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Todos son muy raros en la ciudad

"Padre siempre les dijo que no fuesen a la ciudad."

El Arca de Luis 01/11/2020 Luis García Orihuela
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POSDATA Digital Press | Argentina

Luis García Orihuela
Por Luis  García  Orihuela | Escritor | Poeta | Dibujante



Padre siempre les dijo en vida que se abstuvieran de la ciudad y de sus gentes. En la ciudad, decía, “son todos muy raros”. No se parecen a nosotros. Y así, con esas mismas palabras, lo repetía una y otra vez siempre que lo consideraba oportuno.

Sus dos hijos aceptaron a pies juntillas lo que padre les decía desde ya muy pequeños. Sabían del amor que profesaba por ellos y de lo muy atento que estaba a todo lo que hacían y a dónde se encontraban a cada momento. Desde que falleciera su esposa, la preocupación por ellos había ido en aumento hasta la fatal caída por el barranco y su consiguiente muerte poco después.

 Ya de pequeños salían a cazar con padre por las inmediaciones a la casa. Luego cuando comenzó a escasear la caza fueron alejándose más y más. A veces permanecían varios días fuera de casa, pero siempre regresaban con los zurrones llenos. Subir a los árboles no les resultaba para nada complicado, y cuando daban con  una madriguera se introducían en ella para capturar a las liebres que no tenían por dónde escapar.

 De los dos hermanos, Eloisa era la mayor, le sacaba algo más de un año a su hermano Abel y casi un palmo de altura. Al quedarse huérfanos se encontraron como herencia la pequeña casa en la que habían nacido y crecido, las pocas ovejas y gallinas que su padre les dejara, Tim, el viejo perro que las cuidaba y poco más aparte de lo puesto. Una noche, después de cenar una liebre a la luz de la fogata, frente la casa, decidieron que deberían probar suerte en la ciudad. Lo echarían  a suertes quien se iba y quién se  quedaría al frente de la casa y de los animales. 

 Aunque nunca habían estado en la ciudad, sabían bien en que dirección se encontraba por las indicaciones de padre de hacia dónde nunca deberían de alejarse. Prepararon lo mejor que pudieron un hatillo con algo de comida, agua y ropa. Tras despedirse con un cálido abrazo, Eloisa se alejó dejando el sol a su espalda y con el temor emergiendo a cada paso que daba delante de ella. Se dirigió hacia donde padre dijo nunca fuesen.

 Para cuando Eloisa llegó a la ciudad ya había anochecido. Había abandonado la carretera por la que había caminado durante los últimos kilómetros, y se detuvo a las puertas de entrada a la ciudad. Se quedó allí mismo de pie. Quieta. Ensimismada. Sin saber que hacer. Se sentía perdida ante aquel lugar plagado de casas enormes iluminadas por dentro como grandes ojos centelleantes y por fuera con potentes luces que se desplazaban a uno y otro lado. A pesar de la hora, había mucho ruido y gente yendo y viniendo. Se arrepintió de la decisión que habían tomado, pero ya era tarde para echarse atrás. Así las cosas, decidió pasar la noche resguardada en algún lugar que le pareciera seguro, y al día siguiente, regresar a casa, junto a su hermano. Como les dijo padre, aquello no era para ellos.

De repente apareció, como surgido de la nada, un chico con un gorro de aspecto metalizado en la cabeza y montado sobre una bicicleta sin pedales ni cadenas que se movía rápidamente hacia ella. La arrolló.

Antes de quedar desvanecida a causa del fuerte impacto, pudo ver como el joven se acercaba hacia ella y comenzaba a hablar con algo que llevaba en la mano.

Despertó. Luces azules que giraban iluminaban todo alrededor de Eloisa. Sintió escozor en un brazo al notar que le ponían alcohol sobre una pequeña herida que se había hecho. Asustada intentó sin éxito zafarse del hombre de amarillo que la sujetaba.

No sabía el porqué aquellos hombres armados y vestidos de azul le hacían tantas y tantas preguntas. Hablaban siempre muy rápidos y con frases muy largas. Parecían tener prisa en todo momento. Padre siempre había sido de hablar poco y con frases cortas. Les había enseñado palabras y su significado, pero no a leerlas si las veían escritas.

Los de azul insistían mientras los de amarillo le curaban la herida y la vendaban. Querían saber dónde vivía, pero aparte de su nombre Eloisa no les dijo una palabra más. No quería llevarlos dónde su hermano. Dándose por vencidos e incapaces de sacarle ninguna información más, El que parecía estar al mando habló hacia su hombro apretando una especie de cajita negra. Solicitó instrucciones, y al momento Eloisa pudo oír como una voz seca y autoritaria le contestaba indicándole qué era lo que debían de hacer. Se despidió diciendo “recibido.” Eloisa no comprendía por dónde había salido aquella voz ni el porqué decía que había recibido si no le habían dado nada. ¿Acaso estaban locos los que vivían en la ciudad y por eso padre les insistió siempre en alejarse de la ciudad? Se dejó llevar hacia lo que ellos llamaron el coche patrulla. Las luces azules que salían de él le daban cierta tranquilidad. Nunca había visto unas luces tan bonitas como aquellas. Abrieron una puerta que no tenía pomo y le agacharon la cabeza para que no se diera un golpe con el techo.

 El viaje metida allí dentro se le hizo breve e intenso. Ellos hablaban entre si y, de vez en cuando, el más joven se giraba hacia ella para ver lo que hacía o para preguntarle algo que ella nunca respondía. Pensaban que se había perdido o escapado de su casa. Eloisa les escuchaba sin dejar de mirarlo todo. No les prestaba atención. Olía la tapicería del asiento y daba saltos sobre ella hasta que fue regañada por el que era más mayor. Por la ventana acristalada miraba llena de curiosidad todo cuanto aparecía ante sus ojos. Todo cuanto veía ante ella era nuevo. Hileras de edificios desfilaban a gran velocidad a uno y otro lado. Pensó en su hermano y en que andaría él en aquel momento. Se dio cuenta de que le echaba mucho de menos. Era una sensación nueva para ella. Nunca desde que naciera se había separado ni un solo día. Su ausencia también formaba parte ahora de las sensaciones nuevas.

Llegaron a un lugar en el que se detuvieron y la hicieron bajar. Era una casa con más hombres y mujeres vestidos de azul. Saludaron a uno de ellos con el pelo blanco que se encontraba nada más entrar sentado tras una mesa. Les dijo algo que no llegó a entender y sin detenerse avanzaron con ella por un pasillo tenuemente iluminado, desde el cual, se podía ver la calle. El lugar olía a café y a humedad. Abrieron una puerta y la hicieron pasar. Tras comprobar que todo estaba en perfecto orden, la dejaron y cerraron con llave al salir.

Eloisa se sentó en una de las dos sillas que había como único mobiliario, aparte de la ajada mesa que hacía las veces de escritorio. No sabía que hacer, pero si era consciente de que la habían dejado encerrada con llave en aquella habitación que carecía de ventanas. De pronto sintió que tenía hambre. No había comido nada desde que saliera en la mañana. Eloisa cayó entonces en la cuenta de que el hatillo no seguía con ella. Levantándose, se dirigió a la puerta, pero a pesar de las voces dadas y algunos golpes con la mano, nadie apareció.

Eloisa regresó a la mesa nuevamente. Estaba desolada, hambrienta y dolorida, pero sintió que la quemazón del brazo había desaparecido como en tantas otras heridas sufridas al trepar a los árboles o meterse en las madrigueras. Fue entonces cuando reparó que se había sentado en esa ocasión en la silla contraria, y que desde allí se veía, aunque no supiese lo que era, un conducto de ventilación que daba a la calle. Era muy pequeño.

 Eloisa arrastró la silla y sonrió. Aquello era como una madriguera. Su padre tenía razón cuando les decía que la gente de la ciudad era rara.

 

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