
POSDATA Digital Press | Argentina
La tía aquella daba asco solo de verla así dejada caer en el asiento —o mejor dicho, entre los asientos de enfrente a dónde yo me encontraba— con aquellos pantalones jeans por encima de la rodilla, que mostraban unos muslos que me recordaban a las esculturas de Botero. He comparado mis rodillas con las suyas visualmente. Sin exagerar un ápice, cabrían sin problema de tres a cuatro de las mías en una de las suyas. No conforme con eso y llevar unos pelos al estilo Harpo, en cuanto se ha levantado para bajar la mujer que estaba sentada en el lateral, ella se ha desplazado con todas sus grasas en un movimiento que intentaba ser natural, y que, sin embargo, resultaba ser patético. Quise no mirarla, pero me era difícil no hacerlo, ya que su grandeza corporal abarcaba todo mi campo de visión. Por fortuna, han subido entonces un grupo de chicas que venían de la playa. Eran seis o siete, todas muy jóvenes y un tanto alocadas, al juzgar por como se comportaban y por las cosas que decían. Unas se han tumbado en el suelo, a la parte izquierda, justo en donde el suelo es articulado para poder tomar los giros del trayecto de manera adecuada, otra, con su amiga, ha decidido abrir a mi derecha el asiento plegable que traía de la playa y sentarse en él, igual que ha debido de hacer en la playa horas antes o en alguna piscina pública. Con su gesto ha dejado parte de la arena que traía incrustada. Al momento, ella ha tenido la necesidad de agarrarse al pasamanos para no salir despedida por el vagón estando así sentada como estaba. A sido entonces cuando le he visto sus dedos delgados y con las uñas comidas. ¡Qué asco! ¿Las uñas mordidas? He mirado mis manos al momento. ¡Mis uñas están también mordidas! Pero, ¿cómo es ello posible? Yo siempre las llevo cuidadas y pulcras ¿Abre recaído?
He bajado del Metro, y como siempre, antes de ir a visitar al bueno del Doctor Freiberg y a su loro Charcot, esa loca ave, me he dejado caer por el horno para comprarme algo de comer. El estar ocupado comiendo algo mientras tengo la sesión con Freiberg, he descubierto de un tiempo a esta parte que me hace sentirme mejor. Primero experimenté con productos dulces, la mayoría con chocolate entre sus ingredientes; no me satisficieron en modo alguno, es más, algunos llegaron a desagradarme y alterarme, como fue un día con una pieza de repostería que vendían con el ridículo y pretencioso nombre de «caracola». La susodicha pasta cuyo aspecto recordaba —o al menos lo intentaba— a una caracola de mar, estaba constituida por una «bolsa» de aire y una ingente cantidad de chocolate semi líquido, o semi sólido, según se mire. Al llevarla a la boca y morderla, el aire del interior se esparcía al perder su propiedad de estar al vacío, y como si de una pequeña bomba se tratase, el chocolate era despedido a modo de bala a presión y eclosionaba dentro de la boca de igual manera que lo haría una ciclogénesis explosiva. Obviamente no me esperaba ese efecto, y el chocolate me dejó manchas en manos y ropa. ¡Un auténtico asco! Mas tarde experimenté con otras pastas también con el condicionante de «semi». O bien, podían decírseles semi dulces que semi saladas. Realmente resultaron ser un semi timo. Eran semi pequeñas y a pesar de ser variadas según la dependienta, todas sabían a anchoa, aunque no la llevaran puesta encima. Era como dar bocados a un aire enrarecido. Ni siquiera Freiberg, aquel día que las compré, quiso saber nada de ellas. Le invité una vez hube comprobado sus peculiares propiedades de aire rodeado de pasta, por supuesto que lo hice con el consiguiente disimulo por mi parte, pero el doctor siempre andaba al quite y debió de vérselo venir de mi parte. En cualquier caso declinó la invitación y aunque no dijo nada al respecto, no miró con agrado cuando le puse a Charcot un trozo de semi salado entre los barrotes, y eso que elegí cuidadosamente que dicho trozo fuera de los que tenía adosado un trozo de anchoa o cosa similar. Se calló, aunque estoy seguro de que renegó para sus adentros. Finalmente, en otra de mis visitas al mismo horno (Al cual le bautizaría con el apodo encantador de «Pantimo»; me sonaba a italiano y me hacía gracia), decidí hacer un último intento y abordar el misterioso y enigmático mundo de lo integral.
««Aquello todavía lo recuerdo, la mujer del horno se quedó estupefacta ante tus razonamientos en voz alta»».
—En voz alta… ¿Te refieres a un tono elevado, Cursiva?
««Me refiero a que no lo pensaste. Lo dijiste de forma que te oyó. ¡Ja!»».
—Bueno, es posible fuera así. Aquellos estantes siempre son un pandemónium. Puedes reír la gracia del «pan demónium» si así lo deseas, mi dulce Cursiva. ¡Ja!
««¡Menos sorna, Viur! Para una vez que no me meto contigo, así me lo agradeces…»».
—Bien, el caso es que en ese intento por mi parte hacía lo integral, y de alejamiento de los productos artesanales de máximo consumo, lo primero que descubrí en aquellas estanterías tan profundas, fue que habían muchas clases de panes integrales.
««Y los fuiste rechazando según leías de que eran»».
—Cierto. ¿Los recuerdas todavía?
««Claro. Pan de Linaza»».
—Lo descarté enseguida. Eso de Linaza me suena a súper aceitoso.
««Pan de Salvado»».
—Ese peor todavía que el otro. Me recordaba a un programa de televisión. Y además, un pan pretencioso que se jacta de salvarme. ¿Salvarme de qué? Para nada. Descartado también.
—De Centeno»».
—Me dio la sensación de que si le daba un bocado a ese tipo de pan, me estaría comiendo la obra de el Guardián entre el centeno o al propio Holden Caulfield.
««De Gluten»».
—Imposible siquiera pensar en ese. No podría acercármelo a la boca teniendo ese nombre que suena parecido a glúteo.
««Llegado ahí, a ese punto de tus razonamientos, ya no solo la dependienta rezaba a todos los santos que conocía para que te marchases y no regresaras nunca más, sino que habías creado sin tan siquiera darte cuenta un corrillo de gente a tu alrededor. Una señora entradita en años te dio la razón y aseguró no volver a comprar de gluten. Buena la liaste ahí, en Pantimo. ¡Ja!»».
—Pero al final obtuve mi recompensa. Terminé por comprarme las rosquilletas integrales. No es que sepan a mucho, esa es la verdad. Realmente parecen láminas de pan de hace varios días o semanas… pero crujen, y eso me gusta.
Ya provisto de mi paquete de rosquilletas integrales, me dirigí a casa de Freiberg, a mi cita habitual de los jueves con el bueno del doctor.
—Querido amigo Viur, pase, pase, por favor. No se quede ahí en la puerta.—Gracias. La verdad es que no tenía intención de hacerlo. Puede estar usted seguro de ello.
Mientras me acomodaba y abría el paquete de rosquilletas con estudiada lentitud, ya Freiberg comenzaba a lanzar su peculiar y esperado bombardeo de preguntas.
—Y dígame, querido amigo, ¿De qué le gustaría que hablásemos precisamente hoy?
Evidentemente su pregunta, era una pregunta trampa. ¿Qué más da lo que le respondiese? Él, de seguro, ya tiene preparado el tema y las tenazas con las que retorcer mi espíritu y alma tumbado en el diván. Me metí en la boca un trocito de rosquilleta emulando a Bugs Bunny cuando se come una zanahoria por un lado de la boca.
—Pues no se, déjeme pensar… ¿del hombre del Retro? Al venir aquí me crucé con alguien que me lo recordó bastante nada más verle.
—¿El hombre del Retro, dice? ¿Quién es? No recuerdo hayamos hablado nunca de él –apresuradamente revisó su libreta de notas, mirando entre las hojas con gran celeridad y un cierto toque de preocupación en su rostro. A veces me recuerda a mi padre en esos pequeños gestos que tiene, incluso según le incide la luz que proviene de la ventana que da a la calle principal (la casa tiene vistas a dos calles) el parecido físico con él resulta impresionante en esas ocasiones, aunque también podrían ser los muebles los que me recuerden a mi padre por la similitud de estos con mi casa.
««Vamos Viur, dile al viejo cosas del hombre del Retro. Já»».
—Bueno. Está bien. Aunque la verdad es que no hay mucho que contar. Es simplemente un pequeño hombre, que por alguna extraña causa, un día lo descubrí vagando solo por la calle. Incluso es posible que todo le venga de secuelas devenidas de algún accidente…
««Venga Viur, no te enrolles y dale caña al bueno del Doc»».
—Bueno, como le iba diciendo, mi querido profesor Freiberg, este hombre por dónde quiera que vaya, causa sensación con su forma de desplazarse por la vía pública. ¡Es único!
—¿Y eso? ¿Qué es lo que hace para conseguir dicho efecto en los demás? Me tiene un tanto perplejo Viur, aunque usted tampoco es que se quede atrás…
—Simplemente resulta que anda algo encorvado, y a modo como hacen los planetas, durante su traslación gira en una y otra dirección, a la par que retrocede siempre un poco hasta a dónde se encontraba en un primer momento; siempre con la cabeza girada como el británico Stephen Hawking, sabe ¿no? El divulgador científico…
—Si, si. Por supuesto. Ahora entiendo lo del apodo. No me cabe la menor duda de que ha de ser un personaje significativo, así cómo…
—¿Cómo yo, profesor?
Le he pillado con la guardia bajada, pero no he querido plantar bandera de una victoria tan insignificante.
—Bueno… No ha sido mi intención…
—No se preocupe doctor Freiberg. No tiene importancia.
««¡Claro que la tiene Viur, te está llamando loco! ¡Já!»».
—¿Sabe, Doc? Me ha recordado a mi padre con ese gesto suyo.
—¿Gesto? ¿Qué gesto?
Lo ha dicho de tal manera, que me ha hecho sonreír. Me he imaginado por el timbre de voz que le ha salido, a Groucho Marx en la escena de «Los hermanos Marx en las Carreras» cuando se sorprende de necesitar un libro de claves para poder saber quién será el caballo ganador por el que apostar en la próxima carrera. Sólo le ha faltado el ancho bigote pintado de negro.
—El gesto de dar golpecitos a su diario de consultas.
—¿Su padre también daba golpecitos en el reposa brazos del sofá?
—No. No exactamente ahí. Sabe, he visto luego que hay mucha gente que de alguna manera le imita, pero sin llegar a tener el estilo y talento que él en eso desbordaba.
¿Pues cómo hacía su padre? Reconozco que hoy me está intrigando.
Lo dice tan serio, que le estoy creyendo. El arco mostrado por sus cejas no deja ninguna duda al respecto. Le interesa el tema que he sacado a colación.
—¿Usted conoce ese gesto que hacen algunos hombres y mujeres a la hora de comprar un melón o una sandía?
—Pues la verdad es que no.
—Toman la pieza entera y acercándola al oído le dan una serie de golpecitos, como si quisieran hacerla eructar igual que en el caso de los menores después de tomar el biberón. Resulta muy gracioso verles con las caras que ponen en plan de doctor a punto de dar un veredicto al paciente.
—¿Pero que sentido tiene hacer eso?
—En teoría averiguar si dicha fruta está madura o todavía verde por dentro. Según sea una cosa u otra, tendrá más o menos agua y el sonido que transmite será diferente obviamente.
—Nunca había escuchado nada al respecto. Es muy interesante su observación Viur.
—Pues mi padre hacía esos mismos golpes, ese ritual, extrapolándolo a objetos macizos y sobre todo en edificios. Cómo si por el sonido supiera si el edificio estaba bien construido. Daba gusto verle como se acercaba a algún punto en concreto y ejercía su arte.
—¡Increíble! ¡Magnífico! Un genio incomprendido sin duda alguna su padre.
—Ya se lo dije, un talento natural. Tenía en esos golpecitos que daba casi una técnica académica y ancestral. Era como si aparte de disfrutar con ello, realmente supiera si un edificio estaba bien construido o no.
Se quedó con la mano izquierda levantada sobre el apoyo del sofá con la palma hacia abajo, apunto de bajarla para darle un golpecito. Pero eso fue todo. Quizás no quiso saber cuanto tiempo de prestaciones de servicio le quedaba a aquel sofá ya un tanto anticuado y raído por el uso. Di por concluida la sesión al ver que no me preguntaba ya nada más al respecto, y levantándome del diván, aparté como mejor pude los restos caídos de las rosquilletas por el suelo, de la manera mas disimulada posible. Charcot recorrió su pico por los barrotes como queriendo avisarle con su ruido de mi infamia. Me giré para despedirme, pero como en las demás ocasiones, ya no estaba presente. No se como lo hacía, pero siempre desaparecía sin que yo me diese cuenta. Lo mismo que un fantasma.





La historia nunca contada de Osiris Valdés y la portada de su próximo libro: El Diario de Francesca
Este artículo trata sobre Osiris Valdés, escritora, periodista y poeta cubana-española residente en Chicago, USA.