La mascarilla

Ten cuidado con los objetivos que persigues...

El Arca de Luis 11/03/2020 Luis García Orihuela

LA MASCARILLA posdata digital Press

 
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Luis García OrihuelaPor Luis García Orihuela | Escritor | Poeta | Dibujante
 

 

 El sujeto apareció de pronto y cruzó la explanada mirando a uno y otro lado mientras tomaba toda clase de precauciones a cada paso que daba. Iba bien pertrechado de artefactos protectores por todo el cuerpo. En su espalda cargaba una mochila que se antojaba pesada, pero que a todas luces se notaba estaba acostumbrado a cargarla. El rostro permanecía oculto por la mascarilla que le protegía de la atmosfera contaminada que inundaba con su presencia calles y montañas. Ya no habían cielos azules y poéticos, ahora eran tonalidades de grises, de blancos lechosos los que cubrían todo el horizonte estuviese uno dónde estuviese. De seguro se sabía una presa codiciada y expuesta en aquel claro del bosque por el que debía de pasar.  

Aunque el disparo lo debía de efectuar desde más de ochocientos metros de distancia para no ser descubierto por él, no podía correr el riesgo de fallar y darle a la cabeza. Un tiro difícil, ya que mi arma comienza a dejar de ser precisa a partir de esa distancia de los ochocientos metros.

El premio gordo no era la comida que pudiese llevar, las armas o la munición. El gran premio era la mascarilla que llevaba puesta, el artículo más codiciado y escaso por todo el planeta.

A pesar de los protectores antipolución puestos en el rostro, (fabricados artesanalmente por mí, con restos de aquí y allá), pude comprobar como al disparar mi Dragunov SVU recortado, sonaba como un segundo disparo casi al unísono. Sentí que los pelos se me erizaban bajo el casco y vi caer abatido mortalmente al portador de la mascarilla.

Había, al menos, un segundo emboscado, y con un arma de largo alcance como mínimo tan buena como la mía o puede que incluso más. Pensé que si yo no le había descubierto a él, tampoco parecía fácil pensar que él lo hubiera hecho conmigo. Mi camuflaje era muy bueno y acorde al lugar en el que me hallaba. Aún así, la confianza era el cáncer de cualquier francotirador. Exponerse ante un visor de mira telescópica de precisión aunque tan solo fuera por menos de un segundo, podía significar la sentencia de muerte. En poco más de dos horas anochecería, y aunque mi rival por la presa pudiera llevar visor de infrarrojos, era un riesgo inevitable que tendría que correr si quería cobrar mi premio y hacerme con la ansiada mascarilla. Era eso o abandonar la partida y darla por terminada. Estaba convencido de que mi adversario no lo haría, y yo tomé la firme decisión de que al menos no se lo pensaba poner fácil.

Durante el tiempo que estimé pasado de unas dos horas, o quizás algo más, oscureció. Las sombras comenzaron a fusionarse en una sola y envolver el cuerpo del muerto como si fuera un lienzo de luto.

Los problemas no tardarían  en surgir. Lo sabía bien. De hecho ya estaba comenzando a notar los primeros síntomas. La rigidez de la postura estando tendido en el suelo, aunque la había estudiado antes de apostarme, llegaba un momento en que se hacía dolorosa y los miembros podrían quedarse dormidos. Por otra parte las necesidades fisiológicas antes o después harían acto de presencia, creando pues una necesidad imperiosa a la par de arto molesta. Mi plan consistía en acercarme reptando en cuanto fuera noche cerrada y arriesgar el todo por el todo. La mascarilla bien valía el esfuerzo. La proeza nunca fue el acertar en el disparo, sería el hacerme con la mascarilla.

Llevaba recorrido apenas unos veinte metros en probablemente más de una hora de tiempo, cuando entonces el factor suerte jugó a mi favor. Por una vez la maldita contaminación que estaba diezmando a la población más que las balas, me sonrió. Mi emboscado contrincante tosió. Fue una tos breve y contenida, apenas audible para alguien que estuviese alejado, pero no para mí que estaba pendiente y a poca distancia de él sin saberlo hasta ese mismo momento. Disparé casi como acto reflejo hacía dónde había partido el sonido de la tos. Rodé acto seguido varias vueltas por el suelo sin soltar mi Dragunov esperando así poder eludir el impacto del disparo de mi contrincante en el caso de yo no haberle dado. Volví a disparar y escuché. Solo el sonido de la noche y de mi corazón logré escuchar. No le había matado yo. Lo había hecho la contaminación al provocarle el ataque de tos.

Tomé del otro cuerpo mi ansiado premio por el que había arriesgado mi vida, La mascarilla estaba intacta y era de buena calidad. Me quité con rápidos gestos los andrajos que llevaba protegiéndome el rostro y los tiré a un lado. Escuché un leve ruido y un escalofrío recorrió mi columna vertebral. Caí en la cuenta de que había pasado a ser un objetivo.

 

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