
Viur
Iniciamos 2025 con la primera entrega del nuevo trabajo del destacado escritor español.
El Arca de Luis23/01/2025 Luis García Orihuela
POSDATA Digital Press | Argentina
Por Luis García Orihuela
Sinopsis
¿Quién es Viur? difícil decirlo… es un ser y son muchos en uno sólo. Viur es un personaje singular en un mundo que intenta comprender como funciona sin llegar a conseguirlo la mayoría de las veces. Lo ve todo con la ilusión de un niño cuando desenvuelve un regalo el día de Nochevieja, pero luego como hombre se entristece al verse defraudado por una sociedad que no le entiende. Intenta aprender de los demás, de lo que observa a su paso por la vida, por las calles de una ciudad que es cualquier ciudad, pero quiere hacerlo como un mero espectador en una obra de teatro, llegar al último acto sin sobresaltos y cuando caiga el telón levantarse aplaudiendo y marchar sin más.
Viur es un hombre incomprendido, solitario y que si se relaciona con gente esta también será diferente en cierto modo como él; que con el paso del tiempo se ha ido creando un mundo en su imaginación, una realidad alternativa en la cual él es el Creador y Cursiva su adorada Dulcinea que le anima y aconseja, que le empuja a continuar cuando desfallece a pesar de solo existir en su ajetreada mente. Pero con el paso del tiempo Viur descubrirá que las pastillas que toma desde la muerte de su padre a manos de un maleante, han logrado hacerle olvidar dicho asesinato y su meta final: encontrar al asesino y hacer justicia. En este nuevo giro en la historia, le acompañará y ayudará la jovial y encantadora Shin Shu Je, una artista plástica mucho más joven que él y que siente una extraña atracción por Viur.
PRÓLOGO
Mi vida ha cambiado del todo, ha dado un giro completo de ciento ochenta grados desde el asesinato de mi padre, justo al año después de fallecer mi madre de muerte natural.
La muerte de mi padre, a causa de las cuchilladas asestadas sin piedad por un viajero urbano, un maleante, justo cuando mi padre viajaba por primera vez en un Metro, ha resultado tan inesperada, a la par que cruel, al escapar su asesino, que me ha convertido en un ser diferente desde entonces. Hace ya dos años que vivo necesitado de medicación constante; una medicación capaz de poner fin a mi trastorno de identidad disociativa. Tengo treinta y siete años, estoy soltero y vivo en un mundo que desde entonces no comprendo.
A partir del entierro de mi difunto padre, mi vida se ha limitado a unos estados de soledad apenas rotos de tarde en tarde por la presencia de algún que otro vecino, o al cruce de palabras, de frases cortas, con tenderos de la zona cercana a dónde resido, que no es otro sitio que la gran y vacía mansión que fuera orgullo de mis padres y a la cual dedicaron en vida tanto de su tiempo para que en ella nunca faltara de nada, aunque eso si, sin dejar atrás sus gustos por lo clásico; quizás por el simple hecho de poder permitirse los gastos que conllevaban el hacerse de todas aquellas piezas dignas de algún museo europeo o colección privada. Algunas piezas desde luego son muy confortables, como el diván, al que solo le faltó a mi padre mandar grabarle sus iniciales para que fuera notoria su particular y evidente posesión física. Durante unos meses (lo que duró en concreto el tema del reparto de la herencia) mi hermano, al que llamaré con el apodo de Ruvi –nada más lejos de su auténtico y rutilante nombre—. Ruvi en aquellos días permanecía en la casa como una fiera enjaulada, esperando poder escapar para dar caza a su presa. Sus llamadas a los abogados apremiándoles con los trámites fueron constantes todos los días mientras duró el proceso. Se pasaba las horas encerrado recorriendo la casa a grandes zancadas de un extremo a otro con sus largas y delgadas piernas. Siempre fue más alto que yo y algo más ancho de espaldas. Genética decían. Ruvi no quiso saber nada de las posesiones de nuestro padre en fábricas, ni de las inversiones que habían pasado a formar parte de manera tan abrupta a nuestra propiedad; tan solo le interesaba conocer la cuantía económica que le quedaría una vez vendidas todas las posesiones, acciones y valores de las cuales éramos legítimos herederos. Cuando los abogados de la familia nos citaron y leyeron el testamento, apunto estuvo de darle un soponcio hasta que escuchó la cifra que le correspondía y que tenía muchos ceros seguidos a la derecha. Ruvi tomó su parte, y sin despedirse de nadie desapareció de la casa y de mi vida. Así sin más. Él se hizo con una mayor parte económica, ya que según el testamento de mi padre, yo me habría de quedar con la casa, la gran mansión como herencia. Aquella casa en la que había crecido y vivido tantos momentos especiales y que ahora por el capricho del destino y un loco sanguinario, pasaba a ser de mi propiedad; quizás, por ser yo, Viur, el de mayor sensibilidad hacia los recuerdos familiares y el primogénito. Mi padre siempre había mostrado un mayor acercamiento hacía mí, y siempre que tenía oportunidad decía que yo me parecía mucho a él, cosa, que si estaba presente Ruvi cuando mi padre lo decía, a bombo y platillo, le molestaba y mostraba su rechazo alejándose de los presentes. Mi madre le había echado en cara a mi padre que lo dijera a cada momento, y sobre todo, por la forma en que lo decía, empleando palabras grandilocuentes. Detalle éste, que siempre me provocó extrañeza, pues ,i padre era hombre de hablar poco y mucho menos de mostrar sentimientos más allá de lo que podríamos llamar razonablemente adecuado.
No me resulta fácil el recordar mucho más atrás en el tiempo, de hecho se me olvidan en ocasiones sucesos en los que he participado, de manera directa y activa, y que son en cierto modo, importantes para mí. O quizás no lo sean tanto como yo creo y por eso los olvido para evitar ensuciar mi mente con información irrelevante que para nada deseo. En verdad, no lo se.
Mi tiempo ha dejado de existir como tal, pendiente del reloj de los demás, aunque si atenazado en ciertos momentos del día a causa de los barbitúricos que orbitan como pequeños satélites en derredor mío. No me resulta necesario estar al tanto de si es la hora de comer, de cenar, o de ir a dormir; para el caso, me es lo mismo, a nadie he de dar cuentas de mis actos; al menos así había sido hasta que el médico de la familia comenzó a mostrar más interés por mi, que por ningún otro miembro de la casa. Era un ruso de vigoroso mostacho negro apuntando hacia el cielo, que había llegado en busca del calor europeo, y al cual mi padre había tomado aprecio sin que nadie supiese nunca el porqué, ni tan siquiera en dónde lo había conocido por primera vez.
Kiril Chéjov. Ese era su nombre. El tal Chéjov comenzó a encontrarme «cosas malas» —según sus propias palabras— ya desde su primera visita a la Mansión, y, a golpe de talonario de mi generoso padre fue recetándome a cada visita más y más medicamentos. En ocasiones simplemente se limitaba a cambiar unos pastillas por otro producto nuevo, recién puesto a la venta y cuyas virtudes comenzaban por ser más caros que los anteriores, y quizás, en vez de ir las pastillas en cajita (era lo que más me recetaba), hacerlo ahora presentadas en envases tubulares como las famosas aspirinas efervescentes. Amytal pasó a ser la pastilla que señalaba mi nuevo día, y Nembutal, que ya era de noche, y por lo tanto momento pues de tomar la pastilla, beber agua e ir al baño antes de acostarme. Así de sencillo, y a la vez, así de complicado. Durante la noche, los efectos múltiples de las pastillas y jarabes me ocasionaban la inminente necesidad de ir al baño con una frecuencia que a veces superaba la media docena de ocasiones. Llegó a convertirse en un hábito adquirido las visitas, con necesidad o sin ellas, al cuarto de baño durante la noche. Dormía mal, pero lo mantuve siempre en secreto para evitar que una nueva colección de pastillas para dormir, desfilasen victoriosas sobre mi mesilla de noche, sabedoras de que formarían parte de mi vida desde ese mismo momento.
CAPÍTULO I
UNA VIVIENDA CON SALIDA A DOS CALLES

Avisaron de que el Metro llegaría con retraso. Uno de los empleados se acercó al andén con no mucho convencimiento en lo que iba a hacer o decir, y deteniéndose en donde estaban los grupos de personas más numerosos, ha ido indicando a todos que la compañía les informaba que el Metro de la línea 2 llegaría con un retraso de unos veinte minutos; lamentaban, por supuesto, eso sí, las molestias ocasionadas y nos daban las gracias por nuestra compresión de los hechos. En verdad yo no entendía nada en absoluto. No era ni el primer día, ni la primera vez, que entraban en el andén con demora. Y lo peor no era eso, el retraso, cada vez que se daba esta circunstancia, el Metro llegaba con los vagones cargados hasta los topes de viajeros, pues la gente que se había quedado sin poder subir en el anterior viaje, lo hacía ahora en éste. Resignación. ¿Qué otra cosa podía hacer? Cerca del andén hay una zona ajardinada bastante grande y con bancos de madera colocados en las inmediaciones de algunos de los árboles. Están más o menos distribuidos por todo el jardín, pero, a decir verdad, no con mucho acierto. Cada vez que he querido sentarme a descansar debajo de una de sus sombras, éstas nunca se daban donde el banco. Más bien lo hacían sobre algún seto, o rosaleda, cercanos, pero no lo suficientemente. El banco, de estar libre, siempre estaba al sol y sus travesaños de madera ardían si apoyabas la espalda en ellos. Bañado por sus rayos cegadores que incidían de manera frontal ante mi rostro dejándome cegado temporalmente. Decidí pues tomarlo a bien y no prestar —cosa rara— atención a aquellos que comenzaban a desfilar del vagón en dirección hacia donde se encontraba el empleado. A unos doscientos metros, estaba construida, desde hacía pocos años, una zona con espacios para aparcar vehículos y, un poco más adelante de ella, se encontraba el jardín que todavía conservaba vestigios de una época que sin duda debió de ser más esplendida. Me dirigí pues al jardín sin pensármelo dos veces.
El jardín estaba algo alejado de la estación del Metro, (lo suficiente, cómo para no oír a los que ya discutían con aquel pobre hombre uniformado) y, por otro lado, se encontraba tan cercano como para ver llegar desde él al Metro cuando hiciese su aparición, dándome tiempo de acercarme y subir en él, aunque en realidad daba igual no verlo entrar en el apeadero, pues la campana sonaba con su canto estridente en cuanto se acercaba y comenzaban a descender de forma automática las barreras que cortaban el paso a nivel en la carretera sobre la vía férrea. ¡Qué día tan estupendo hacía! Lo he pensado nada más dejarme caer en el quejumbroso banco de madera. Algo humedecidas sus tablas por el rocío de la madrugada. o por algún aspersor de riego incontrolado. Lo he notado al verlas tan oscuras y desprendiendo un cierto aroma a madera, el mismo que se percibe después de haber llovido. Pero no me ha importado. Me he sentado a ver sin ver. A soñar despierto, sin mirar a la gente, sin prestarles atención. Solo yo. Disfrutando de las sensaciones que me llegaban, sintiendo el pulso descontrolado del corazón de la ciudad que late entre humos de fábricas. Es relajante sentarse y no hacer nada, pensar que uno no está allí. «Solo están mis ojos, solo ellos», mirando, observando, sintiendo… ¿Emociones? Creo que si. Soy un espectador dentro del paisaje. Formo parte del cuadro sin actuar. Estoy al otro lado de la cámara que lo retrata, y a la vez soy otro más de los retratados por los que por allí pasan. Por un tiempo que no sabría identificar, —quizás unos cinco minutos o poco más— el reloj que da cuerda a la ciudad, el pájaro de Murakami, a semejado ir más despacio, como un corredor de Maratón agotado, ralentizándose a cada segundo que pasa. Ha sido como ver una película a cámara lenta. Luego he pensado en lo semejante que me resultaba a esos otros momentos en que he estado tumbado sobre una colorida toalla en la playa y el acuciante sol me desdibuja la realidad cuando intentaba ver a través de mi sombrero de paja que me cubría el rostro por entero. El tiempo parece un espejismo que solo unos pocos pueden ser capaces de vislumbrar. Es tan raro como el descubrir sentado a un niño con una pelota sin jugar con ella. He sentido una leve brisa, fresca, acariciarme el rostro con la ternura que lo haría una amada o una madre, y creo que ha sido entonces que me he dejado llevar y he cerrado los ojos. A mí alrededor, todo se ha borrado con la misma facilidad que alguien habría arrancado de una libreta la hoja con el apunte del momento. Es agradable sentir como el viento recorre cada centímetro de mi rostro, igual que haría un ciego memorizando cada pliegue y contorno de mi cara, cada irregularidad en el mismo. A la mente me viene el recuerdo de mi padre como si fuese ahora mismo. Le imagino guiñándome un ojo como solía hacer siempre conmigo, en un claro gesto de complicidad entre ambos.
«Padre nos ha llamado a Ruvi y a mí. A su lado se encuentra nuestra madre, parece feliz, pero creo que solo lo parece. Padre está expectante, sonriente, nervioso, se mueve más que de costumbre de un lado a otro, con los brazos viajando a uno y otro lado y señalando en todas direcciones como si fuese un molino. Sonrío al recordarlo. La causa: Mostrarnos la nueva casa que ha comprado con los primeros ingresos de su patente de doble agujero en los brick. Y la verdad es que no era para menos. Para una familia de solo cuatro personas, aquella casa, en la que sigo viviendo ahora, causaba impresión nada mas verla —al principio de mudarnos tenía hasta un servicio de portería— no solo disponía de ascensor, sino de uno en cada lado del edificio. Este disponía de dos entradas (creo, que eso fue el detonante que empujó a mi padre a su compra). Una entrada era la principal y, la otra, la de la parte de atrás, una calle menos importante, la puerta de entrada del servicio: cocineras, empleadas de hogar, repartidores… Con el paso de los años dejé de mirar las placas de las calles en dónde indican sus nombres y fui asignándoles el nombre que mas acorde me pareció, «La Fachadita» para la entrada principal que daba al Este y la orientada al Oeste «Puesta de Sol» por motivos obvios. Poco a poco todas las calles cercanas fueron bautizadas: «Apatía», «Correveidile», «Avenida las pensiones», «Solana y Penumbra», «Las Gárgolas»…
En su genialidad, mi padre decidió un buen día dividir la mansión que había comprado, con una línea imaginaria, tan solo conocida por todos nosotros. Para ello, cuando él tenía intención de ponerse a trabajar en sus proyectos, accedía por la que fuera en su día concebida para uso del servicio. Allí (en su zona exclusiva) tan solo dejaba la presencia del loro como compañía.
Sobre una mesa grande de madera noble, que pesaba más de lo que aparentaba, rellenaba con dibujos, anotaciones y números las libretas de anillas que siempre portaba. Luego con una goma ancha de color naranja, se aseguraba quedaran todas las libretas cerradas y a buen recaudo, lejos de la curiosidad de propios y extraños. Todas con las tapas de distintos colores, salvo una, que era toda negra, hasta en sus anillas. El diván era el lugar favorito en dónde se tumbaba a reflexionar y buscar nuevas ideas que llevar a la práctica.
Continuará...

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