La última morada

"El amor sólo descansa cuando muere. Un amor vivo es un amor en conflicto. Paulo Coelho".

El Arca de Luis 14/08/2021 Luis Garcia Oihuela
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POSDATA Digital Press | Argentina

Luis García Orihuela

Por Luis García Orihhuela | Escritor | Poeta | Dibujante

 

 

Permítanme que me presente, me llamo Jean Paul Fortier. Tengo 37 años y desde hace aproximadamente una década me dedico junto a mi padre a la venta de inmuebles en la zona de Hendaya. Durante estos años he satisfecho en la inmobiliaria familiar las necesidades de todos mis clientes habituales y de los nuevos compradores. Algunos de los clientes han sido en ocasiones muy estrictos en cuanto a sus exigencias y muy raros en sus gustos y preferencias respecto al lugar en donde comprarse una vivienda. Pero nada comparable con lo que me ha acontecido en estas fechas recientes. Me dejó huella y me ha hecho pensar en mi futuro, en  mi esposa y en mis dos hijos.

Que un matrimonio mayor me contactase para que les buscase una casa o un apartamento no entraría en algo que se pudiese clasificar como extraño o inusual, pero el que buscasen una casa en dónde vivir que fuese menos grande que su actual domicilio ya me resultaba cuando menos algo chocante en  mi día a día, máxime una vez conocido por ellos mismos los motivos que les llevaba a dicho criterio de búsqueda. En una pareja joven era fácil se diesen situaciones similares. Se embarcaban a comprar con empleos precarios viviendas más allá de sus posibilidades económicas. Luego tal y como mi padre me había dicho en múltiples ocasiones, les tocaba seguir a la “antigua usanza”. Esta no era otra que empezar comprando algo más pequeño y asequible a sus limitados bolsillos que debían de pasar inexorablemente por préstamos bancarios a largo plazo y con unos intereses de usura. Pero en el caso de matrimonios mayores la cosa pintaba de distinto color. Lo habitual era la no dependencia de préstamos o hipotecas y su total posesión de la vivienda sin cargas externas que limitasen sus posibilidades.

 Nos conocimos en la inmobiliaria. Tras firmar el contrato con exclusividad por un periodo de tres meses y el consabido porcentaje para la inmobiliaria en el caso de compra, había iniciado consulta con los señores Rausell tal y como era mi modo habitual de trabajo.

Desde un primer momento Don Antonio Rausell se mostró con un carácter afable y campechano,  cercano. Vi enseguida era ese tipo de persona que cae bien nada más verla, aún antes de haberle hablado. Con algo más de 75 años de edad, era una persona todavía vigorosa y con una buena planta. De tez curtida por el sol y unas grandes manos nervudas cubiertas de un plateado bello que le confería un aire más distinguido y un aspecto bonachón y simpático. Su apretón de manos fue firme y sincero. Su rostro, ya de por sí ancho, agrietado y sonrosado en los mofletes, aparentaba ser un sujeto de trato fácil. Sentí aquellos ojos que tenía pequeños pero muy vivaces clavados en mi persona. Parecían no perder detalle alguno de cuanto pasaba a su alrededor.

—Venga esos cinco, Don Antonio —le dije ofreciéndole mi diestra con la mejor sonrisa posible por mi parte y mirándole sin miedo a los ojos.

—No. No... Tan sólo Tonio. Todos me dicen así. Tonio a secas. Nada de formulismos incómodos. Ahorrémonos ese ceremonial innecesario tan molesto siempre por otra parte.

—Como usted... —corregí inmediatamente mi torpeza— cómo digas, Tonio. Gracias por la confianza. Se agradece. Sentaros por favor.

Durante el encuentro poco a poco me fueron poniendo al corriente de sus preferencias y gustos, así como de las prioridades que debería de respetar de facto a la hora de ofrecerles un posible nuevo hogar si quería que llegasen a comprarlo.

Doña Clara (Clari o Clarita para Tonio) era una mujer recia, algo menuda y callada, pero no de ese tipo de mudita por no saber que decir, sino todo lo contrario. Sus silencios eran inteligentes, propios de alguien que sabe escuchar y no habla si no tiene nada que decir. Ella, hija de padres catalanes. Había transcurrido toda su vida en Santa Coloma de Gramanet, en Barcelona. Tonio, un valenciano de pura cepa, muy campechano y dicharachero había nacido y crecido en Lliria, en Valencia.

 Tonio una vez más me hizo hincapié en lo que buscaban.

—Mira, Jean Paul, —me dijo como si fuera un maestro dirigiéndose a su querida clase o un padre condescendiente hablándole a su hijo— nosotros lo que queremos es algo alejado de ruidos y bullicios. De eso no queremos nada. Una casa con dos dormitorios y dos aseos a ser posible. Tan solo eso deseamos. Independencia, intimidad, silencio.

Al decir su última frase no se me escapó un pequeño guiño que le hizo a su esposa. Entendí se trataba de un lenguaje entre ellos. Una pequeña broma que le gastaba a Clara al recalcar con un tono de voz diferente la palabra “independencia”.

—Y una cocina por la que pueda moverme con comodidad, sin chocar con este montón de huesos —apuntillo doña Clara señalando a su marido que sonreía.

—¿Ves, Jean Paul? El amor no puede estar oculto entre nosotros. ¡Ah! ya se me olvidaba, La cocina sin encimeras de vitrocerámica o de inducción. Las odio con toda mi alma aunque esté mal el decirlo y Dios nos diga que no debemos odiar. Son  muy lindas, pero poco prácticas, la verdad. La quiero de hornillo con llamas. Como las cocinas de toda la vida.

Y Tonio se rió con esa risa que uno al escucharla sabe que es espontánea y auténtica, que invita a reír uno también aunque no esté bien el hacerlo. Tonio era un hombre como decía mi padre de los de antes. Un hombre de los pies a la cabeza. De la vieja escuela, de la cual ya eran pocos los que quedaban. No tengo la menor duda de que con su señora Clara (que cuanto apenas le llega al hombro, dicho sea d epaso) ha de ser tan tierno como un pan de molde recién horneado o un panqueque. 

—Dos dormitorios… —Tomé nota en mi ficha del ordenador— ¿Uno grande para los dos y otro mas pequeño para futuros invitados? ¿Cierto?

Don Antonio volvió a reír y comprensivo contestó a mi pregunta.

—No. Para nada Jean Paul. Dos dormitorios igual de grandes. Uno para cada uno. —y acto seguido aclaró sentenciando con sus palabras y sus gestos. La mano cerrada y el dedo índice señalando al techo de la inmobiliaria— Con los años llegarás a la conclusión de que para dormir —y en eso se hacen entre ellos un guiño pícaro— no hay nada como dormir solos. Los huesos lo agradecen y mucho. Puedes creerme.

—¡Ay, Tonio!, déjate de monsergas y zarandajas. Este joven tan encantador de seguro prefiere una cama grande y bien mullidita… para dos. ¿Verdad? Y el tiempo necesario para deshacerla. ¿O me equivoco?

Como pude eludí de la mejor manera posible la embarazosa pregunta de doña Clara. Lo hice cambiando de tema y preguntándoles por su situación económica cual era y el motivo por el que dejaban su tierra natal, España, para irse a vivir a Francia, en dónde nunca antes habían estado ni tan siquiera como turistas.

—Pues mira, —dijo doña Clara acercando la silla a la mesa y anticipándose a su marido que andaba distraído mirando el dispensador de agua de la inmobiliaria como si éste fuese un extraño objeto llegado del espacio exterior— al final hemos llegado a la aceptación mutua de que antes se terminará de hacer la Sagrada Familia de Gaudí, que llegarán a una solución; o al menos a algún tipo de acuerdo sobre el tema del independentismo catalán. Y no estamos dispuestos a esperar. Estamos hartos, querido Jean Paul. Hartos. ¿Comprendes? No queremos formar parte de ningún bando. Así de sencillo y de complejo a la vez. No esperamos encontrar en Francia una nueva casa o una nueva vida. Eso ya pasó a la historia para nosotros. ¿Verdad, Tonio? Buscamos el retiro placentero de nuestra última morada.

Tonio se acercó y la tomó de la mano sin decir nada. Sus ojos tan pequeños y vivaces como cuando llegaron lo decían todo.


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