POSDATA Digital Press | Argentina
Por Luis García Orihuela | Escritor | Poeta | Escritor
Marina Louise extendió su toalla sobre la arena de la playa de Venice Beach. Eran poco más de las siete de la mañana y apenas había nadie en las inmediaciones. Una pareja paseaba por la orilla, mojándose los pies en las olas que les llegaban. Por la forma de andar y de ir cogidos de las manos, dedujo era un matrimonio entrado en años en busca de algo de salud. En la cercana pista de skate, comenzaban a llegar los primeros jóvenes con sus patines, dispuestos a pasar el día entero saltando las rampas y zambulléndose por los huecos con mayor dificultad del parque. Los primeros sonidos característicos al saltar comenzaron a oírse con una cierta cadencia. En un rato, Venice Beach estaría llena de curiosos, visitantes llegados de todo el mundo dispuestos a dejar su dinero en unos pocos días, y algunos otros más valientes a competir en el pasaje Marítimo con los culturistas de la sala de musculación. Tampoco faltarían los descuideros, pendientes de agenciarse lo de otros, al primer descuido que cometiesen.
Marina Louise se quitó el pareo dejando ver su fantástica y escultural figura, apenas cubierta por un escueto bikini rojo que resaltaba aún más su cuidado, trabajado y atractivo cuerpo.
Del Balneario salieron un par de empleados a colocar las mesas y sillas de la terraza y abrir sus respectivas sombrillas. Saludaron con las manos a Marina Louise que, viéndolos, les devolvió el saludo desde la distancia. Luego, guardó su pareo en el bolso Big Bombay rojo a juego con las sandalias y el bikini. Sacó la botella del protector solar y sentándose sobre la toalla, quitó el tapón y se puso una buena cantidad en las manos. Los empleados se detuvieron en su tarea y se quedaron viendo cómo Marina Louise untaba el protector solar cerca de sus pechos y piernas. No le preocupó saber que las miradas libinidosas de los dos empleados recorrieran libremente su tersa piel en busca de deseos ocultos, insatisfechos. Estaba acostumbrada a que los hombres la desearan sexualmente. Terminó de ponerse el protector solar y se tumbó boca arriba, en la toalla cuan larga era.
Mientras pasaba los brazos por detrás de su cabeza, cerró los ojos y se relajó. En el Balneario, nunca sabrían lo acertado de su nombre para ella: El Refugio. Se rió al pensar que tampoco estaba nada mal elegido “El Matador Beach”, la playa de Malibú. Seguramente, sus rocas escarpadas o la presencia de tiburones debían de tener algo que ver con su nombre y no con un asesino en la zona. Tampoco es que hiciera falta. Para ello ya estaba ella por las costas californianas.
Durante un rato, se quedó quieta. Adoraba sentir los primeros rayos del sol cuando el calor era tenue como el tierno abrazo de un amante. Recordaba el jueves de la cita con Hank, su psicólogo y de algún modo, maestro inspirador del destino de ella y del asesinato de él mismo a sus manos. Le estaba agradecida. Le había dado el motivo por el cual vivir y sentirse viva de verdad. Estrangularlo con el gusanillo de su propia libreta de anotaciones había sido algo sublime y difícil de imaginar. Mejor que acostarse con el más estupendo amante del mundo. Aquella sensación era insuperable. La hizo sentirse más auténtica y real que nunca. Durante varias semanas, compró y revisó la prensa local en busca de alguna noticia referente al asesinato de Hank o de su ejecutor. Apenas fueron unas pocas líneas las que se publicaron al día siguiente. Al fin y al cabo, el psicoanalista, el bueno de Hank, tampoco es que fuera un famoso de Hollywood o una persona querida socialmente. Nadie le echó en falta. Si a caso algún paciente loco de los que acudían a su consulta. Marina sonrió pensando que una era ella. Una pena no volver a repetir el momento sublime. Volver a matarlo. Pero, habría otros.
Se dio la vuelta y se desató el bikini.
Marina había dedicado tiempo en pensar con quiénes podría satisfacer su imperiosa necesidad de asesinar y de cómo podría elegir y llegar a sus víctimas. No quería hacerlo con gente inocente y sin embargo, sabía que llegado el momento podría ocurrir. Tampoco tenía muy claro si asesinar a mujeres sería lo mismo y la colmaría aplacando a sus demonios más ocultos. Lo que sentía era una sed de sangre similar a la de un vampiro del mundo del cine. Únicamente, satisfaciendo esa necesidad podría vivir con normalidad en un mundo que no estaba hecho para ella. Había creado por medio de Internet un consultorio sentimental. Le había puesto el nombre de Consultorio de la señorita Pepper. Le iba bien ese nombre. En el poco tiempo que llevaba, eran muchas las mujeres que entraban a contarle sus problemas personales y pedirle consejos de toda índole. La inmensa mayoría, inconvenientes de una manera u otra con los hombres. Problemas de abusos, maltratos físicos, divorcios, jefes que daban trabajo a cambio de sexo, prostitutas con sus chulos y problemas con los hombres en general, en su día a día. Marina tomaba buena nota de todo. Observaba y aprendía. Había pensado en la posibilidad de, más adelante, crearse una emisora online. Incluso había llegado a barajar algunos nombres. El problema que le veía era el horario de emisión, ya que la noche parecía ser la más adecuada y atractiva, pero también era su hora preferida para salir de caza en busca de sus presas. Marina se ató nuevamente el bikini y se levantó. Espolsó la arena que se le había quedado pegada y dejando allí mismo las cosas, se adentró en la playa. Cuando fuera de noche, tendría faena y quería estar bien preparada.
Marina se había vestido de negro de pies a cabeza. A juego con la noche y con la peluca que llevaba oculta en su Kawasaki ZZR del 90. Le encantaba recorrer la ciudad con aquella moto. Única parte física heredada a la muerte de su padre. El resto que le había dejado tan solo era dinero. Nunca llegó a comprar una casa a la que poder llamar hogar. Su vida había transcurrido en pensiones de mala muerte y habitaciones alquiladas en las que nadie en su sano juicio habría llegado a frecuentar. Pero, su padre había sido de otra pasta. Borracho empedernido a todas horas, sin trabajo habitualmente. Solo de noche, con su máquina de escribir, se había sentido de algún modo satisfecho. El resto eran pastillas mezcladas de cualquier tipo, latas de cerveza, botellas de vino barato y prostitutas que no tenían donde caerse muertas y que sucumbían ante él, buscando algo que beber con alguien que supiera escucharlas, y que quizás, tuviera razón y fuera un genio literario mejor que Hemingway. Luego, llegó Linda, su madre, y de algún modo consiguió hacerle algo más humano. A los 65 años su padre, Charles Hoffmann, pasó a convertirse en un escritor famoso que se lo rifaban por conseguir tenerlo en programas de TV, radio, y talleres literarios. Siempre, le llamaban por teléfono buscando entrevistarle en revistas como Kenyon Review. Sewanee o Partisan Review. Pero, pocas veces aceptaba desplazarse hasta ellas o recibirlas en su domicilio, a pesar de que le ofrecían cantidades de dinero con muchos ceros. Sin quererlo, llegó a convertirse en un icono de la literatura estadounidense.
Marina pasó el día dentro del balneario, en la que era una visitante habitual y aceptada de buen grado por todos los empleados del mismo. Cuando llegó la noche, tomó su bolso Lillie negro de Michael Kors y salió diciendo en recepción que regresaría tarde. A nadie le llamó la atención. De normal, sabían de sus salidas, a veces, a altas horas de la madrugada.
Marina cruzó a la calle de enfrente y se alejó dando a entender que paseaba sin un rumbo fijo. De vez en cuando, miraba de reojo para comprobar que no era seguida por nadie. Varias veces, aprovechó los reflejos de los escaparates para asegurarse de forma más discreta. Cuando estuvo segura, llegó a donde tenía aparcada una furgoneta de su propiedad, una Mercedes Sprinter Van negra. La abrió y entró.
Minutos después, de su interior salió totalmente diferente de aspecto. Llevaba unos leggings negros ajustados de cuero con unos detalles sexy en los cordones frontales, que le daban un aspecto muy punk. Su maravillosa melena rubia ahora era lisa hasta la media espalda y negra con brillos azules. Las botas moteras de Tommy Hilfiger remataban y acentuaban su escultural belleza. Caminó calle abajo consciente de que todos los hombres con los que se cruzaba se giraban para seguir viéndola. No le importó. Llegó a un taller y entró. Un mecánico con un mono azul desgastado y un bolsillo medio roto con la solapa caída, se afanaba con el motor de un Dodge Charger del 66, de color rojo fuego y capota negra. Sin llegar a girarse, se dirigió a ella.
—¿Vienes por tu pequeña? Está lista y con ganas de rugirle a la ciudad —Se dio la vuelta, y como pudo, se frotó y limpió las manos manchadas de aceite de motor con un trapo tan sucio como sus manos.
—Diablos, Matt, apestas a gasolina y lubricantes. Si encendiera una cerilla aquí, ahora mismo, arderías por combustión espontánea como una antorcha humana.
—Ya lo sé nena, pero qué quieres… éste es mi trabajo.
—Lo sé. Es tu mundo.
Marina le guiñó un ojo y se dirigió hacia su único amor. Una Kawasaki ZZR 1100. Un modelo de los 90 con la tapicería en negro y los adornos en un azul metalizado. La arrancó y la aceleró. El rugido del motor inundó el taller. Al pasar donde seguía Matt, derrapó y se detuvo a su lado a escasos centímetros y se puso el casco.
—Volveré.
Marina salió a la calle, revisó la dirección, se puso los guantes y salió disparada. No necesitaba disponer del localizador de la IP para saber por dónde encontrar a la mujer que buscaba. En su consultorio sentimental como la señorita Pepper, había conversado bastantes veces con Stella Capris (alías Leila) y sabía bien de las palizas sufridas a manos de uno de sus clientes.
Venice, de noche, era muy distinta. Tomó por Speedway y entró por Westminster hasta llegar a El Bordello Alexandra. Un hotel de artistas que en 1906 había sido un burdel para ferroviarios y marineros. Marina aparcó enfrente y tomando su bolso en bandolera se detuvo unos instantes para contemplar su fantástica fachada, adornada en el techo con grandes gárgolas. Un ángel de San Miguel y un Poseidón conduciendo delfines parecían estar protegiendo aquel lugar. Sus siluetas resultaban inquietantes al verse recortadas por la luz de la luna.
—Hora de trabajar —dijo Marina, todavía impresionada por la fachada multicolor. Cambió los guantes por otros de piel más finos.
Una vez dentro, averiguó que eran siete apartamentos y sus inquilinos forman como una especie de lazo familiar. Había cuadros por todas partes, de mujeres en su mayoría, y multitud de objetos que le conferían el aspecto de un extraño barroco. Era como si se hubiera adentrado en el cuadro del Jardín de las Delicias del Bosco. Paraíso, vida terrenal e infierno parecían estar representados en su interior. Marina no tardó en averiguar cuál era el apartamento de Stella Capris. Llegó a su puerta y llamó. Sabía que está dentro y preparándose para salir a su cita.
—Un momento. Ya voy.
La puerta se abrió y apareció Stella Capris vestida con un albornoz hasta los pies y enrollándose una toalla en la cabeza.
—¿Quién eres?
—Te traigo este dinero para cubrir tus beneficios de esta noche—dijo Marina, acercándole a sus manos un buen fajo de billetes.
Minutos después, Marina salía del departamento. Stella Capris, —Leila—, había sucumbido a los efectos del pañuelo con cloroformo. La acción de Marina la había pillado por sorpresa.
—Bien, una cosa menos. Ahora a por el “Ruso” —Se dijo Marina en voz alta.
Minutos después, aparcaba la Kawasaki en el 1697 de la Avenida Pacific. Frente al Hotel Erwin. Cuando iba a cruzar vio a un chico negro que encendía un cigarrillo rubio. Se dirigió a él acentuando el movimiento de sus caderas.
—Te compro el paquete y el encendedor.
—No está entero el paquete. Y no quiero vender ni uno solo de los cigarrillos que me quedan. Si me das un beso podría regalarte uno, si lo haces bien.
Marina sacó un billete de 20 de la manga y lo desdobló ante sus ojos con lentitud.
—Es tuyo si aceptas. Y te daré otro más grande si vigilas mi moto hasta mi regreso.
—¿Tardarás mucho rato?
—Espero que no.
—De acuerdo. Trato hecho.
Marina tomó el paquete y el encendedor. Sin quitarse los guantes abrió su bolso y los guardó.
Marina subió los peldaños que la separaban de la entrada al hotel y cruzó el hall hacia el mostrador de recepción. Había algunas personas sentadas pendientes de sus teléfonos móviles, otras deambulando o saliendo cargadas de maletas al exterior. Nadie se preocupaba por nadie y Marina pensó que aquello era una buena señal para ella y para sus intereses. Llegó al mostrador de recepción y preguntó por Volodia Nóvikov al recepcionista. Sin mirar en qué habitación estaba hospedado este le dijo el número de la habitación. La miró comiéndosela con los ojos y le sonrió.
—Algunos hombres tienen suerte —le dijo a Marina sin quitarle los ojos de encima.
—Y otros no tanta. No lo olvide nunca —le replicó Marina sosteniéndole la mirada.
—Espero disfrute de su estancia en el Erwin, señorita...
Pero, Marina ya no estaba allí para responderle. Había salido directa al ascensor. Subió hasta el último piso, salió del ascensor y localizó la puerta que le había dicho. Llamó. Momentos después, era el propio Volodia Nóvikov quién le abría la puerta vestido con una bata blanca, de baño y le daba paso, pero sin cerrar la puerta tras él.
—Y tú, ¿quién carajo eres nena?
—Vengo por Leila. Está indispuesta —Marina contestó con voz firme y serena, por su cabeza pasó la sombra de la duda. Volodia era un tipo alto, pero sobre todo era terriblemente ancho de espaldas y se le notaba físicamente en forma. Si fallaba podría llegar a pasarlo muy mal. Dudó en si marcharse, pero ya era demasiado tarde para hacerlo. Estaba en la boca del lobo y por otro lado el desafío se convertía en algo mucho más interesante.
—¿Leila? Ah, ya sé. “Culitoprieto”. Esa putita no me satisfizo nada. Indispuesta, ¿eh? —Volodia soltó una risotada y cerró la puerta— Pasa.
Marina accedió decidida. Unas grandes cristaleras dejaban ver la terraza que daba a la piscina del hotel y desde la cual, se veía la playa y las altas palmeras del paseo, iluminadas por la luna llena. El mobiliario era de color blanco y el suelo con moqueta azul. Resultaba agradable la decoración y los puntos de luz elegidos con esmero en la estancia.
—Deja tu bolso sobre la mesita —Volodia lo dijo con un tono que no dejaba lugar a dudas. Era una orden. De su boca, salió el inconfundible olor a vodka. En la botella que había en la mesita de cristal, faltaba más de la mitad del contenido y había un vaso de cristal con vodka a medio tomar.
Marina hizo lo que le dijo y Volodia abriendo el bolso volcó su contenido sobre la mesa.
—Tranquila. En estos tiempos que corren, más vale ser precavido que un fiambre. Toda seguridad es poca.
Marina se quedó a un lado sin decir nada ni moverse. Volodia controló el contenido y tomó el paquete de tabaco— Esto mata. Bien, puedes guardar tus cosas.
—Marina recogió todo y lo guardó de nuevo en su bolso.
—¿Puedo ir al baño? Quisiera…
—Claro, claro, ve. Es ahí —le dijo indicándole la puerta. Pero, no tardes.
Marina se dio la vuelta, mientras Volodia seguía hablando. El vodca al parecer comenzaba a hacerle efecto.
— Hum… sí. A ti te voy a poner de nombre Culitoinquieto. A todas os pongo uno.
Pasados unos minutos, Volodia comenzó a impacientarse al ver que Marina no salía del cuarto de baño. Se escuchaba correr el agua de la pila y luego la de la cisterna del inodoro.
—¿Qué haces que tardas tanto? Sal ya o entraré a por ti.
Volodia se había sentado en el sillón y terminado el resto del vaso de un solo trago. Desde el interior, se oyó la voz de Marina.
—Buscaba algo para matarte, papi. Pero, como no utilice el tubo dentífrico, no veo nada que pueda servirme.
—¡Vaya!, la putita tiene sentido del humor. Me agrada ese talento tuyo Culitoinquieto.
Marina salió del baño y se acercó a Volodia siendo generosa con el movimiento de sus caderas.
—¿Te importa si enciendo un cigarrillo? Sólo dos caladas y lo apago —Sin esperar respuesta, Marina tomó el bolso, extrajo un cigarrillo del paquete y le prendió fuego por el filtro.
—¡Oh, no! Lo encendí por el filtro. Lo apagaré en la terraza. Aquí no hay ceniceros.
Abrió la puerta de la terraza y salió. La noche seguía allí, indiferente a los problemas de los demás. Miró a la luna y sonrió. Dejó el cigarrillo en el suelo y aplastó el filtro poniendo mucha atención a como lo hacía. El filtro quedó rígido y duro por la parte quemada tal y como le enseñara su padre en vida a hacerlo. Lo tomó del suelo, entró y cerró tras ella la puerta de la terraza. Volodia rellenaba de nuevo su vaso.
—Ven aquí y muéstrame lo que sabes hacer —Los ojos enrojecidos le brillaban con intensidad. Comenzó a desatarse el albornoz.
—Claro papi. Verás, lo que valgo.
De pronto, Marina en un rápido movimiento se puso tras de él y tomándole la cabeza con la mano izquierda se la echó hacía atrás con fuerza. Con la otra mano le pasó el filo quemado del cigarrillo por el cuello de un lado a otro. Volodia no pudo hacer nada para evitarlo. Tuvo unos espasmos, luego unas sacudidas y calló con el sillón hacia atrás ya muerto y cubierto de sangre.
—Tenías razón en lo que dijiste “Señor del mundo”. El tabaco mata.
Su estancia en el Erwin no había sido tan mala, después de todo.
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