La bruja de Zavatov

Nunca quise fiarme de las charlatanas del barrio, pero casi todos en el pueblo de Zavatov rumoreaban que Anastasia andaba en brujerías.

Columnas - La Cima Del Tiempo02/07/2020 Sil Perez
BRUJA DE SARAKOV -posdata digital press
Foto:Pinteret
  

POSDATA Digital Press | Argentina

sil PérezPor Sil Perez | Poeta | Escritora

 

Nunca quise fiarme de las charlatanas del barrio, pero casi todos en el pueblo de Zavatov rumoreaban que Anastasia andaba en brujerías. Recuerdo que, después de mis primeros días de casada, Mijail me comentó que su madre le había puesto ese nombre porque decía ser la hija de Anastasia Niloláyevna. Sí, la hija de Nicolás II, el último zar de Rusia. ¡Vaya disparate! Tal era su convicción que, al haber quedado embarazada de don Jacinto, un pescador que había conocido a orillas del río Volga, ella decidió llamarla Resurrección, lo que, en realidad, significa Anastasia.  Decían por ahí que el nombre de la famosa niña rusa se lo había reservado hasta último momento.  No sé, ella sabía que todos decían que estaba piantada y, como esos comentarios la atormentaban, terminaba por no contar a nadie acerca de su vida. En fin, había que estar en la mente de esa mujer solitaria. Hacía varios años que doña Irina no estaba en este mundo, pero su hija, a quien a veces se la llamaba Resurrección y otras Anastasia, era un fiel reflejo de lo que en vida había sido su madre. Dicen que todo se hereda, y esa pelirroja de ojos verdes ausentes  se le parecía bastante.

En dos o tres oportunidades, había ingresado a casa. Recuerdo una tarde en que estaba preparando un pelmení.Ya tenía cortada la carne de pollo y los huevos recién hervidos, cuando la puerta vibró con dos golpes secos. Mijail llegaría a eso de las diez de la noche y, por lo que indicaba el viejo Jantar Wandurhr colgado sobre la pared, aún faltaban unos cincuenta minutos. Sorprendida, de inmediato asomé por la mirilla y, con sorpresa, vi dos faroles verdes que, insistentes atravesaron el hueco del diminuto visor. Eran enormes y estáticos, como si se tratara de una figura rupestre. No habían pestañado ni siquiera una sola vez. No tuve dudas: era ella, la vecina de quienes todos hablaban.

—¡Señora Larisa, abra por favor! Su voz era finita, pero chillona, similar al sonido de dos cuchillas que se frotan con rapidez.

—¿En qué puedo ayudarla, Anastasia?  —contesté en tono cortante, para ver si lograba ahuyentar su presencia.

—Perdón, necesito que me deje pasar. 

Esa voz desequilibrada me retrotraía a los momentos en que Irina, su madre, solía frecuentar los suburbios de la calle  Krikaliov. Su andar enigmático era siempre motivo para escabullirse. 

Luego de unos minutos, oprimí decidida el picaporte y dejé que esa figura astrosa y de mirada perdida atravesase el portal de entrada.  Su cuerpo ingresó de manera abrupta, y con una confianza que me hizo temblar. Recuerdo que, al entrar, y mientras ella balbuceaba palabras irreproducibles, miré con cierto disimulo su aspecto desalineado. Más allá de cualquier apreciación y tal de vez cierto prejuicio, observé la manera en que movía sus brazos. Inquietos y largos, distorsionaban su andar. La sentí nerviosa, y en su piel pálida, como la neblina de aquella noche invernal, pude percibir un temor frenético. Con detenimiento miré sus manos: los nódulos de sus dedos delgados no dejaban de entrecruzarse con sus dos pulgares. Circuitos inútiles y desquiciados.  Mientras tanto, viendo que aún no había comenzado a hablar, miré nuevamente hacia el reloj, y me percaté de que se había detenido. Ahora no sabía cuánto tiempo faltaba para que llegara Mijail. De lo que sí estaba segura es de que algo no andaba bien. 

El cielo encapotado anunciaba una lluvia estrepitosa. La noche anterior, el diluvio había ocasionado inundaciones en los alrededores de Zavatov. En un momento se me cruzó pensar que esa mujer no tenía para comer.  Su aspecto endemoniado presentaba también claros rasgos de desnutrición.

Había suspendido la preparación del pelmení.Y, por haber perdido la noción del tiempo, recordé que, minutos antes de haber abierto la puerta, había puesto a calentar agua para un té en el samovar, por lo que rápidamente me acerqué hasta la cocina y apagué la hornalla. El recipiente era ya una caldera vacía que crujía inútilmente. Ya con todo por la mitad y sin posibilidades de continuar con la cena, giré la mirada hacia Anastasia. Con asombro observé que su figura esquelética yacía sentada a la mesa.  Noté también que su rostro consumido se prolongaba en mí con cierta compasión. 

—Sabes que Duscha vivirá encerrada gran parte de su vida.  Con vos rotunda disparó esa oración como si fuese un fusil Kalashnikov —Su comentario me generó escalofríos. El tono, y hasta el timbre de su voz, eran sentenciosos. 

Me mantuve alerta por el pánico que me había provocado su manera de hablar. Respiré hondo y, con voz agrietada, le pregunté: 

—Pero ¿quién es Duscha? No conozco a nadie con ese nombre, Anastasia.

Su mirada seguía ahí petrificada ante mis ojos y ante mi voluntad. Sin embargo, respondió con sentida contundencia. 

—Duscha es tu bisnieta. —La respuesta me generó un escalofrío que se intensificó cuando, al mirar el reloj, supe que no sabía cuánto tiempo aún faltaba para que llegara Mijail. Estaba a solas con una mujer a quien, en realidad, solo conocía por rumores y que, a su vez, me generaba desconfianza. Con Mijail nunca tuvimos hijos. Pero estaba a solas con ella y no quería que mis comentarios la alterasen—. Duscha vivirá con la boca tapada, y solo podrá descubrirse cuando esté sola. Eso me dijo mientras se servía un vaso de plavai, que había encontrado sobre la mesa—. Pero no estés triste, porque ella aprenderá a vivir de manera diferente.

El cielo colapsaba, y un manto traslúcido cubría el silencio de la habitación, mientras mi asombro resplandecía paulatinamente. 

—¿Pero cómo? Es decir, ¿de dónde saca usted esos comentarios? Si yo no tengo hijos… —Me costó decírselo, pero debía hacerlo. 

—La epidemia del 2020 cambiará el mundo. Ni Duscha ni su hermano Boriso podrán abrazarse, ni salir sin permiso. No existirán las fiestas, como las que hubo la semana pasada en la plaza Merzhánov. Las personas se encontrarán y se hablarán a través de una ventana que estará siempre iluminada. Duscha y Boriso tendrán sus rostros cubiertos por mantos transparentes. Serán tiempos de muerte y de sosiego espiritual. —Sus palabras azotaban con fuerza mi desconcierto. Al instante sentí un frío que escaló por todo mi cuerpo.  Nos miramos con insistencia. Mi asombro por lo que me decía fue como ver dos mundos colapsar dentro de esa humilde habitación—. Ven, acércate —me pidió con voz susurrante—. ¿Ves mis manos?  De manera decidida, las exhibió sobre la mesa y, con la mirada, insistió en que yo las rozara con las suyas—. El universo abrirá una nueva historia, donde sentir el calor humano será parte del pasado. Pero el aire aún en su silencio le hablará a una naturaleza sana y limpia. La quietud será el trono donde habitarán las almas.

Afuera el diluvio acechaba con fuerza. El yérik comenzaba a colapsar, mientras el furor del viento soplaba con virulencia. Sentí temor. 

En ese instante el silencio se quebró ante el giro repentino del picaporte.  Mijail ingresó mojado hasta las pestañas. 

—¡Llegaste temprano!

—¿Temprano? Son las doce de la noche. El Volga comenzó a crecer, y la embarcación entorpeció el regreso. ¡Estoy empapado!

Mientras me comentaba las peripecias de la pesca en esa noche de tormenta y dejaba su ushanka sobre la silla, se sintió sorprendido ante la presencia de Anastasia. 

—Milenka, ¿qué hace Anastasia a estas horas de la noche? —preguntó eufórico y añadió—: Pobre mujer, prepárale algo para cenar. 

Me asombró la actitud de Mijail, que con frecuencia sentía rechazo por la presencia de Resurrección, o Anastasia, como todos la conocíamos. Pero, en verdad, estaba más preocupada por no haberle podido preparar el pelmení.  Me había sorprendido el paso del tiempo, ya que estaba segura de que la vecina había permanecido sentada solo unos minutos.

—Es que Anastasia me pidió pasar y me contó no sé qué cosa de una bisnieta y de un virus y de una pantalla trasparente. En fin, ya preparo la cena. 

—¡Que se quede a comer con nosotros, y así nos cuenta otra de sus tantas historias!

—Es verdad, Mijail, pobre mujer, está tan sola…


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