Escuché varias detonaciones que debieron de ser fruto del guardabosque. Uno de los caballos consiguió escapar a duras penas de la masacre y llegar hasta las inmediaciones de la casona. Pude ver en sus ojos el terror cuando fue alcanzado por decenas de aquellos brillos. Entonces, aunque por breves segundos, pude observar lo que eran o parecían ser. Eran unos pequeños cuerpos de aspecto metálicos que recordaban el color del mercurio. Hacían con su aleteo un sonido como de planchas de aluminio al ser movidas con rapidez arriba y abajo, y en lo que podría decirse serían sus alas, al moverlas casi formando un ángulo de 360 grados cortaban todo a su paso como si fueran unas cuchillas de afeitar extremadamente afiladas. Ante mi, refugiado tras la puerta de la casa pude ver como lo atravesaban. Lo horadaban una y cien veces. Cuando cayó a tierra apenas quedaba nada de aquel noble animal, y un minuto después, había desaparecido todo rastro de él.

 Supongo que me puedo considerar afortunado por haber sobrevivido a aquel infierno de sangre y muerte que surgió aquel día del lago de Estaing. Las decenas de muertos que debieron de darse entre los campistas no fue un dato que se hiciera público. Quedó como una misteriosa desaparición que quizás fuera por decisión propia de ellos. Seguramente las autoridades pertinentes del lugar decidieron  —como hice yo en su momento— ocultarlo y no dar una noticia como aquella, que no solo sembraría el miedo entre la población, sino que ¿Quién la iba a creer?

 Una semana más tarde cerré aquella casa abandonada de la mano de dios, la casona de mis sueños, con los seres alados, que de alguna manera parecía que la  protegían de la presencia de aquellas cosas. La chica de la bicicleta y su padre sobrevivieron gracias a estar en un punto más alto. Como yo, pudieron refugiarse a tiempo en su casa. Pude verlos antes de marchar del lugar. El guardabosque había sido el autor de los disparos. Ellos tampoco sabían, padre e hija, que era lo que había ocurrido. Las investigaciones policiales fueron nulas del todo, ya que no pudieron encontrar rastro alguno de los desaparecidos, lo mismo ocurrió otro tanto con los caballos. Solo aquellos troncos devastados eran testigos mudos del suceso. Todo quedó como si nunca hubieran estado allí, como si nunca hubieran existido. Miré al lago por última vez. El sol estaba en lo alto e incidía en él bañándolo de destellos.

 Regresé a París y llamé a Monique.

 

 

 

 

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