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Acaso fuera una temeridad la decisión que había tomado, de acudir a aquella cita tan extraña y a aquellas horas de la noche tan intespectivas...

El Arca de Luis 12/05/2020 Luis García Orihuela

fraude-por-mensaje-de-textoFoto:Chilango

POSDATA Digital Press | Argentina

Luis García Orihuela Por Luis García rhuela | Escritor | Poeta | Dibujante

 

Acaso fuera una temeridad la decisión que había tomado, de acudir a aquella cita tan extraña y a aquellas horas de la noche tan intespectivas. Eran las tres de la madrugada, de una noche fría como la que más, hacía un frío de mil diablos y por si fuera poco, empezaba a llover con inusitada virulencia, mientras un viento gélido tomaba fuerza y se crecía en las encrucijadas de las calles. Una nube de complejas formas a modo de largos dedos que se diluían en el horizonte, terminaron de tapar la luna llena, como si de una mano negra gigante se tratara cerrándose en torno a la desvalida Luna. Aparté aquellos pensamientos como mejor pude y aceleré el paso. El agua comenzaba a calar mi ropa y mi alma a calar mi espíritu. Las dudas acudieron en tropel a posarse en alguien con el corazón emponzoñado por el temor a lo desconocido y una mente con miedo ante la actitud de los semejantes.

 La invitación era para una sesión de guija, donde se me aseguraba tendría pruebas de la existencia de fantasmas del más allá. Yo soy escéptico por tradición familiar, pero la curiosidad de un periodista que empieza es muy fuerte y el misterio me nubló los ojos y el corazón me insinuó un tímido “adelante”. No me resistí a dicho impulso, aunque he de reconocer que hasta el último segundo estuve dudando. La notificación me había llegado a la redacción mediante un correo electrónico, y estaba firmada por una tal Esther Cañizo Solano. En su mensaje, no muy extenso y con letras negras predefinidas, me explicaba como llegar y me añadía un croquis con un mapa de Google Maps. En unas veinte líneas, no muchas más, me decía que había obtenido mi email a través de una conocida mía. Mónica Pereira. Hacía años que no sabía nada de ella, de hecho recordé después, frente a un café bien cargado, quien era. Fuimos compañeros de la escuela de infancia, y años después nos volvimos a encontrar en la universidad, cuando ella ya se había convertido en toda una mujer hecha y derecha, y ya no llevaba aquellas horribles gafas de pasta de color azul, que se empeñaba en decir le hacían juego con sus bucles dorados. Serían de firma, pero daban miedo en su rostro puestas. Comenté con “Teclas” -mi compañero de correrías e infortunios en busca de la noticia bomba que nos elevara al rango de dioses del periodismo- sobre el texto del mensaje recibido- El tenía que cubrir fuera de la ciudad la noticia de un juicio al día siguiente. Le dejé una copia del mensaje, para que si podía buscara información sobre el tema de la guija y averiguará quien era Esther Cañizo.

  Era una zona no demasiado lejana a mi apartamento, aunque si bastante desconocida para mí, ya que por ser antigua la barriada estaba medio deshabitada y con apenas comercios. Pocos eran los taxis que hacían carreras a aquella encrucijada de calles estrechas y para nada paralelas. La calzada todavía permanecía sin haber sido modernizada, y mostraba un pavimento de piedras de distintos tamaños, desgastadas sus formas por el paso inclemente de los años. A uno y otro lado las farolas de hierro mostraban las bombillas; o bien rotas o bien robadas. Pocas luces para verse en una noche tan negra. Finalmente llegué a mi destino.

  Es un edificio antiguo de cuatro alturas, destartalado y con todos los síntomas de estar medio abandonado a su destino. En su interior se vislumbran luces que fluctúan encendidas e invitan a llamar a la puerta y ponerse a buen recaudo de la lluvia. Llamo a la puerta dos veces con golpes secos hechos con el puño, y mientras espero me abran, me da tiempo a observar sus ventanas con verjas de hierro forjado, son barrotes todavía fuertes a pesar del óxido que los inunda. Un relámpago ilumina los arbotantes por donde unas gárgolas deformes y demoníacas expulsan el agua de la lluvia como si de un grifo abierto en el interior de sus bocas desafiantes se tratase. Un escalofrío recorre mis vértebras y desaparece tan rápido como llegó al sentir el ruido de la puerta que ya se abre e invita al interior reconfortante y a salvo de la tormenta. Mi anfitriona se presenta, es Esther Cañizo.

 Omitiré los detalles que serían largos y tediosos de contar sobre lo que aconteció en aquella casa durante el tiempo en que permanecí hospedado en su interior. Esther, era una mujer de cabello largo hasta casi la cintura y color oscuro azabache que despedía matices azulados al reflejo del candelabro de siete brazos que portaba. Alta y delgada, tenía un porte elegante, con clase; de andares estirados que semejábase muy acordes al recinto en que nos hallábamos de un claro corte gótico. Su rostro ovalado y carente de maquillaje dejaba ver una cara simétrica y agradable a la vista. Sus ojos no pude verlos bien a causa de la luz de las velas que portaba, pero me transmitieron sensaciones extrañas y diversas; creo que recelé como un gato cuando se ve arrinconado y sin escape posible. Accedimos por un pasillo, ella iba delante, y yo algo más rezagado y en completo silencio; miré la hora en mi teléfono móvil, eran las 3,35 de la madrugada y no tenía ni pizca de cobertura. Observaba cada detalle a mi paso. Había muchos muebles, un escritorio en forma de cofre con diseño foliado, cuya parte superior hacía de pupitre, armarios de puertas grandes que parecían no cerrar del todo, cuadros colgados con retratos de personajes antiguos, seguramente familiares de antaño... Llegamos al comedor, iluminado igualmente con candelabros, una mesa central de madera al fondo, y a los lados unos sillones de aspecto rígido, con cojines de color incierto. Sobre ellos, sentados, aguardaban a mí llegada los otros invitados, Don Expósito Talavera Rojo, Eleonor Fonseca Suárez y Mónica Pereira Solano. Fue un gran alivio para mí el reconocer a Mónica. Suspiré satisfecho y saludé cordial y vivaracho cuando llegaron las presentaciones. Don Expósito era de mediana estatura, ancho de espaldas y porte militar, máxime con el gran bigote ya canoso que apuntaba hacia sus pobladas y desiguales cejas; cuando hablaba lo hacía gesticulando mucho y abarcando todo con sus brazos a modo de molino de viento. Eleonor, de aspecto frágil y enfermizo, ocultaba su tos cubriendo su boca con un pañuelo bordado con encajes; recordaba las muñecas de cerámica con su rostro inexpresivo y su cabello castaño recogido en un moño un tanto alto; su voz a penas sonaba audible. Estaría rondando los cuarenta años o quizás alguno más. Mónica, era curioso, la veía tal como la recordaba de la última vez que la había visto, cuando casualmente nos encontramos en el Metro, a punto de hacer el trasbordo. Parecía algo más delgada, aunque bien pudiera ser fruto de la luz amarillenta de las velas. Vestía un traje discreto, aunque un tanto fresco para la noche que había salido. Me dio un beso que me supo distante a pesar de su gesto de alegría al abrazarme. Cruzamos las consabidas frases usuales en los encuentros entre conocidos. Ella había conocido a Esther Cañizo a través de un grupo de parasicología y mi nombre salió en una conversación cuando hablaron de invitar a un periodista a la sesión de guija. El resto ya es historia pasada. Nos sentamos en la mesa cuyos extremos de las patas eran garras de león y nos dispusimos a seguir las indicaciones de nuestra anfitriona, mientras esta colocaba el tablero en su centro y un vaso negro boca abajo en una de las esquinas. Según dijo era el tablero patentado por Elijah J. Bond en el año 1.890. Nos concentramos en silencio, con los ojos cerrados y las manos izquierdas entrelazadas por encima de la mesa y el dedo índice de la mano derecha sobre un extremo del vaso. No se oía nada, ni en interior de la estancia ni del exterior. Si seguía la tormenta, desde dentro no se percibía para nada. Solo el retumbar de mi corazón, amartillando con fuerza una y otra vez contra mi pecho y cada vez más acelerado, me hacía pensar que debía de estar escuchándose desde la calle. Todos los intentos por invocar la presencia de espíritus fueron en vano y baladíes. Lo intentamos varias veces hasta que al final desistimos en el empeño y decidimos dar por terminada la velada. Me despedí no muy defraudado por el resultado. No esperaba gran cosa y el reportaje se había ido al garete, pero ya amanecía y no veía el momento oportuno de echarme en mi cama a dar una cabezada.

 Por fin salí al exterior, ya no llovía y solo algunas gotas aisladas de los tejados, caían sobre los charcos dibujando ondas al chocar. Oí el ruido estridente de algunas persianas de comercios al ser subidas y el timbre intermitente de mí móvil diciéndome aquello de “tienes un mensaje nuevo”. Le dí a ver el mensaje. Lo leí una, dos, tres, no se cuantas veces lo haría. Lo hacía como hipnotizado ante la pantalla iluminada. 

 “Carlos, soy “Teclas”. Esther Cañizo Solano no es posible te haya invitado a esa guija, he investigado y murió en un accidente de tren en 1.890.

 Quise desandar lo andado, pero mis piernas no me obedecieron. Al día siguiente, intenté contactar con Mónica. Hacía una semana había muerto fruto de un robo. Forcejeó con el ladrón y este le clavó una navaja en el corazón, dándose después a la fuga. Don Expósito Talavera Rojo y Eleonor Fonseca Suárez, habían corrido suertes parecidas con idénticos resultados,

 Nunca pude probarlo, pero aquella noche se cumplió el motivo de la invitación. Ellos resultaron ser la prueba de la existencia de fantasmas del más allá. Esther Cañizo cumplió finalmente su promesa.

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