El hombre que asesinó a su Dios

Vas a quedar atrapado en el relato hasta el final...

El Arca de Luis 30/11/2019 Luis García Orihuela
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Composición fotográfica:Luis G. Orihuela

Posdata Digital Press | Argntina

Luis García OrihuelaPor Luis García Orihuela | Escritor | Poeta | Dibujante

EL HOMBRE QUE ASESINÓ A SU DIOS

 

   Las primeras gotas de lluvia caídas al amanecer habían remitido ya, y Sitka, el joven guerrero de los Tlingit (1), montado a lomos de su fiel y hermoso caballo negro como la noche, contemplaba el inicio del nuevo día, mientras este bebía del arroyo cristalino que tenían a sus pies. El día prometía ser el más adecuado para sus intereses, y pronto sobre el horizonte, Sitka, todavía lejanos de donde se encontraba, descubrió unos cuervos volando a lo lejos y en círculos, sobre dos picos elevados a modo de dedos desafiantes hacia el cielo; para algunos otros guerreros, incluso habrían pasado desapercibidos, pero el tenía una vista poco común y estaba atento a todo su alrededor como buen cazador experimentado que ya era, a pesar de su corta edad; y sin pensarlo más emprendió el camino en aquella dirección, no sin antes susurrarle ininteligibles palabras a su caballo y acariciarle el musculoso y recio cuello, con grandes muestras de cariño hacia tan noble animal y compañero de caza. Los enfrentamientos con los Aleut, la tribu rival, era bastante frecuente en la zona en que se encontraba, y debía de estar atento en evitación de una posible emboscada. Sabía que los cuervos le estaban indicando que algo ocurría en aquella hondonada del valle, pues en su religión el cuervo había propiciado el fuego a su pueblo y puesto en su sitio el sol y la luna.

Al día siguiente su tribu celebraría la ceremonia «potlatch» en honor de su chamán muerto, a causa de las garras de un oso, cuando se encontraba distraído buscando bayas y raíces para sus conjuros. Cuando Toctec—kua quiso darse cuenta, fue ya demasiado tarde, y el oso de un certero zarpazo, liberó de su cuerpo el espíritu por todo el valle. Su religión proclamaba la repartición en los casos en que uno de sus miembros moría, de regalos; cuanto más ostentosos fuesen entre los que la convocaban, mejor. Rivalizaban para conseguir prestigio con toda la generosidad de que eran posibles de impartir, para ganar en su posición social dentro de la tribu.

Sitka, sabía que era cuestión de tiempo heredar el puesto de su padre, el Yitsati, nombre como era conocido el jefe del clan en cada poblado.

Desde que alcanzara la edad propia para ser guerrero, había empezado a cuestionarse su existencia y su religión. Pensamientos grises le asolaban una y otra vez; las ofrendas del jefe Nootka, invocando a los dioses buena suerte antes de iniciar las expediciones de pesca del salmón; su principal fuente de alimento a causa de la carencia cada vez mayor de la caza del búfalo.

El sol empezaba a apretar. Se pasó la mano por la frente apartando su larga cabellera negra. Miró al cielo y calculó el tiempo a emplear en recorrer la distancia que le separaba de los dos picachos rocosos. Pronto estaría el astro en lo más alto y el calor bien sabía, sería insufrible. Decidió pues apretar el paso y salir lo más rápido posible hacia las rocas. Solo tuvo que dar unos silbidos cortos y agudos y su montura salió corriendo demostrando lo buena raza de pura sangre que era.

En la aldea todos estaban con los preparativos para la ceremonia “potlatch”. Las mujeres de más avanzada edad, revisaban los detalles de las grandes máscaras de madera, que utilizarían representando a los antepasados y a sus héroes sobrenaturales y mitológicos, como era Kaax’achgóok. Las mujeres jóvenes mientras tanto, tallaban con gran maestría las carracas de madera en forma de pájaro, que utilizarían para generar un gran ruido en el momento oportuno, para atraer a los espíritus de los guerreros muertos para que se llevasen el alma errante de Toctec—kua y dejase así pues de vagar por el valle  de los bisontes lanudos, mamuts, osos, ciervos y demás animales salvajes.

Las dos rocas a modo de dedos, formaban una estrecha entrada a una garganta sin apenas vegetación, bordeada por peñascos puntiagudos y cortantes a causa de la erosión sufrida con el paso del tiempo. El lugar era poco frecuentado, quedaba alejado de todos los poblados y se corría el riesgo de quedarse sin agua para beber. En su extremo se encontraba un barranco muy profundo, en cuya base se encontraban restos de huesos de animales muertos en épocas atrás. Sitka sabía de él por las enseñanzas de su padre, cuando le contaba siendo niño todavía de sus cacerías y de las de sus abuelos y tatarabuelos. Era un enclave idóneo para una emboscada desde sus cimas más altas. Sitka detuvo su montura a la entrada, dándole un respiro a su caballo y avituallándose a la vez de su lanza acanalada de punta fabricada por el mismo. El sol ya estaba en lo más alto y no podía por tanto molestarle a los ojos. Presionó con las piernas la grupa de su montura y avanzaron a paso de paseo. Sitka lo observaba todo de forma metódica, de abajo hacia arriba, cada piedra, cada recoveco. Con sus ojos escudriñaba el paisaje, lo memorizaba y comparaba con los recuerdos que tenía aprendidos de sus leyendas. Siguiendo el camino, giró a la derecha en el primer recodo y nada más hacerlo se detuvo. El caballo olisqueó el aire, se tensó y emitió un sonido como de aviso de que algo no iba bien, estaba nervioso y empezó a patear el suelo que pisaba levantando el polvo de la tierra estéril. Sitka contempló la escena que tenía ante sus ojos e imaginó lo ocurrido. A unos cientos de metros de donde se encontraba, se vislumbraba el cuerpo ya sin vida de uno de sus enemigos, un guerrero Aleut, que debía de haber muerto de una manera honorable y valerosa, al enfrentarse a un mamut adulto, él solo, con la única arma de su lanza larga. Su proeza era grande, había conseguido dejar malherido al mamut; quizás el último de su especie. Lo tenía allí enfrente, mirándole y desafiando a su destino quizás ya próximo. Unas rocas ocupando parte del camino, decían a las claras lo sucedido para Sitka. El guerrero se había apostado en la cima a la espera de ver al animal y le había lanzado rocas, provocando un alud en su caída, pero consiguiendo solo malherirlo. Luego mostrando una gran osadía, al ver que había fracasado, bajó por una pequeña senda que se podía ver desde allí fácilmente y plantó batalla al animal. Debió de calcular mal el estado de las heridas y eso le costó la vida. El mamut era el más grande que había visto en toda su vida. No se amilanó por ello, el caballo resoplaba y subía y bajaba el cuello en movimientos rápidos. Elevó el brazo derecho en alto y lanzando un grito de guerra, espoleó el caballo hacia el mamut, recortando la distancia que les separaba y cuando se encontró a pocos metros, le lanzó la lanza y siguió derecho sin detenerse. Se clavó la lanza en el cuello, en la parte alta, y obcecado por el dolor, el animal dio vuelta y comenzó a perseguirlo. El desfiladero se iba terminando y el caballo todavía cansado de la marcha realizada hasta las rocas, comenzaba a perder la ventaja inicial. Como si el mamut lo supiera, sacó sus últimas fuerzas buscando envestir a su agresor y se acercó a escasos cien metros.

Sitka llegó al borde del precipicio, y frenando la carrera del caballo en seco, bajó de un salto felino. Despidió con unas palabras a su montura, que liberada del peso salió veloz. De pie, con los brazos abiertos en forma de cruz y el cabello negro como el azabache meciéndose, fruto de la corriente de aire en ese lugar concreto, esperó desafiante la llegada del mamut. El suelo pareció tomar pulso y comenzar a latir, a palpitar; la tierra retumbaba bajo sus pies. La enorme bestia se acercaba con la cabeza gacha para cogerle entre sus grandes y curvas astas. 

A punto de ser cogido, Sitka saltó en el último segundo, eludiendo la terrible embestida y materializándose en un abrir y cerrar de ojos a unos metros de donde estaba momentos antes. Con agilidad se incorporó del suelo y se asomó desde el mismo borde del barranco. De pie, lleno de polvo y arañazos, contemplaba los últimos estertores de tan bello animal; quizás el último de su especie que podría contemplar él, y acaso el que nunca podrían llegar a conocer sus futuros descendientes. El niño que todavía llevaba dentro triunfó en su pugna por aflorar, y una lágrima furtiva surcó aquellas facciones curtidas por el sol, aquel rostro de ojos oscuros tan locuaces y de tan marcados rasgos. Aquel día dos valientes habían muerto: El guerrero Aleut en su lucha noble de cazador, y el mamut, para ser aprovechado sus poderosos cuernos y dientes para fabricar utensilios, armas y adornos a los dioses, utilizada su carne en la alimentación del poblado y su dura piel para los vestidos y adornos en las viviendas. Todavía quedó allí, sin moverse, como un tótem más de los que su pueblo realizaba con motivos de cuervos, conforme a las creencias de su religión, de que este había dado el fuego a la tribu y había puesto en curso el sol y la luna.

Con las palmas de las manos unidas ante su boca, realizó unos sonidos guturales a modo de pájaro, y el relincho lejano de su montura se dejó oír por todo el valle en respuesta a su llamada. Recuperado su caballo, se dirigió donde el Aleut y lo enterró lo mejor que pudo, cubriéndolo con piedras, para evitar fuera devorado por las alimañas. Quince minutos después, ya en sitio más seguro y en lo más alto posible desde donde divisar el valle, prendió un pequeño fuego con unas ramas secas, el tiempo justo para  hacer unas señales indicando su posición a los guerreros del poblado. Se sentó a esperar.

Cuando Sitka llegó a la entrada del poblado, se encontraban terminando los preparativos que restaban para el “potlatch”. Al chamán, según la tradición, una vez moría, se le decapitaba la cabeza y era entonces guardada en una caja de madera en la que se incluía los instrumentos mágicas que utilizara en vida, hecho lo cual, esta era escondida en una cueva que solo ellos eran conocedores, depositando la caja junto a las de los antecesores de su puesto.

 Por fin llegó el momento esperado por Sitka y por todo el poblado. A los pies del Tótem con cabeza de gáagii (2), se habían depositado los regalos y ofrendas durante el día anterior y parte de esa misma noche, siendo custodiado por dos guerreros los presentes allí expuestos. Ante el Tótem se veían todo tipo de dádivas preparadas; arpones, redes, trampas, cestas hechas de las raíces de abeto y decoradas con colores, sábanas, mantas chilkat y en el centro los enormes cuernos del mamut matado por Sitka. Sin lugar a dudas el regalo más atrayente de todos, pues del resto de piezas y enseres disponían también las otras aldeas. En los extremos, dos grupos de mujeres cocinaban en círculos con piedras calientes, por un lado las carnes del mamut y de patos cazados; por el otro los frutos propios de la pesca, grandes cantidades de salmón y algo de nutria principalmente. Hilillos grises de humo, se elevaban y retorcían hacía el cielo en extrañas formas y columnas. La noche parecía negarse a dar paso al nuevo día y las horas se ralentizaban.

 Sitka, postrado en el interior de su dependencia desde que llegara al poblado, no había vuelto a salir para nada, desentendiéndose de todo el “potlatch” y únicamente preocupándose por su fiel caballo, para alimentarlo, cepillarlo y hacerle pasear un poco. Nakao, la joven y hermosa hija de Phatakh, enamorada desde pequeña del fibroso Sitka, le llevaba con el permiso de su padre, caldos calientes con abundancia de comida (atoo’), esperando se recuperara de lo que para todos era una enfermedad extraña contraída al haberse aventurado tan lejos del poblado (kin łání). Pero no era enfermedad alguna, pues los guerreros que acudieron al valle en busca del mamut, no habían dado muestras de enfermedad en todo el tiempo transcurrido desde su regreso con los cuernos, carnes y pieles del animal.

 Sitka, abandonó su retiro y salió al exterior. Los primeros rayos de luz comenzaban a inundar el gran valle. Amanecía y hacía frío, a pesar de los pequeños fuegos y rescoldos repartidos por todo el poblado. Miró hacía el cielo, nubes negras que traían agua comenzaban a juntarse como si tuvieran un plan secreto establecido. De entre ellas, pudo contar hasta siete cuervos volando a modo de círculos, los cuales cada vez se acercaban más a su posición, a la vez que se iban estrechando en su diámetro. Era un mal presagio según sus costumbres, pero era eso lo que le venía reconcomiendo su alma desde un año atrás. Ellos eran libres y debían de actuar como tal. Si no se arrodillaban ante otros, no por ello tenían que hacerlo ante sus dioses. Si habían sobrevivido, era gracias a ellos mismos y si sus antepasados debieron algo en algún momento a sus dioses, bien debían de haberlo pagado ya con tantas ofrendas y sacrificios como le contara su padre de pequeño hacían en aquellas mismas tierras que le vieran nacer. Nakao, siempre pendiente y cercana a la tienda, se acercó al verle salir, pensando una vez más iría a pasear a su fiel montura. Le dirigió unas palabras rápidas, pero solo alcanzó a escuchar de sus labios ch’įįdiitah (3) y dejándola a su espalda, avanzó hacia el símbolo de sus inquietudes. Por un momento los guerreros que estaban velando por el custodio del tótem, hicieron ademán de interponerse a su paso. Nakao, desde donde se había quedado, les hacía señas de que le dejaran pasar. Indecisos, sin saber que hacer, optaron por no interponerse en su camino, pues bien sabían de sus grandes dotes guerreras y de lucha cuerpo a cuerpo. Los primeros invitados comenzaban a llegar en grupos, a caballo. Representantes de los Henya, Kake, Taku, Yakutat, Nootka, kwakiutl, así como guerreros Haida y Tsimshian entre otros muchos. 

Un trueno se escuchó desde lejos y su eco se repitió por todo el valle, sobre ellos, comenzaron los cuervos a volar en círculos y graznar crispados con las primeras gotas de lluvia. Sitka, estaba decidido, la noche le había traído malestar al intentar conciliar el sueño, sudores, incluso fiebre. Imágenes de miembros de su familia recordándole su compromiso con el pueblo, los ojos del bichįįh yee adilohii (4) moribundo mirándole fijamente; escenas donde unos pseudos cuervos se acomodaban sentados con el consejo de los jefes, e impartían nuevas directrices a los pobladores del valle, mientras muy en lo alto, sol y luna se magnificaban personándose de manera simultánea y desplazándose por el cielo en una especie de juego secreto, de rito ancestral. 

El mundo pareciera detenerse en el momento en que Sitka cogiendo del suelo una de las hachas de entre los regalos, la elevó sobre sus poderosos hombros y asestó un certero golpe en el centro del tótem; tan fuerte su impacto, que este empezó a crujir y romperse en dos mitades unidas por la base únicamente. Todos los que se habían ido acercando, quedaron estupefactos, como hipnotizados por lo que estaban viendo, clavados a donde estaban como si de estatuas se tratase. Los cuervos, asustados, espantados, comenzaron a alejarse en el preciso momento en que las nubes que se habían esparcido y cubierto todo el cielo con su oscuridad, dejaron una abertura, una pequeña brecha, por la que brotó un rayo de luz de una gran claridad, que iluminó la escena. La lluvia arremetía con más intensidad, sin que pareciera importar a nadie el hecho, mientras el viento cobraba nuevas fuerzas y dejaba oír una especie de silbido que el eco se encargaba de multiplicar y esparcir por todo el valle. Sitka sintió las manos de Nakao cogiendo y apretando las suyas, así como sus ojos puestos en él. Como un dios omnisciente, con el rostro elevado hacia el cielo y con su cabello haciendo dibujos invisibles en el aire, llegó el rayo. Como dirigido por una mano invisible, acaso lanzado por Thor, hijo de Odín, el rayo fue directo hacia el hacha clavada en el tótem de madera, como si pudiera argüir la necesidad de que así ocurriera. El impacto fue certero atraído por el metal, y al momento siguiente ardió todo formando una gran llama de varios metros de altura.

 EPÍLOGO

Nunca pudo nadie, ni siquiera el más tenaz de los historiadores, dar por cierta esta historia; si bien, hay varias leyendas que cuentan un final distinto.

Una leyenda dice, que un guerrero enamorado y no correspondido por Nakao, aprovechó el momento para matar a Sitka con una lanza clavada en el corazón. Nakao, viendo muerto a su gran amor entre sus brazos, le arrancó la lanza clavándosela ella acto seguido y muriendo junto a él. Junto aquel que susurraba a los caballos y desafiaba al mundo.

Otra versión, narra, que todos los allí presentes, vieron en todo lo sucedido una señal, acaso un acto divino, y al unísono proclamaron a Sitka como un nuevo dios, para que este rigiera y gobernara sus vidas; Sitka, al que los cuervos habían ayudado en su proeza trayéndole el fuego purificador y victorioso.

La última y menos difundida, dice que acto seguido, Sitka silbó y apareciendo su caballo junto a él, subió, y cogiendo con fuerza a Nakao por la cintura, la elevó a la grupa y partió veloz hacia las montañas lejanas, huyendo de cualquier dios y en busca del espíritu del último mamut.

  (1) Los tlingit son una tribu amerindia del grupo Kolosh de las lenguas na—dené. Su nombre proviene de lingit "pueblo". También les dicen kolosh, palabra que proviene del aleutiano kalohs o kaluga. Se dividen en los grupos bello animalAuk, Chilkat, Gonaho, Hehl, Henya, Huna, Hutsnuwu, Kake, Kuiu, Sanya, Sitka, Stikine, Sumdum, Taku, Tongass, Tahltan, y Yakutat. Son vecinos y amigos de los haida y tsimshian.

(2) Cuervo pintado con abundancia de colores, cuyas alas sobresalen talladas en los extremos del tótem en su parte más alta, a modo de cabeza.

(3) Diablo, en lengua na—dené (Navajo)

(4) Mamut

 

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