
Volar cerca de las jaulas
Divagaba en las caminatas si era posible que un ser humano razonable no se diera cuenta de que me estaba lastimando o estaba en camino a hacerlo
Literatura06/10/2020 Sharon Gorosito
POSDATA Digital Press | Argentina
Por Sharon Gorosito | Escritora
Me desperté el primero de enero con un tremendo dolor de cabeza, como si no hubiese alcanzado el sueño por 30 días. Me cambié y me puse el vestido negro otra vez, con un desgano perplejo pero igual de rutinario al resto de los días en el que hacía todo con el único fin de volver a sentirme bien.
Muy tranquila seguí con esta rutina todo el verano, me resigné y lamí la miel que se sostenía del borde de la taza, esa que uno sabe que empalaga el estómago y quema la lengua. Me mantuve así todos los días, apreciando las caras largas que regala el calor asfixiante de los 39 grados y de unos pájaros que me volaban sobre la cabeza y hablaban sobre mí.
Decían otra vez que era tiempo de que mis pies hicieran algo más que sostener mi cuerpo, que mis ojos tenían un propósito más grande que mirar otros o abrirse y cerrase por la mañana y en las noches. Por suerte, desde chica aprendí a no lastimarme, sé morder la almohada y tragarme el sollozo. Después de todo, para curtirme la piel y las cuerdas, existe la indiferencia de los otros.
Siempre pensé que las injusticias afectivas solamente existían para mí, cada vez que conocía a un amigo o amiga y nos acercábamos, me saboteaba y me preguntaba mil veces de qué forma me lastimaría o me engañaría. Más tarde, cuando había perdido y ganado al fin, divagaba en las caminatas si era posible que un ser humano razonable no se diera cuenta de que me estaba lastimando o estaba en camino a hacerlo.
Cientos de veces imaginé que sucedería si encontraba a un solo ser tan frágil como un pichón, estaría satisfecha, como para dormir un domingo sin darme vueltas en la cama, habría encontrado un rompe cabezas por la mitad que sólo podría completarse con mis piezas.
Por suerte, nunca me animé a escribir sobre mis miedos egoístas. Si hay algo que debe permanecer conmigo es la frescura de saber que en este mundo no hay tiempo que valga para quedarse llorando.
Toda esta estupidez estaba primitiva en mi propia tabla de mandamientos. Aquella noche del año pasado, la había abandonado como un rebelde que desobedece a su moral, y una vez, una sola vez, forcé mis piezas para que encajen con las de alguien más y, sin darme cuenta, me perdí para siempre, un frágil y miedoso pichón me picó las manos y sin saber volar prefirió amoldarse a la tierra a seguir volando junto a mi jaula.
Un tiempo después, aprendió y volvió, me confesó que despedirnos formalmente dolería en vano, y despareció fugazmente. Noventa días habían sucedido, y nadie había muerto de soledad o desvelo. Por dentro y con alivio yo sabía también que estaba en lo cierto. Dolería tanto, como el hueso que yo sentí atravesado en los órganos, en el pecho, y que no me dejó dormir, porque aquella noche no pude. Yo tampoco pude.


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