
POSDATA Digital Press| Argentina

En aquella soleada mañana de verano, no se me ocurrió idea mejor estando de vacaciones que bajarme del Metro y trasbordar al tranvía. Desde que recorriera su trayecto al poco de abrir al público la línea, (ya años atrás), que no había vuelto a subir en él, y como si de un viajero errante se tratase, no me lo pensé dos veces cuando llegó el momento de aventurarme en su recorrido.
Ese día de julio, quizás a causa de la vestimenta que ostentaba, que no era otra que un pantalón corto de color entre verde y crema –de esos con muchos bolsillos grandes, cremalleras y veleros— y una camiseta negra de tirantes (las típicas usadas en los gimnasios), más una gorra azul de complemento, hizo que contemplara aquel día cómo una excursión de safari. Algo inusual e inaudito para cualquiera, pero no en mí caso en particular. Aquello era una aventura y yo sería sin lugar a dudas su protagonista más destacado.
««Vamos, que sacaste pecho al subir. Todo orgullosito por tu parte. Lo recuerdo bien. El niño grande se va de safari a la gran ciudad. ¡Ja!»».
El primer sentir al entrar al tranvía, fue de «Parece un juguete», el segundo «Espero que no se rompa conmigo dentro». Quizás en parte por los colores violetas que allí habían implantado en asientos y sujeciones. Traqueteaba mucho; de hecho parecía ir más hacia los costados de los vagones, que hacía adelante, como sería de esperar de aquella máquina montada sobre raíles. Decidí pues sentarme sin más pérdida de tiempo en evitación de una posible caída.
««Lo recuerdo. Ahí fue en dónde metiste la pata bien metida y hasta el fondo»».
—Vamos Cursiva, no seas cínica. Ni que tú te hubieras sentado en otro asiento. Tu instinto de poco nos sirvió en esta ocasión. Reconócelo al menos.
««Está bien Viur, pero no te acostumbres…»».
—Cómo iba diciendo, visto lo visto, me senté en el primer sitio que vi. En el otro lado daba el sol de una forma intermitente –debido a los traqueteos— así que aquel asiento libre junto a la entrada me pareció de lo más adecuado dadas las circunstancias. Como en tantas otras ocasiones, el que correspondía junto a la ventanilla estaba ocupado por un hombre.
««El inamovible hombre montaña. ¡Ja! Que recuerdos»».
—El inamovible hombre montaña. Si. Ciertamente que bien mirado, el espacio destinado para uno poder dejar sus bondades a descansar, entraba directamente y sin necesidad de recomendación alguna en el grupo de los asientos para enanitos del bosque. “Lo se Cursiva, lo se, en este caso enanitos de ciudad”. Sea como fuere, el caso fue que habría dado lo mismo se tratara del mismísimo asiento de la reina de Inglaterra. No habría servido de nada igualmente. A mi derecha, el hombre, mucho mas grande, ocupaba no solo su asiento, sino también el colindante; o sea, el mío. Y lo hacía de manera tan tranquila y campante. Con los brazos cruzados a la altura del pecho y las piernas separadas en forma de uve, pero no de uve minúscula, no, de uve mayúscula, de esas que las ves y te imponen respeto con solo el mirarlas.
««Fue gracioso ese momento. Con tus intentos por ganarle sitio al hombre montaña»».
—Gracioso del todo. Tú amartillándome la cabeza con «¡empújale! ¡Haz algo!» y yo removiéndome poco a poco en el pequeño espacio conquistado en el momento de sentarme. Esperé que tras aquellas gafas que portaba de pasta negra, el hombre se diera cuenta de que yo apenas tenía sitio para no caerme y finalmente lo remediase haciéndose a un lado. ¿Remediase? Ni loco se movió. Ni un ápice. Se encontraba tan tranquilo y a gusto en su ya plaza y media. Abría dado cualquier cosa por que en ese momento subiera un inspector de safari y le apercibiera de su abuso conminándole a sentarse bien. Le podría haber dicho: «Disculpe señor, pero los hombres montaña no pueden subir en los tranvías. Deberá de bajar ahora mismo, en cuanto nos detengamos en la siguiente estación». Uff, eso habría estado bueno, o la otra opción que pensé entonces, así como en Jurasic Park, un Tyrannosaurus Rex se hubiera asomado y le hubiese dado una dentellada sauropsida con cristales incluidos desde la mismísima ventana. Me quedé con las ganas obviamente.
««¿Pero terminas el registro o qué, Viur?»».
—¿Porqué será que siempre tienes que interrumpirme, mente parlante?
««Es necesario. Soy la voz de tu conciencia. ¿mente parlante dijiste? Que grosero»».
—Eres una esposa llevada dentro que consigue no necesite casarme nunca. Eso eres Cursiva… y lo sabes.
««Bueno ¿sigues, o no?»».
—Sigo. Intenté con denotados esfuerzos conseguir que aquella bisagra humana en forma de férreas piernas cediera, aunque fuera apenas unos milímetros, los justos para no sentirme herido en mi orgullo dañado, maltrecho y marchito. Todo inútil y en vano. Llegué a diseñar un plan que no puse luego en práctica; aprovechar uno de los muchos traqueteos del vagón hacia la derecha (hacia dónde estaba sentado él) para arremeter con todas mis fuerzas contra el inamovible hombre montaña, pero habría sido fútil el intento. ¿A quién quería engañar?
««A mi de seguro que no, ¡Ja!»».
—Ni te contesto Cursiva. La segunda opción era la mas sencilla y obvia, claro está. Cambiar de asiento a otro de los muchos que había libres al sol, pero claro, eso era ceder, rendirse, dar mi brazo a torcer. Osea, imnegociable.
««Y como ibas ese día de safari, tan orgulloso, tú…»».
Bueno, el caso es que noté la vibración del teléfono. Alguien me llamaba —cosa rara— y el aparato lo tenía justo en uno de los bolsillos para aquel entonces pegado o incrustado a la pierna, como no, del hombre montaña. Era el momento adecuado para pasar a la acción, en un titánico esfuerzo, conseguí medio separar mi dormida y aletargada pierna de la suya, y con la excusa de buscar un sitio más discreto en donde poder atender a la llamada con cierta comodidad, me levanté y me fui a sentar a la zona soleada. Dos asientos para mi solo. Curiosamente, el tranvía se detuvo cuando yo daba por terminada la conversación. Era mi parada, y como pude descubrir al punto la de todos. Habíamos llegado al final del trayecto. La montaña se había elevado como un volcán entrando en erupción, dispuesto a salir el primero, pero fui más avispado y me adelanté. Pulsé la apertura y salí.
Abría considerado que en aquel safari había sido yo el perdedor, pero me reí profundamente al ver al hombre montaña adelantarme. Aquel ser, especie de patizambo extraño, de aspecto desmadejado, al andar seguía con las piernas arqueadas hacia los lados. Una riña de gatos entre ellas se habría podido dar sin tan siquiera arañarle los pantalones. No me llevé trofeo a casa, desde luego, pero si, una gran sonrisa que me duró varios días.





La historia nunca contada de Osiris Valdés y la portada de su próximo libro: El Diario de Francesca
Este artículo trata sobre Osiris Valdés, escritora, periodista y poeta cubana-española residente en Chicago, USA.