Viur, capítulo 2

El Arca de Luis02/14/2025 Luis García Orihuela
  
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Luis García OrihuelaBiografía de Luis García Orihuela

  • Primer capítulo
_96651be1-484d-483d-b28c-e71ab097c3dcViur

CAPÍTULO 2

ULRICA

 

 «El único viaje auténtico, el único baño de juventud, 

no consiste en ir hacia nuevos paisajes,

 sino en tener otros ojos, ver el mundo con los ojos de otro,

 de cien otros, ver los cien mundos que cada uno de ellos ve». 

 

Marcel Proust, En busca del tiempo perdido.

 

            Me podría definir como un «observador» al modo de los caza talentos, pero con la peculiaridad de que en mi caso el termino mas apropiado sería el de un «caza momentos», igual que haría un fotógrafo de guerra cualquiera, esperando bien parapetado para poder captar ese instante crucial que luego perdurará en el tiempo y en el recuerdo. Mi «cámara» pues, es mi mente, y en mi cerebro archivo por orden todos esos momentos que voy captando. Son instantáneas del pasado.

            Recuerdo que en aquellos primeros días del mes de febrero, el frío se hacía sentir a primera hora de la mañana, cuando el día todavía pugnaba por despertar y desperezarse, y el viento racheado se hacía el dueño indiscutible de aquel apeadero del tren, en donde encontrar un lugar en el que poder guarecerse de las inclemencias del tiempo, era algo a todas luces no contemplado por quienes diseñaron tiempo atrás aquella parada, por cuyos raíles todos los días recorrían aquellos vagones blancos, los kilómetros que separaban la provincia de la ciudad, y viceversa.

            Aterido de frío subía al tren, al primer vagón de los cuatro que conformaban aquella línea de transporte. Con la gorra de fieltro gris calada hasta las orejas, y con aquel aspecto de viejo bolchevique y activista político, apenas dejaba a mi rostro asomar los ojos tras unas gafas, por cuyas lentes podía contemplar el mundo bajo un prisma diferente y muy particular. Tomé asiento en el único sitio que quedaba disponible, no sin antes tener que dirigir una mirada algo furibunda a la mujer que, con su bolso de grandes dimensiones, impedía me sentara cómodamente o al menos lo más cercano posible a una posición confortable para viajar.

            Lo que me llamó la atención en ella, no fue su aspecto. Para nada, pues si me fijé en ello después, fue con la única convicción e idea de así poder recordarla después en detalle, de crear como siempre, un recuerdo permanente en mi memoria, capaz de poder recrearla siempre que quisiera en un futuro.

            Mi atención se cernió sobre ella a pesar de estar escuchando, desde los audífonos, un podcast sobre Zorrilla y su Don Juan Tenorio. Me fijé en lo que hacía… y en lo que no hacía.

            Comenzaré por decir, que estaba sentada frente a mí cuando la vi por primera vez y me llamó la atención su persona. El primer pensamiento que me vino a la mente una vez acomodado, fue un silencioso e inseguro ¿La conozco? Quizás más como una pregunta rutinaria y de casi obligado cumplimiento; pues a esas horas tempranas los viajeros que suben al tren suelen ser los mismos todos los días, y si pueden se sientan en los mismos lugares de resultar ello posible; incluso algunos guardan, «reservan» asiento, para otros conocidos que subirán más adelante durante el trayecto.

            No es pues de extrañar me hiciese esa pregunta y que rebuscara entre mis recuerdos algún otro vestigio sobre ella. El resultado fue otra pregunta como respuesta «¿la pintora?». Rechacé la idea como habría hecho un ex fumador ante la invitación de un desconocido a fumarse un cigarro de su cajetilla abierta.

            De mi prolongada observación colegí que ella se encontraba ajena a aquella realidad que la envolvía en el interior del compartimento del vagón. Habría apostado por que, el dónde se encontraba o creía estar, lo desconocía, pero a la vez tenía la certeza y convencimiento de que allí, frente a mí, no se encontraba su psique, sino sólo su cuerpo físico, como una cáscara humana vacía, cuyo espíritu habría logrado salir de su predestinado encierro y escapar a otro tiempo o realidad alternativa. Tuve la hiriente sensación de que ella de alguna forma percibía o era consciente —aunque ello no le afectara— de mi «scanner» visual efectuado sobre su persona física. Pensé, incluso en aquel preciso momento, que ella debía de andar interrogándose a su vez sobre mí, —tal y como hiciera yo con ella— sobre mi persona, mirándome pues agazapada tras las lentes bifocales que llevaba puestas ocultando sus ojos; «¿Quién es el hombre que me observa? ¿Cómo es que sabe de mí y de mi ausencia en este plano? ¿Acaso es cómo yo?». No me importó que detectara mi presencia y atención, y seguí atento observándola, embutida en aquellas delgadas piernas, cruzadas una sobre la otra, con total desapego e indiferencia hacia los allí presentes. Pensé en su semejanza —no en cuanto al número— con las patas de una araña; largas, delgadas y negras.

            Por debajo de la chaqueta le asomaba un largo y ceñido jersey del mismo color que el gorro. Reparé en sus manos que seguían en la misma posición en que las viera minutos antes al entrar al vagón. No se habían movido para nada, ni un ápice, yo tampoco, y solo unos intermitentes parpadeos de sus ojos dejaban ver que estaba viva. Me alegré por ello.

            Al recapacitar sobre ella, no pude por menos que buscarle un nombre, ya que me sentía incapaz de levantarme de entre el resto de pasajeros y preguntarle sin más por él. Supongo que por lecturas recientes de cuentos de Borges, me asaltó al momento el nombre de Ulrica. Lamenté no ser lo bastante ingenioso como para buscarle un nombre más original. Pero aquel le iba como anillo al dedo y la diferenciaba de tantos otros nombres, tan utilizados y constantes en el día a día, que habría resultado a la larga lo mismo el haberla llamado anónima o simplemente desconocida. Decidí pues, que para mí al menos, sería siempre Ulrica, y que cuando la volviese a ver en alguno de aquellos vagones —cosa de la que no me cabía la menor duda de que así sucedería— yo la recordaría a través de ese nombre. Sería «Ulrica». Ulrica, la de Viur, como así era llamado yo por los que me conocían, a pesar de no ser ese mi verdadero nombre…

            Su cabello renegrido, largo y liso, asomaba bajo aquel gorro de lana de tono claro, mostrando un breve flequillo que caía, creo que rebuscado de revista, hasta la altura de su ojo izquierdo, dejando solo ver una de sus dibujadas cejas; densa y algo ancha, pero bien perfilada. Miré a sus ojos, eran de un tono color madera noble, oscura, que transmitían una mirada un tanto ausente e inexpresiva, pero a la vez de un atractivo irresistible. Eran unos ojos grandes, a pesar que los mantenía mirando al frente —a donde yo me encontraba— pero presumía que incapaces de verme a mi, ni a nadie de los presentes en el vagón. No se bien lo que veía desde atrás de aquellos cristalinos, pero si tuve la sensación, e incluso me atrevería a decir, que el convencimiento, de no ser para nada consciente de donde se encontraba. Me vino a la cabeza el recuerdo de Machado y su verso “Me gusta cuando callas porque estás como ausente” … Pensé entonces que estaba ante una mujer psíquica. No parecía adormecida, como era el caso de otros viajeros, algunos de los cuales veía ostensiblemente como sus cabezas golpeaban al vacío a uno y otro lado de manera descontrolada y aleatoria, a causa del traqueteo perpetuo del tren entre parada y parada. No era pues su caso, ya que permanecía yerta sobre sus hombros forrados por aquella chaqueta de piel marrón, a juego con unas anchas botas que le llegaban hasta las rodillas enlutadas por aquellas medias de lana gruesa, que por alguna causa me recordaban a Caperucita Roja y me reportaban un cierto regocijo en mi imaginación.

            Si algo había hecho que toda mi atención se desbordara en ella, en Ulrica, era el hecho del libro que ostentaba entre sus manos, entre aquellos dedos que pude observar rectos y alargados, a la par que unas uñas cortas, cuidadas y sin pintar. Se podía percibir sin problemas que había estado leyendo aquel libro; todavía conservaba el libro semiabierto por el pulgar que descansaba entre sus hojas.

            Dejé de divagar sobre cuál sería la causa que la tenía en aquella actitud y que había sido capaz de hacerla apartar de su lectura, y me dediqué a seguir observándola con detenimiento y un cierto disimulo. El rostro de Ulrica, era de mandíbulas marcadas y fuertes, iguales a dos pequeños montículos del desierto, que contra toda suposición, no transmitían un aspecto de dureza; más bien de determinación en aquel rostro un tanto alargado. Me detuve en sus labios tan de cómic, gruesos y rutilantes, con aquella «uve» tan definida en su labio superior, y unas comisuras marcadas, que hablaban en silencio de lo que en otras ocasiones no dejarían de mostrar una lozana y seductora sonrisa para cualquier hombre atento.

            Pasaron unos días, en los cuales yo seguía viajando utilizando el mismo medio de transporte y tomando las pastillas que a ratos ni recordaba para que las tomaba, siempre pendiente de todos los que estaban en el compartimiento en el que me encontraba, por no mencionar los que bajaban y sobre todo los que subían, esos eran los importantes. No hubo señal alguna de la presencia de Ulrica durante esos días, y comencé de algún modo a impacientarme por ello. ¿Acaso todo terminaba así? Podía ser una bella historia, una historia quizás siniestra de la que conservar un registro especial… pero, lamentablemente, sin un final adecuado. Mi catarsis ante aquel momento, al descubrirla allí con aquella inexpresión, pugnaba por aflorar más todavía y sentado como todos los días en aquel vagón, dejaba a mi mente se recreara en completar la historia que yo no era capaz de darle. Probablemente no les haya contado, que dentro de mis manías —las cuales son muchas y variadas como se verá más adelante— se encontraba y encuentra la de etiquetar con nombres a todo; necesito esa referencia a la hora de archivar mis recuerdos. Siendo así mi realidad, a mi mente le puse el nombre de Cursiva, nombre femenino aunque se empeñe ella en que no tiene sexo. Como pueden imaginar, Cursiva interrumpe siempre que quiere, venga o no a colación. No está sujeta a ninguna norma moral, pues se podría decir que ella misma no solo es mente, también es mi moral. Mi «Pepito Grillo», para que nos entendamos. Discutíamos muy a menudo en completo silencio, sin que nadie pudiera sospechar, ni por asomo, de nuestra relación tan peculiar. Acaso, mis manos más impulsivas que el resto de mi cuerpo, dejaban entrever con sus acciones aéreas las desavenencias que se suscitaban entre nuestras voces internas en más de una ocasión.

­­««¿Piensas lo que yo?»» —Era Cursiva quien me hablaba.

—¿Y tú me lo preguntas? Deberías de saber tan bien como yo, lo que pienso, ¿No es así?

««Vamos, no empieces. Ya sabes que es una forma de hablar… de iniciar un dialogo»».

—Pero acaso podría darse el que yo no tuviese ganas de dicho dialogo: Yo—Cursiva, Cursiva—Yo. ¿No te parece?

««Por supuesto, pero sabes perfectamente que lo estás deseando con toda tu alma y en el fondo deseas que te ayude. Confiésalo Viur»».

—Y bien Cursiva, ¿Qué pensamos de todo esto?

««Hemos completado los espacios sin información, recreando como siempre lo que pudo haber sido de Ulrica y quizás no fue»».

— ¿Y qué fue eso? —Aduje en aquella ocasión en que mi cabeza parecía hincharse como un globo para luego soltar el aire y salir disparada por el vagón en un vuelo errático y absurdo.

««Ulrica llegó a su destino, siendo interrogada por otro, seguramente igual a ella en cuanto a sus facultades extra sensoriales, pudiendo, probablemente, tenerlas menos desarrolladas que ella, pero lo suficientemente intuitivo como para sonsacarle la información. Él le habrá consultado por su viaje, se habrá interesado en saber si todo salió conforme a lo esperado y deseado»».

— ¿Y que le habrá contestado Ulrica, según tu pensar? —La conversación quizás fuese absurda, pero poco me importaba o nada, Aquello me resultaba divertido en grado sumo y ni siquiera recordaba a dónde iba. ¿A trabajar? ¿A la fábrica de mi padre? Mi cabeza hizo otro vuelo y regresó algo más delgada a su sitio por excelencia.

««Subió un hombre a mi mismo compartimiento. De los cuatro que constaba aquel tren, tuvo que elegir el mío, y nada más sentarse enfrente de donde yo estaba, supe que me estaba investigando. Me miró profundamente y sentí como si todo mi ser permaneciera en aquel momento desnudo ante sus ojos ampliados por las lentes que portaba»».

—Hummm... un relato interesante Cursiva, para ser una ficción tuya. ¿Y cómo sigue la historia?

««Tuve la impronta certeza de que era consciente de mi alejamiento corporal. Del resto de pasajeros, nadie se daba cuenta de nada. Podría haberme cortado yo misma un brazo con una sierra dentada, de esas eléctricas, y no habrían dicho nada. Ni tan siquiera se habrían inmutado ante tanta sangre como dejaría al hacerlo»».

—No está mal Cursiva, vas mejorando…

««Su semejante le preguntaría después que más había sucedido en dicho encuentro»».

— ¿Y…?

««Pues le contaría lo que tu mismo estás viendo, que se apeó en su destino conforme tenía previsto hacer y tú seguiste viaje dejándola ir. Eso sí, sin quitarle el ojo de encima»».

—Es verdad. ¡Se marcha! Y no puedo hacer nada para evitarlo.

««¡Quién sabe! Igual Ulrica le diría que no tuvo más remedio que descender antes de llegar a su destino, para evitar ser descubierta por ti, el polizonte entrometido»».

—Si, sería posible pasara eso —Cursiva guardó silencio— Me dejo embaucar siempre por tu desbordante imaginación… mejor atiende al pasaje, y mira de que no nos pasemos de parada.

««Si mi excelso jefe y señor. Tus deseos son órdenes para mí»».

—¡Cursiva!

Se me escapó su nombre en voz alta y varios de los que se encontraban cerca interrumpieron sus quehaceres para interesarse por mi persona. Hice como que hablaba por el celular y acto seguido perdieron el interés por mi persona. Saqué un tubo de pastillas para el ardor de estómago y me metí una en la boca. No tenía ardor, pero eran las únicas pastillas que me había echado al bolsillo, y su presencia en mi boca me relajó, Al día siguiente iba a tomar el autobús a la capital y necesitaba estar relajado. Alterarme no era una buena idea según el médico.

 

 

 

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