El cuento de la fregona y el mástil de la bandera

Primer entrega de cuentos para niños pequeños. Obra literaria que forma parte del libro 'Cuentos muy míos" del destacado escritor español Luis García Orihuela.

El Arca de Luis 16/10/2019 Luis García Orihuela

EL CUENTO DE LA FREGONA Y EL MÁSTIL DE LA BANDERA - ImagenDibujo:Luis García Orihuela

Posdata Digital Press | Argentina

Luis Gracia OrihuelaPor Luis Gracía Orihuela | Escritor |Poeta |  Dibujante


EL CUENTO DE LA FREGONA Y EL MÁSTIL DE LA BANDERA

Terminaban de oírse a lo lejos las campanas de la iglesia anunciando que era el mediodía. Caía un sol de justicia, denso, ese tipo de sol del que todos se quejan llamándolo insoportable. El aire era pesado, pegajoso; diríase hacía difícil el respirar, quizás por ello en aquel cuartel militar alejado apenas una docena de kilómetros de la ciudad más cercana y, enclavado en uno de los puntos más altos de la montaña ya no quedaba nadie. Todo el personal militar y civil hacía apenas unas horas que habían partido hacia un nuevo cuartel en un enclave más fresco. Al menos eso les había dicho el mando de mayor graduación una semana atrás, cuando los había reunido en la explanada donde formaban todos los días al amanecer al toque de «diana». Los primeros en irse habían sido los civiles, La mayoría tenían casa en el pueblo o en las inmediaciones a él. Los que pudieron tener sus pertenencias pertrechadas en sus coches salieron a lo largo del día antes e incluso de noche aprovechando el frescor del momento. Aunque todos ganaban sus buenos dineros sirviendo al ejercito, no necesitaron les dijeran dos veces que se había terminado todo. Cargaron con lo que tenían y desaparecieron sin más.

Aún resonaba por el valle el eco de la última campanada, cuando el convoy militar desapareció por la carretera que bordeaba a la montaña. Solo permaneció el olor al combustible quemado dejado por los camiones y jeeps que conformaban el convoy, era como si se negara a abandonar aquel cuartel que pronto sería derruido por las máquinas escavadoras.

 Nadie se había acordado de retirar la bandera del batallón. Seguía en lo alto del mástil, moviéndose por el tenue viento a uno y otro lado. Un poeta que hubiese estado en ese momento allí, habría dicho que la bandera se despedía saludando a quienes todos los días lo hicieron con ella durante cerca de quince años ininterrumpidamente.

—¡Vaya! Se fueron sin llevarme con ellos.

—¡Tampoco me llevaron a mi!

—¿Quién dijo eso? —Preguntó alarmado el mástil de la bandera.

—He sido yo.

—¿Dónde estás? No te veo. ¿Quién eres? ¡Habla pronto! —Conminó con voz fuerte, clara y autoritaria. Hasta sus cimientos en la tierra notaron su preocupación y la madera de que estaba hecho dejó oír un pequeño sonido de preocupación.

—Lo dije yo, larguirucho. Soy la fregona que está dentro del cubo dejado a tus pies —Respondió con una voz que resultaba femenina y fresca.

—¡Cómo! ¿Las fregonas hablan? ¿Desde cuando? Pero eso no es posible —Le hablaba atropelladamente en su desconcierto y curiosidad por saber lo que estaba pasando. No sin cierto esfuerzo, se dobló desde el centro hacia adelante y se le quedó mirándola— Así que esa vocecilla que escuché es la tuya.

—Pues si, es mi voz. ¿Qué tiene de extraño el que hable? ¿Acaso no hablas tú también siendo que eres un palo de madera con una especie de gorrito metálico y ridículo en lo alto del todo?

—Pero yo soy el mástil, y el «gorrito» que tú dices es mi moharra. Sin mi la bandera no podría verse desde lejos y dar valor a los soldados en la batalla. La bandera es la patria. Pero tú… tú eres una fregona metida en un cubo. Solo eso. Además, una de las más económicas del mercado, con palo de plástico hueco y blanco. ¡Uff! ¡Creo que incluso hueles mal!

—¡Eres un maldito palo de madera! ¡Un engreído y presuntuoso palo de madera! Eso es lo que eres y nada más. Si eso es todo lo que tienes que decirme, esta conversación ha terminado —dijo la fregona recalcando sus palabras. El mástil de la bandera la había ofendido. En el fondo él tenía razón. Ella era una simple fregona metida en un vulgar cubo, y encima era verdad lo referente al mal olor, pues la habían dejado metida en aquel cubo en el que estaba, sin cambiarle el agua sucia por una limpia. Los soldados con sus botas dejaban a su paso todo lleno de huellas, sobre todo cuando regresaban de las patrullas por el bosque cercano o participaban en maniobras a gran escala. El mástil en cambio se le veía pulcro, cuidado y lo mismo que un general, muy «envarado». Le hizo gracia ese pensamiento, pero se guardó muy mucho de compartírselo. Era alto y espigado, si, pero un cretino integral por dónde quiera que se le mirase. La bandera era indudable que era importante, por supuesto que si, pero también lo era el dejar las instalaciones limpias, y ese había sido su cometido desde que llegara al cuartel meses atrás. Ahora le parecía que todo ese tiempo había transcurrido como un soplo. Había sido feliz en las manos de aquellos que la tomaban para limpiar y la sumergían en detergentes o lejías según fuera el caso. Le cambiaban el agua… ¡Oh! El agua. El pensar en ella hizo que le llegara el mal olor a sus pies. Si nadie lo remediaba, el agua se estropearía con aquel sol más y más, terminando por pudrirse.

Como cada anochecer que acontecía visto desde el cuartel, este llegó de pronto, casi sin previo aviso. El sol, se ocultaba por el Oeste, haciendo honor a los designios divinos con toda su majestuosidad. De manera gradual fue desapareciendo por el horizonte como si se deslizara con pereza por detrás de la montaña mas elevada, siendo los únicos testigos el mástil de la bandera y la fregona metida en el cubo. Ambos miraron desde sus respectivas posiciones como el sol se ponía y el paisaje, el cuartel y finalmente todo lo cercano a ellos se cubría de sombras. El silencio les pareció que era más latente que antes cuando se quedaron solos y por primera vez fueron concientes mástil y fregona de su situación. Estaban solos, y todo hacía pensar que nadie aparecería en su búsqueda. El mástil fue el primero en notar el descenso de la temperatura, todas las noches las pasaba en el mismo sitio y por lo tanto no le sorprendió su llegada. Estaba hecho al exterior, era su elemento natural y se sentía cómodo en él, sin embargo la ausencia de la tropa y civiles con sus idas y venidas, los gritos y ordenes de los superiores, y algunas noches los cantos (fruto de las bebidas con alcohol la mayoría de las veces), se podían escuchar desde la cantina a pesar de estar bastante alejada, hacía que todo pareciera diferente; las sombras se veían más grandes y negras, los edificios se tornaban altos y tenebrosos, el cuartel distinto, frío, inquietante. La soledad y las dudas se adueñaron de sus corazones sin que llegaran a darse cuenta. El primero en romper el silencio fue el mástil.

—¡Ohhh! —exclamó en un tono lánguido apenas audible. Su madera hizo un extraño ruido, como resintiéndose igual que haría un anciano con reuma del dolor de su espalda.

—¿Has dicho oh? —carraspea la fregona aclarándose la garganta y tosiendo un poco.

—¿Oh? No. He dicho ¡ohhh! —explicó el mástil a la fregona.

—¡Atchisss! —estornudó la fregona, haciendo que se moviese el cubo un poco hacia atrás y asustándose por ello.

—¡Salud! Me parece que te has debido de resfriar. Las noches aquí son frías si no estás a cubierto. Imagino no has de haber pasado muchas en la calle. ¿Me equivoco!

—Pues si. Alguna que otra noche he pasado fuera a la intemperie. Además, no cambies de tema, ¿Qué importa hayas dicho oh u ¡ohhh! No deja de ser lo mismo.

—Te confundes fregona, ¡uf! Perdona… es el olor. Se ha levantado aire y llega hasta aquí arriba los residuos de tu cubo. Verás, no es lo mismo un oh que el otro.

—Ah ¿no? —replica la fregona con voz burlona y algo mas clara.

—No. El primero habría sido de sorpresa: Oh.

—¿Y el segundo? —pregunta la fregona llevando la cuenta.

—Bueno, ha sido un ohhh nostálgico.

—Nostal… ¿qué? —Se atraganta.

—Nostálgico. ¿No sabes lo que es la nostalgia? ¿Nunca se lo escuchaste decir a los soldados de sus hogares, novias y familiares?

—No. A los sitios que yo entraba cada día se encontraban vacíos. De estar presentes no habría podido limpiar los suelos. ¿Y tú que hechas de menos? ¿Algo en particular?

—Ha sido ohhh espontáneo. Sin darme cuenta. Está el cuartel tan vacío y en silencio que eché de menos el bullicio de los soldados al salir de la cantina. ¡uff! Me está entrando sueño…

La fregona guarda silencio sin saber que contestar o que preguntarle al mástil. Piensa en lo que le ha contado él y lo culto que parece. Se arrepiente de haberle mentido antes en lo referente a haber pasado noches a la intemperie, siempre las pasó a buen recaudo, en un cuartito con la puerta cerrada con llave y nunca estando sola. Aunque a decir verdad los otros cubos o los carritos de limpieza poca compañía hacían, pero al menos se sentía segura todas las noches, y ahora, sin embargo se encontraba expuesta al mundo.¿Era lo que estaba sintiendo nostalgia? Quizás si —pensó mientras se dormía temblando. Lo último en escuchar antes de quedarse dormida fueron unos grillos que ajenos a su tragedia dejaban oír su conocido «cric cric, cric cric».

AL DÍA SIGUIENTE

 Al día siguiente, a la marcha del cuartel de todo su personal, el primer sonido que se escuchó por todo el valle fue el del canto de un gallo. Su famoso ¡ki ki rikiii! aún siendo de lejos de donde provenía, despertó a la fregona, no así al mástil, que acostumbrado al toque de trompeta de diana de todos los días a las siete de la mañana, se había despertado por el hábito de la costumbre. No necesitaba reloj con alarma como algunos soldados, ni del reclamo de una corneta militar llamando a formar filas. La bandera, agradecida por los aventajados soplos de aire fresco de la mañana, bamboleó saludando al nuevo día. Desde el Este, los primeros rayos de sol en emerger por la montaña, despidieron brillos dorados de la pulida moharra del mástil. El día parecía sería bueno, con calor como casi siempre, pero distinto a todos los demás. Ni una sola voz humana se podía escuchar.

—¿Dormiste bien, fregona? —Preguntó curioso el mástil a la fregona.

—¡Oh!, seguimos aquí… pensé había sido un mal sueño todo lo ocurrido desde ayer por la mañana. Dormí mal. Me despertaba a cada momento, con cualquier pequeño ruido. Tú, sin embargo… dormías como un leño —La fregona se rió de la ocurrencia de comparar a él que era de madera con el dormir como un leño. Se sintió ingeniosa, y eso le hizo de alguna manera sentirse mejor.

—¡Vaya! Desconocía esa… bueno, ese dato de mí. Siempre he dormido solo. Esta ha sido la primera noche que he pasado en compañía.

De haber podido ruborizarse la fregona, aquel momento habría el adecuado. Para que el mástil no notase su turbación, decidió cambiar de tema.

—Pensé que… que el mal olor del cubo no te dejaría dormir —apesadumbrada por la idea decidió callarse. Pensó «Cada vez estoy metiendo más la pata. Calladita estaría mas guapa»

—Bueno amiga, no te preocupes por eso. Aquí arriba corre más el aire y no se nota apenas nada —contestó el mástil de la bandera quitándole importancia al hecho.

—Pues ayer bien que te quejabas.

—Ayer estaba un poco fuera de mí. Pero tú bien que te desquitaste llamándome palo de madera con gorrito —aclaró el mástil a la fregona no sin cierto tono de sonsonete.

La fregona pensó para sus adentros « ¡tierra, trágame!, ¿Por qué siempre contesto atropelladamente, sin pensar antes lo que voy a decir?». «¿Siempre…? «¿Pero desde cuando hablo y pienso?»

Los primeros pájaros en acercarse a las ramas de los árboles del interior del cuartel, comenzaron con sus trinos a dar «vida» al lugar. Ambos callaron para escucharles, y durante unos minutos se sintieron bien y en armonía. El primero en volver a hablar fue la fregona.

—¿Te puedo hacer una pregunta?

—Pues claro. No me importa. A fin de cuentas, poco más podemos hacer aquí que no sea el hablar —contestó el mástil magnánimo.

—¿Tú desde cuando hablas? Quiero decir, ¿recuerdas cuando fue la primera vez que lo hiciste? ¿Hablas desde siempre? Yo, anterior a ayer… no lo recuerdo. Creo que nunca antes lo hice. Supongo que algo así debería de recordarlo. ¿No crees?

El mástil dudó, y se tomó su tiempo en contestar. No lo había pensado antes, pero ella tenía razón. ¿Desde cuando?

—Pues ahora que lo mencionas, mira que yo tampoco lo recuerdo. ¿Pero cómo puede ser eso posible?

—He intentado recordar alguna conversación con alguna otra fregona igual que yo —dice la fregona— pero nada. No recuerdo ni tan siquiera un comentario aunque fuera para llamarme la atención. Y eso es muy extraño. ¿No te parece?

—Si, en verdad resulta muy curioso, y añadiría que preocupante.

La fregona rió divertida. En aquel momento una despistada paloma se había posado contenta gorjeando encima de su reluciente… «¿Cómo dijo que se llamaba aquello…? Bueno no importaba, —pensó—, de su reluciente casco»

—¿Eh? ¿Qué tengo encima de mi moharra? —Preguntó sorprendido el mástil a la fregona.

—Tranquilo. Es una simple paloma. No me digas que te ha asustado un animalito tan pequeño.

Todo él, desde el regatón, asta, y la moharra, vibraron al unísono. La paloma, asustada al no sentirse ya segura en donde estaba, emprendió el vuelo lejos de allí. Los gorriones, asustados también al verla pasar, dejaron de trinar y saltaron de unas ramas a otras durante un rato.

—Ya puedes quedar tranquilo. La paloma se fue a algún lugar mas tranquilo. ¿Por qué añadirías que preocupante?

—Piensa. ¿Solo hablamos tú y yo? ¿Y los demás no? Quizás siempre hemos podido hablar, pero no lo hacíamos por desconocerlo.

—Y al marcharse todos los humanos…

—Y al marcharse todos los humanos lo hemos descubierto. ¡Quién sabe! —Interrumpió el mástil ya más tranquilizado sabiéndose libre de la presencia de la paloma.

—Entonces, si fuera así… todos podrían hablar, ¿no te parece?

—Si, es probable. ¡Mira! Los gorriones se marchan. Nos dejan.

—¡Ohhh! Se han marchado. ¿Lo que siento pues es nostalgia?

—Así es. Ya lo has comprendido.

La fregona sonrió satisfecha, pero de pronto el cielo comenzó a cubrirse de negras y grises nubes, se levantó un viento frío y las primeras gotas comenzaron a caer en el abandonado cuartel. A lo lejos, sonó un potente trueno que retumbó por todo el valle y el agua comenzó a caer con fuerza.

—No te asustes —dijo el mástil a la fregona— Pronto pasará la tormenta. Al fin y al cabo, es solo agua. No hay el por qué alarmarse.

—Gracias, pero es todo lo contrario. Estoy contenta y feliz.

—¿Si? ¿Cómo es eso?

—¿No te das cuenta? Ya no huelo tan mal. El cubo se está llenando de agua y pronto rebasará y caerá de él toda la que había antes estropeada.

—¡Anda, pues es verdad! No me había dado cuenta.

—¿Tu crees que regresarán por la bandera? No es que me importe mucho, claro, pero si volviesen por ella, quizás nos rescatasen a los dos. ¿No te parece? Tú de seguro les has conocido más.

—Tal y como les vimos salir… La verdad, no creo lo hagan. A dónde sea que se han marchado, de seguro que tendrán de todo y no les faltará un mástil o una fregona. Nosotros me temo ya cumplimos sus objetivos y este sea el final de nuestro camino. ¿Escuchas? Otro trueno.

—Ha sonado mas fuerte… —exclama la fregona con la voz entrecortada.

—Es por que se está acercando la tormenta a donde estamos. Si cuentas los segundos que van de diferencia entre uno y otro sabrás si la tormenta se está acercando o alejando. Se lo oí decir a uno de los soldados.

Efectivamente, la tormenta fue tomando fuerza conforme pasaban los minutos. Nada podían hacer, salvo esperar que pronto pasara y volviera la tranquilidad.

—¿En que piensas, fregona? —Preguntó el mástil intentando distraerla.

—Me cuesta pensar con esta tormenta. Estoy empapada y tengo frío. Pero aunque la tormenta pare antes o después, ¿De qué nos servirá? Estamos condenados a este sitio tan feo. ¿Sabes? Al menos podríamos inventarnos un nombre para cada uno. Fregona no me gusta.

—Muy bien. ¿Se te ocurre a ti alguno?

—Bueno, ya que lo preguntas, se me ocurrió uno para ti, aunque la verdad, no se si será de tu agrado…

—Dilo pues y saldremos de dudas.

—Estirado. Me gusta Estirado. ¡Eres tan alto!... Creo que te cuadra a la perfección —Contestó la fregona toda orgullosa por su genialidad y dejando escapar una risita malamente disimulada.

—Está bien. Estirado. Si. Suena bien. Pero imagino estarás de acuerdo conmigo, de que ahora he de ser yo quien elija nombre para ti. ¿No te parece?

—Si. Supongo es justo que así sea —Aceptó resignada a lo que decidiese.

—Hum… ¡Déjame pensar! —Dijo Estirado haciéndose el interesante.

—¿Tantos nombres sabes que has de pensarlo? —Preguntó mordaz la fregona.

—Te sorprenderías si supieras la cantidad de cartas que han escrito los soldados sentados aquí mismo y con la espalda apoyada en mí. Unos las escribían a las madres, pero los que más lo hacían a sus respectivas novias. Eran cartas de amor, románticas, y las leían en voz alta conforme las redactaban, supongo que para ver si quedaba bien lo que habían escrito. Así que escuche muchos nombres femeninos.

—Igual algún día me puedas contar alguna de esas cartas de amor —respondió con voz apasionada.

De pronto, Estirado, le mandó guardar silencio.

—No digas nada ni hagas el menor ruido —dijo Estirado con voz grave. Tan grave que hasta ese momento nunca antes le había oído hablar así

—¿Qué ocurre? —le conminó en voz baja la Fregona a responderle.

—¡Lobos! —Le susurró casi en un suspiro.

Habiendo quedado el cuartel abandonado a su destino, los lobos, hambrientos habían decidido arriesgarse adentrándose por la instalación en busca de alguna comida y guarecerse de la tormenta. Su fino olfato les indicaba que no había humanos en muchos cientos de metros a la redonda, y eso les convertía en osados y temerarios, a la vez que temidos cazadores al actuar en manada.

Guardaron silencio en total quietud. La tormenta se había recrudecido y llovía a mares. Solo algún loco se habría atrevido a salir con un tiempo así. Permanecieron a la expectativa, pendientes de cualquier ruido que se produjera por pequeño que este fuese. Sintieron se acercaban desde todas direcciones, formando un circulo. Lo hacían sin hacer ningún ruido, avanzando muy lentamente y mirando hacia todos los sitios, pues a causa de la lluvia su olfato era de poca ayuda en aquel momento y por naturaleza eran desconfiados. Gracias a eso lograban sobrevivir en su estado salvaje. De pronto, un relámpago iluminó el cielo, creando el efecto óptico de moverse las sombras de los barracones militares y de los árboles. Un fuerte trueno se dejó sentir y un centenario árbol en el mismo centro del cuartel se partió en dos, fruto del impacto del rayo. De su interior brotó una luz azulada que llegó hasta donde estaban Estirado y la fregona, apagándose segundos después. Los lobos se quedaron como estatuas de piedra en dónde se encontraban. Habían recorrido las calles del campamento una a una en busca de algún nuevo olor sin encontrarlo, hasta finalmente cerrar más el circulo, cuyo centro no era otro que el mástil de el Estirado y la fregona. Parecieron consultar los lobos entre si con solo mirarse unos a otros. Finalmente todas las miradas recayeron en el líder de la manada; un gran lobo, mucho mas grande que los demás, de pelaje gris plateado y la cabeza negra y peluda como la noche. Sus ojos refulgieron al incidirles la luz de la luna. Levantó la cabeza hacia ella a la vez que echaba las orejas hacia atrás, y como obedeciendo a una orden silenciosa de la luna, aulló por dos veces consecutivas y se marchó corriendo hacia el bosque seguido de todos los lobos. A la media hora había dejado de llover.

—¡Que susto he pasado! —dijo la fregona resoplando y aterida de frío. ¿Tú no, Estirado?

—Diana.

—¿Cómo dices? No te entendí.

—Que de nombre elegí el de Diana. Al principio pensé en Frida…

—¡Oh! Ambos son hermosos Estirado. Te daría un beso si pudiera, ¡pero estás tan alto!

Estirado de pronto comenzó a doblarse como si fuera de goma en vez de madera, y acercando su rostro al de Diana, se detuvo esperando el beso  prometido con los ojos cerrados.

Diana sorprendida casi dio un respingo dentro del cubo. Le dio el beso prometido con gran estruendo, y gritó: ¡Ya tengo nombre!, ¡Ya tengo nombre! Soy Diana.

 NO TODO ESTÁ PERDIDO

 Abría pasado poco más de una hora de que dejara de llover, cuando desde el Norte les llegó el ruido de motores acercándose al cuartel.

—¡Escucha, Estirado! Son camiones. Igual son los soldados que regresan a por la bandera —dijo ilusionada Diana.

—No cantes victoria tan pronto, Diana. Antes de vender la piel del oso hay que cazarlo primero. Todavía no sabemos quienes son, ni con que intenciones vienen aquí —concluyó Estirado con voz solemne y un cierto atisbo de preocupación en sus palabras.

Permanecieron atentos. Después de la presencia de  los lobos, ya no las tenían todas consigo y no querían de ningún modo delatar su presencia sin más. Decidieron no hacer nada que pudiera llamar la atención hasta no saber de quienes se trataban. Minutos después, máquinas y hombres enfundados en monos de trabajo aparecieron ante ellos. Las máquinas escavadoras y demoledoras habían llegado, junto con camiones y grúas. Pronto empezaron a dar voces los trabajadores, bajar vallas y herramientas de trabajo de toda índole. Diana y Estirado estaban estupefactos. No sabían que hacer ante aquella situación y aunque hubieran imaginado algún plan, bueno o malo, ¿Cómo lo habrían podido llevar a la práctica si no podían escapar de dónde estaban?

—Estamos perdidos… —exclamó Diana en un susurro apenas audible. Cada vez están más cerca… ¡Tengo miedo, Estirado!

—Igual no lo derriban todo y nos dejan aquí tranquilos. A ellos no les importamos para nada. No creo formemos parte de sus planes ni por asomo —sentenció Estirado, aunque con poco convencimiento en sus palabras. Mientras hablaban podían ver como era demolido lo que restaba de la vieja cantina, un lugar que tan buenos momentos había ofrecido a los soldados y sus mandos.

—¡Mira! Se acercan. Vienen hacía aquí —Dijo Diana toda asustada.

La voz de uno de los responsables, el que debía de ser el encargado de la demolición, se dejó sentir entre los suyos.

—Esta zona está demasiado embarrada como para meter aquí las máquinas a trabajar —dijo un tanto insatisfecho ante el contratiempo, a uno de los capataces de la obra.

—Y lo peor es que he mirado las predicciones del tiempo para hoy y dicen va a volver a llover intensamente. Se avecinan grandes tormentas eléctricas —El hombre se echó el casco rojo hacia atrás y colocando los brazos con las manos a la cintura, esperó paciente la decisión de su superior.

—Pues parece que esta vez van a acertar los del tiempo —dijo mirando hacia el cielo— juraría me ha caído ya una gota a la cabeza. Se está cubriendo el sol de nubes.

Pareció dudar por unos instantes, pero finalmente dio la orden de dejar las máquinas más pesadas en sitios a buen recaudo de la lluvia, en donde el suelo fuera firme. Así lo hicieron y, en poco menos de un cuarto de hora se habían marchado todos de lo que quedaba del cuartel. Lo que empezara con unas gotas, fue creciendo en intensidad. Las nubes, pronto cubrieron el cielo con su negror, siendo estas iluminadas por los resplandores de los relámpagos, que por encima de ellas se sucedían como si de un castillo de luces se tratase.

—Hemos caído en desgracia. Otra vez está diluviando. ¡Llueve a mares! Y pensar que en este lugar siempre ha hecho muchísimo calor y casi nunca llovía —dijo Estirado a Diana, muy abatido por los acontecimientos que estaban sufriendo.

—Pero gracias a este mal tiempo, seguimos aquí. Sanos y salvos. ¡atchiiiss! —Estornudó Diana— Aunque eso si, estornudando sin parar.

Rieron los dos la ocurrencia. A pesar de la tormenta, el aire olía a bosque, las sombras ahora se movían vertiginosas fruto de los constantes relámpagos, parecían bailar y perseguirse por los sitios que todavía permanecían en pie. Diana, con el cubo lleno de agua, casi que flotaba en él, dando vueltas en su interior como si estuviera mareada, pero sonreía feliz. Ahora tenía un amigo, y pasase lo que pasase, estaba segura de que lo afrontarían juntos.

 TODO PRINCIPIO TIENE UN FIN

 Durante gran parte de la noche estuvo lloviendo. Los truenos y rayos se sucedían en un carrusel de luces que parecieran no tener fin. Tanto Estirado como Diana aguantaban estoicamente tanto la lluvia como el viento que se había desatado. ¿Qué otra cosa podían hacer sino esperar a que amainara y dejase de llover? De vez en cuando Diana estornudaba, y Estirado la correspondía con un fuerte «¡Jesús!», al que ella secundaba con un educado «gracias». Para cuando dejó de llover, ya se habían dormido. Las nubes quedaron quietas, igual que si las hubieran sujetado con chinchetas al cielo nocturno, con el fin de ocultar las estrellas.

—¡Uaaah! —bostezó Estirado haciendo por taparse la boca. Pero, ¿que es esto? ¡¡¡Una manooooo!

Estirado asustado dio un brinco sobre la base en la que estaba sustentado desde hacía años atrás. Se había llevado la mano derecha hacia la boca, con la palma hacia adentro, con la intención de tapársela. Un gesto de lo mas normal entre los humanos cuando bostezan y no se encuentran solos. Pero, claro, Estirado no era humano, era en definitiva un mástil, aunque eso si, un mástil que hablaba, y de pronto se había encontrado al despertar con que tenía una mano. Diana se despertó sobresaltada a causa de su grito.

—¿Pero que alboroto es este? ¿Qué pasa, Estirado? —dijo Diana estirando sus nuevos brazos hacia delante.

—Pero… ¡como! ¿No lo ves? ¡Tengo un brazo! Bueno, uno no, ¡dos! Uno derecho y otro izquierdo —explicó moviéndolos a la vez que se los mostraba conforme los nombraba— ¡brazos! ¡oh! ¡y tu también tienes dos bracitos!

—Si, ya me di cuenta —contestó Diana riéndose divertida— lo normal es tenerlos a pares, ¿eh?

—Pero… pero… ¿Qué vamos a hacer ahora con dos brazos?

Estirado era la viva imagen de la perplejidad, se giraba en una y otra dirección moviendo sus largos brazos. Los elevaba hacia el cielo, los bajaba, se tocaba la cabeza, los ponía en lo que podría ser su cintura. Se emocionaba por momentos con aquellos brazos que le habían aparecido de repente durante la noche. Comenzó a mover los dedos y doblarlos, primero uno a uno, luego todos a la vez, cerrando las manos como los puños de los pugilista, mandando ganchos al vacío. Ahora con la izquierda, ahora un directo con la derecha.

—¡Bravo! ¡Bravo! —dijo Diana haciendo palmas con gran estrépito. ¡Qué divertido eres, Estirado!

Estirado dejó de moverse. Se quedó mirando embelesado como Diana le aplaudía con aquellas manitas tan pequeñas. Pensó «que bonita está así» y acto seguido era él quien la aplaudía con gran sonoridad, ya que sus manos eran mucho mas grandes.

—Oye —dijo Estirado a Diana— ¿Has crecido? Te veo mucho más alta.

—¿Pero como voy haber crecido de ayer a hoy? Además una fregona nunca crece, se es como se es.

—¡Anda, esa si que es buena! —exclamó Estirado acercando su cara a la de ella. Tampoco los mástiles hablan o tienen brazos y manos. ¿No será que tú tienes también piernas?

—¿Yooo? —preguntó azorada Diana con una vocecita que pareciera se le había escapado sin quererlo.

De pronto Estirado entrecruzó los dedos de sus manos como si quisiera hacer sonar sus huesos al mover los codos hacia delante, y con un gesto solemne y ceremonial avanzó sus manos hacia ella.

—Veamos pues, señorita, si estoy en lo cierto, o acaso soy yo el que he menguado con tanta lluvia.

—¡Ey! ¿Pero que vas a hacerme? ¿Cómo te atreves? —Preguntó Diana un tanto indignada.

Estirado, tomándola con sumo cuidado por debajo de sus brazos, la izó hasta sacarla por completo del cubo. La mantuvo suspendida en el aire dejando cayera toda el agua que tenía.

 —¿Estás loco o que? ¡Bájame al suelo enseguida! —Exclamó Diana pataleando.

—Ya te bajo, tranquila… Pero yo diría que esto que tienes ahora son unas piernas —dijo Estirado señalándole las piernas que movía ella sin cesar adelante y atrás intentando soltarse y tocar suelo.

Estirado finalmente dejó en el suelo a Diana, que con los ojos muy abiertos se miraba fijamente las piernas sin ni siquiera atreverse a dar un solo paso. Se plisó el mocho. La parte que  antes le servía para limpiar y absorber el agua del suelo en el cuartel, ahora le hacía las veces de una falda corta. Igual que una bailarina de ballet, así hizo. Giró sobre si misma, y lo hizo con tal ímpetu que terminó en el suelo encima de un charco. Pasado el susto del primer momento se echó a reír, siendo secundada por Estirado, que intentaba no hacerlo tapándose la boca con las manos, pero sin llegar a conseguirlo.

—Perdona me riera antes de tu caída, pero estabas tan graciosa así… —Se disculpó Estirado.

—¿Y se puede saber a que esperas para salir de ahí? No pensarás dejarme sola. Además, ya no llueve, y los obreros, no creo tarden en regresar. ¡Mira! Ahí llegan.

Por uno de los caminos vecinales comenzaban a llegar, los capataces, los obreros y el encargado de la obra. Alguno de ellos silbaba alguna tonadilla pegadiza, todos parecían contentos de poder incorporarse al trabajo y terminar con todo lo que había quedado pendiente del día anterior. Como cada mañana, el sol comenzó a inundarlo todo con su presencia y los gorriones más madrugadores a dejar oír sus trinos,

—¡Vamos! ¡Date prisa o nos pillaran! —exclamó Diana toda nerviosa.

Sin entretenerse a contestarle, Estirado se dobló hacia atrás y tomando impulso con los brazos se lanzó hacia delante. Cayó con estrépito cuan largo era, con la cara hacia el suelo envuelta con la bandera. La  moharra hizo un ruido extraño al chocar con una de las piedras que allí habían. La situación habría resultado tremendamente cómica de no haber estado con la urgencia de marcharse del cuartel. Diana le quitó la bandera no sin ciertos contratiempos y con una actitud respetuosa hacia la bandera la dejó plegada en sitio seco y le ayudó a incorporarse.

—No voy a poder escapar a tiempo, Diana. Huye tú ahora que puedes. —Dijo Estirado con un brillo en los ojos y unas lágrimas apenas contenidas— Tú tienes una oportunidad de vivir Diana. ¡Vete! ¡Escapa!

—¡Ni lo sueñes, larguirucho! Nos vamos juntos o me quedo aquí a tu lado –dijo toda decidida Diana, con una voz que hasta ella se quedó sorprendida.

Estirado la miró, sonrió y se enjugó con la mano la lágrima que comenzaba a correr por su rostro. Colocando sus grandes manos junto a su sustento comenzó a hacer fuerza, igual que haría un levantador de pesos con la barra cargada de discos. Los primeros intentos parecían no conducir a ningún sitio, sudaba copiosamente a causa del esfuerzo, pero no desfalleció. Miró a los ojos de Diana, y haciendo un esfuerzo supremo, consiguió salir de su encierro con un sonido hueco, como el de un tapón de vino al ser descorchado. Cayó hacia atrás y se miró. También tenía dos piernas con sus respetivos pies. Se miraron los dos y sonrieron. Diana le ayudó como pudo a incorporarse.

—Es hora de irnos, aquí ya no hacemos nada —dijo Diana aliviada al ver que ya estaba Estirado libre.

—Si, será lo mejor. Gracias por…

Estirado se calló de golpe, sin terminar de decir lo que quería. Diana se quedó con la boca abierta sin saber que decir. Al lado de ellos, el cubo que había alojado a Diana, había hablado. Mientras lo hacía, brazos y piernas le habían aparecido como por arte de magia.

—¡Hummmm! ¿Qué hora es? No os quedéis ahí pasmados. La luz azulada de la otra noche a mi también me alcanzó, pero no quise interrumpir vuestra conversación. Fue tan interesante, que me quedé dormido.

—¡Que susto nos has dado! —exclamó Estirado agachado en cuclillas.

—Te han salido los brazos y piernas de la nada —le dijo Diana asombrada todavía.

—Ah, claro, eso no tiene ningún misterio. ¿No os habéis dado cuenta de que solo con desearlo podéis hacer que desaparezcan? A por cierto, escuché medio dormido cuando buscabais nombres para vosotros… y bueno… me puse yo uno: Cuby. ¿A que es hermoso, eh?

Pudieron escuchar como desde un jeep bajaba en marcha un militar y reclamaba al encargado le entregase la bandera olvidada. Diana sonrió y mirando la cara que ponía Estirado de satisfacción, le tomó de la mano. Delante de ellos Cuby se lanzaba dando volteretas cuesta abajo y gritando: ¡Yujuuuu! ¡Yupyyy!

 



 EL ARCA DE LUIS El Arca de Luis

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