Un punto de arranque
"En ocasiones las apariencias engañan llegado el momento"
El Arca de Luis07/09/2021 Luis García Orihuela
POSDATA Digital Press | Argentina
Luis García Oriuela |Escritor | Poeta | Dibujante
Entró al bar y fue directamente hacía la barra. Era temprano, apenas algo más de las cuatro y media de la tarde de un dos de agosto. Había varios tipos sentados en los taburetes y otros repartidos por el salón del local, sentados a las mesas con algunas consumiciones que ya habían pasado a mejor vida. Sus rostros sufrieron una leve simbiosis, nada más verla aparecer con aquellos andares desgarbados. No era para menos. Su minifalda se balanceaba cadenciosa dejando ver unas largas piernas tonificadas, cuyos muslos prietos debían de haber pasado muchas horas de gimnasio y, de rayos uva a juzgar por el uniforme bronceado que mostraban. Al hombro, colgaba un bolso blanco de cadena dorada, a juego con sus zapatos blancos de aguja.
En el interior, un ventilador de techo se esforzaba por mantener el local algo más fresco que la calle.
Llegó junto a la barra, tomó uno de los taburetes vacíos y tras limpiar el asiento con una de las servilletas, se sentó con las piernas cruzadas. La falda quedó subida algo más, ante la atenta mirada del camarero que no perdía detalle de nada.
—¿Qué va a ser? —dijo el camarero, con desgana manifiesta y mostrando la oquedad existente entre sus dientes delanteros de un amarillo desvaído con manchas de nicotina.
—Whisky, con un tercio de agua. Sea exacto —La voz de la mujer fue fría y tajante.
El camarero asintió y sin consultarle la marca, fue directo a tomar la botella más cara del estante.
La mujer consultó su Lotus oro. Iba bien de tiempo para su consulta semanal con el psicólogo. La cita la tenía los jueves a las cinco de la tarde. Lo tenía justamente enfrente del bar. Cruzar la calle le llevaría tan solo unos pocos minutos y el ascensor le conduciría al sexto piso en poco más de dos minutos.
El camarero dejó el whisky sobre la barra. Tomó el mando a distancia y conectó el televisor de plasma,, que ocupaba media pared del fondo. Lo único moderno de todo el bar. Las mesas bien habrían valido para una escena de la serie del bandolero Curro Jiménez.
La mujer,, tomando el vaso dio un sorbo, chasqueó la lengua y de un trago se lo ventiló sin pestañear. Hizo un gesto al camarero.
—Otro.
El local olía mal. Los olores de la cocina se mezclaban con los de los baños. Era un hedor fuerte, denso y pegajoso. De la cocina, salía una nube oscura con un olor a aceite requemado y pescado refrito.
El camarero sirvió el whisky y siguió cambiando de canal con el mando. Lo dejó en un canal que transmitía una corrida de toros, que se estaba celebrando en directo. Le dio voz y subió el volumen.
La mujer jugó con su melena rubia, metiendo los dedos entre sus rizos a modo de peine, luego tomó el vaso y girando levemente el taburete, miró como el diestro apuntillaba con su afilada espada al toro. La sangre de la bestia comenzó a brotar y la ardiente arena a teñirse de rojo. La mujer dibujó una sutil sonrisa al ver expandirse la sangre por doquier. El toro cayó como un fardo de tierra y quedó quieto, allí mismo.
Sus labios pintados con Charlotte Tilbury dejaron una marca roja en el turbio y viejo vaso. Se terminó el whisky y sin preguntar el importe de lo bebido, dejó un billete debajo del vaso y salió a la calle, El Lotus indicaba próxima las cinco de la tarde.
Cruzó la calle por el paso cebra. El sol caía como sacos de cemento, lanzados desde lo alto del Empire State Building. La mujer sin embargo, no parecía preocuparla lo más mínimo, tan solo agradeció perder el olor a fritos del bar.
Llegó a la entrada y llamó al timbre. Después de un breve sonido eléctrico en la cerradura de la puerta, el pestillo se retiró dejando el paso libre. Cerró tras de sí y se dirigió al ascensor. Entró y pulsó el quinto piso.
—Hola, Marina. Pasa y ponte cómoda.
—Como si estuviera en mi casa, ¿eh, Hank? Con todas las sesiones que llevo pagadas bien podría ser mía.
Hank no dijo nada. En cierto modo ese era su estilo con los clientes. Dejar que fueran ellos quienes hablasen y el tomar notas en su libreta. Hank rondaba por encima de los cincuenta. Su cabeza era redonda como una bola de billar. Tan solo sus ojos de un tono almendrado oscuro sobresalían y transmitían inteligencia. Su labio inferior, algo caído hacia la izquierda, permitía un pequeño reguero de saliva al hablar. Comprobó de un vistazo rápido su consulta. Aparentemente, dictaminó que todo estaba en su sitio y que no había nada que pudiese ser utilizado como un arma contra él. Todo estaba en su sitio y así debía permanecer en las consultas con sus pacientes. Hasta el cenicero había tenido el buen cuidado de comprarlo de plástico. El gran ventanal de la estancia tamizaba la luz con un estor con estampados japoneses de vegetación. Nada de cortinas sujetas a barras metálicas o de madera. Frank se sentía satisfecho de la seguridad de su entorno. De hecho, alardeaba de ello cuando se tomaba alguna copa de más, fuera de su consulta. Tomó un pequeño despertador y lo programó para que sonara a las seis en punto, luego se sentó en el inamovible sillón de cuero que usaba para tomar notas. Marina dejó su bolso sobre la mesita de té y permaneció de pie.
—¿No te quieres sentar, Marina?
—No. Prefiero estar de pie. Al menos, hasta que se me pase el sudor. Abajo es un infierno de calor. Y esta ropa que llevo se arruga con facilidad. La llevo pegada al cuerpo.
—Comprendo. Como quieras pues. —Hank sacó unas lentes de su bolsillo de la camisa y leyó sus notas— El jueves pasado me dijiste que sentías “una mayor ansia destructiva. Anuladora de vida”.
—Así es. Exactamente, eso dije. Eso es lo que siento.
—¿Y a lo largo de esta semana, has sentido alguna mejoría? ¿Sigues con las jaquecas?
Hank rebuscó en su bolsillo y tomó un pequeño bolígrafo.
—Oh no. Todo sigue igual, Hank. Creo que incluso peor. Por eso, vengo aquí y te pago como si me regalases vida.
Hank miró a los ojos de Marina Louise, se ajustó las gafas y tomó notas en su libreta. Luego, jugó girando el gusanillo que sujetaba las hojas. Marina llevaba visitándole más de un año. Pensó en lo extraño de la vida. Marina era una mujer de algo más de treinta años. Permanecía soltera, incomprensiblemente dada su espectacular belleza y lo mucho que cuidaba su físico. Cualquier hombre sería más que feliz con una mujer así y sin embargo, ella mostraba aversión hacia el género masculino. Era algo innato en ella. Al principio de tratarla, había pensado que podía haber sido violada de joven o de muy niña. Incluso forzada sexualmente por algún familiar o por su propio padre. Pero, nada de eso había ocurrido. Hank le miró las piernas. No quería, pero sus ojos siguieron el vuelo de la falda que dejaba ver sus muslos.
—Quizás, debamos aumentar las pastillas que tomas Marina…
—¡No! ¡Nada de pastillas! Me debilitan cuando las tomo.
—Pero, Marina, se trata de que te relajen. Deberías salir más… relacionarte con la gente.
—¿Relacionarme? ¿Me está proponiendo, señor Hank Muller, licenciado en psicología, que acuda a fiestas y me enrolle con el primer tipo que se me cruce por delante?
Marina se detuvo y al momento dio un paso rápido hacia Hank que la observaba sin saber bien qué decirle.
—¿Es eso lo que quiere que haga? ¿Su gran propuesta a sesenta pavos la hora?
—Por favor, cálmate Marina. Debes serenarte. Esta actitud no conduce a nada bueno y lo sabes. Lo hemos hablado ya en otras sesiones. Debes buscar un punto de arranque en tu vida y superar tus miedos. Tu odio hacia los hombres.
—Puede que lleves razón, Hank.
—La llevo. Puedes creerme.
—¿Podrías darme un vaso de agua?
—Claro. Ahora mismo te traigo un vaso de agua fresca.
Marina se sentó en el diván. Agachó la cabeza. Introdujo sus dedos y acarició sus rizos. Hank se levantó del sillón y dejó su libreta sobre la mesita de té. Marina se levantó con celeridad, nada más verle desaparecer tras la puerta que daba a la dependencia contigua.
Cuando Hank regresó con el vaso de agua en la mano, lo primero que vio fue que Marina no seguía sentada en el diván y que no estaba a la vista. Lo segundo que observó, fue que su libreta de notas estaba sobre la mesa de té con las hojas sueltas. Lo siguiente que notó, fue cómo el gusanillo de la libreta se cernía sobre su cuello y unas fuertes manos tiraban de él y le dejaban sin oxígeno. El vaso cayó de sus manos y se rompió al chocar con la moqueta.
Minutos después, Marina sacaba de su bolso una camiseta de tirantes, una visera, unos pantalones ajustados y unas zapatillas.
Salía de la consulta, cuando sonó el despertador anunciando el fin de la visita.
—Hoy, sí te has ganado los sesenta pavos, Hank. ¿Sabes? Tenías razón en algo. Tenía necesidad de hallar un punto de arranque y gracias a ti, lo he hecho.
Dos minutos después, una mujer joven salía del ascensor, tiraba un bolso blanco y comenzaba a correr calle abajo con un Lotus oro en la muñeca.
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