

POSDATA Digital Press| Argentina
La que se ha liado en la farmacia cuando me he presentado con una receta expedida a nombre del profesor Freiberg; ha sido de órdago. No podía dar crédito a mis ojos ni oídos. Apunto han estado de llamar a la policía, pues aducían que la receta expedida a mi nombre era falsa.
—Pero yo soy cliente de esta casa. Me llevo todos los meses toneladas de fármacos de esta misma farmacia. Ustedes me conocen.
—Nos consta que así es. Puede usted estar seguro de ello. Pero en esta «receta» pone Viur, que aunque a usted se le conozca así… En fin, no es viable la expida así un médico de verdad, y además, el doctor Freiberg como tal no existe. No importa lo mucho que usted insista en ello. No e-xis-te.
Su voz me llegaba como si lo hiciera desde el pasado. Retumbaba en mi cerebro. Eclosiona a modo de pequeños fragmentos lanzados a cámara lenta, su voz se hace más grave y lenta, pastosa, acentuando las silabas de cada palabra como si las marcara igual que haría un vaquero con el ganado de su rancho, o de su patrón. Yo la veía como si estuviera mutando la farmacéutica en un ser mezcla de hipopótamo y oso hormiguero. Me vino a la memoria La Metamorfosis, de Franz Kafka; esperé que no le pasase como a Gregor Samsa en su novela y terminase convertida en un monstruoso insecto, en una repugnante e infecta cucaracha. Finalmente he salido perseguido por la mirada silenciosa y furibunda de las madres allí congregadas haciendo cola con sus carritos de bebé porta compras, y la del anciano armado de cayado, sentado a la espera de que la farmacéutica le tomase la tensión. En lugar de tomarle la tensión arterial, deberían de tomarle la vida y decirle que le queda de tiempo un par de cartones de tabaco y poco más. El muy estúpido carraspeaba sin necesidad, esperando que yo me diera por aludido y concluyese mi perorata recetil. El muy desgraciado.

—Se deja su receta… —Su aviso fue más de recochineo que de dependienta mostrándose atenta y cortés con un cliente que olvida algo encima del mostrador. Lo ha pronunciado con socarronería, con un deje de sorna y un mucho de hacerse la graciosa esperando quizás la ovación del populacho que ya se ha ido congregando allí hace unos pocos minutos. Tienen una vida tan mísera, monótona y aburrida, que cualquier cosa que se salga de lo normal les llama con diferencia la atención. He salido deseando el que alguno de los niños expuestos dentro de los carritos de sus mamás les diera por ponerse a llorar de esa forma tan irritante que sólo ellos saben hacer, y siempre en el peor momento posible. Me habría gustado irme dando un portazo, pero me he tenido que resignar y no hacerlo, al ser las puertas de la farmacia de cristal con apertura lateral automática.
««¿Qué vas a hacer Viurcito?»»
—¿Que qué voy a hacer…? ¡Debería denunciarlas! ¡Con el dinero que me dejo en su farmacia todos los meses!
««Pero tú y yo sabemos a ciencia cierta que esa receta la firmaste tú. ¡Ja!»».
—¡Por favor! Deja de decir insensateces, No estoy de humor ahora para esas cosas.
El comentario de Cursiva me hizo pensar dejándome perplejo. ¿Cuándo había recogido aquella receta? Por supuesto que no me veía a mi mismo falsificando una receta, ni esa, ni ninguna otra, pero… ¿Quién entonces la había firmado, si no había sido el bueno del doctor Freiberg? Por más que lo intenté no fui capaz de recordarle a él cumplimentando la receta, y lo que es peor: ninguna otra. Conminé con Cursiva que acudiría a la consulta de mi médico de cabecera, el doctor Hildebrant. A fuer de ser sincero, debía de hacer más de un año que no lo visitaba. Después del entierro de mi padre, en el que pasé a visitarle por su consulta, no había vuelto a saber nada de él. Ni pasearme por la cabeza el visitarle. Él me había diagnosticado un sin fin de cosas, tantas que pareciera imposible que un ser humano pudiera sumarlas todas: Alteración del comportamiento, trastorno maniaco depresivo, esquizofrenia, la cual nunca supe entender si era paranoide, hebefrénica o catatónica. Lo que quedaba bien claro, según él, era que simple no era, y que en mi caso, bien podía ser un combinado de todas y cada una de ellas. La lista de cosas que me encontró se perpetuaba en un largo y ominoso etc. Sin duda alguna, él, me daría las recetas que yo necesitase. No solo era un paciente peculiar y para nada al uso; era un paciente que podía pagar cheques muy llenos de números.
—««Sería interesante hicieses algún movimiento aunque fuese con las manos… van a pensar que te ha dado algo y estás muerto»».
«Graciosa»
He llegado a la consulta del doctor Hildebrant sin tener cita previa, y a pesar de ser caros sus diagnósticos y tratamientos, en la sala —espaciosa y decorada con buen gusto— había varios pacientes esperando en la consulta. Todos con cita previa, y a simple vista se adivinaba que la cartera bien repleta de dinero. La enfermera que me ha atendido tras abrirme la puerta se ha mostrado educada conmigo, pero he tenido la clara sensación de que, no le parecía nada bien mi presencia inesperada allí. Imagino que de haber estado en su mano, me habría dicho algo así como «¿Pero usted está en su sano juicio? ¡Venir aquí sin llamar antes para pedir cita!…» No ha podido decirlo por ser una simple empleada, y de seguro bien remunerada. Me he ahorrado el tener que decirle que de estar en mi sano juicio no habría tenido necesidad de acudir al doctor. Es una ventaja a veces el que a uno se le vaya la pinza.
««¡Já! De poder reír lo haría. Eso ha estado buenísimo»».
He decidido mientras esperaba ser atendido fuera de hora, hacerlo sentado e intentando no moverme en absoluto. Si lo conseguía igual pensarían en la sala que había muerto como me decía Cursiva que hiciese, se asustarían y terminarían por irse en evitación de problemas mayores que los suyos propios. No era fácil, claro, pero allí poco o nada podía hacer, y no tenía nada que perder ni mejor que hacer. Con las gafas de sol puestas no podían ver el movimiento de mis ojos mientras yo los observaba. Un punto a favor para mí. Por supuesto, como suele pasar en estos casos, nadie se ha marchado y todos han permanecido sentados en sus puestos, revistas de moda en mano o bien del motor. Eso si, números actuales.
Aproximadamente una hora después, ha llegado mi turno y me han dado paso. El doctor Hildebrant incluso se ha puesto de pie para saludarme nada más entrar. El hombre conoce bien su oficio (el de sacar los cuartos a los ricos), rápidamente ha hecho un recorrido por mi árbol genealógico y detenido como era de esperar en la trágica muerte de mi padre aquel día ya pasado en el interior del tren a manos de un sicario. Con eso, ya pensando me tenía metido en el bolsillo, me ha invitado con un gesto de mano bien cuidada a sentarme en uno de los dos silloncitos que tenía frente a su enorme mesa de caoba.
Sin necesidad de recurrir a Lola La Sabanista, acerté en que me cambiaría la medicación, e insistió ya desde la puerta en que debía olvidar a Freiberg y dejar de ir a la Fabrica de mi difunto padre, pues hacía más de un año que estaba cerrada. Sali tan planchado y plomado como las planchas que tenía bajo mi cama. Hasta Cursiva enmudeció durante todo el viaje de regreso a la gran mansión.


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