Ella es amable; siempre golpea mi puerta para pedirme un poco de azúcar
El Patriarca
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Columnas - La Cima Del Tiempo09/06/2022 Sil PerezFotos: Pinterest
POSDATA Digital Press | Argentina
Por Sil Perez | Escritora |Poeta | Miembro directivo de SADE| Lomas
EL PATRIARCA
Los Jacintos, entre El Plumerillo y Los Jazmines. Sí, esa es la dirección que llevo acurrucada en mis manos. Hace ya varias horas estoy dando vueltas sin encontrar la casa del viejo Sebastián Lufrano. No quiero asumir que me encuentro perdida en medio del bosque. No lo quiero pensar de esta manera, no quiero entrar en pánico.
El atardecer se anuncia con crueldad. El rojizo de su gran espalda va cubriendo un celeste, por estas horas abatido. Me angustia saber que, llegada la noche, seguiré dando vueltas sin rumbo. Lentamente puedo sentir el aleteo de los pájaros que buscan refugio. Los zorzales y las calandrias van crujiendo entre las ramas y peleando por un lugar.
Me hablaron del viejo hace tiempo. Supe leer por ahí que se trata de un gran sabio que decidió residir en el anonimato. Un antropólogo y gran visionario de una especie en extinción: la raza humana. Sus libros instalan el vértigo de la alquimia. Un asiático que deslumbra con sus aciertos, con los descubrimientos de la gran hazaña del hombre por subsistir a la asfixia de lo trivial. La pericia de lo incierto en la mente del mundano es tal vez lo que atrapó mi curiosidad. Conocer en profundidad las experiencias de quien abocó su tiempo al estudio del hombre despojado de sus banalidades. Un patriarca de los pájaros en medio del bosque. La ilusión de pequeña que ahora anhelo revivir con ansias.
Seguí mis pasos al ritmo de ese latente atardecer. Los murmullos del silencio abrigan ahora el descanso de los grillos. La gran ceremonia de la noche se anuncia. Y, con esta, los ruidos que apañan el misterio.
Sigo la penumbra de este camino incierto. No tengo miedo; al menos eso intento. Me interno en la bruma de la selva. Son las ramas ladrillos que al paso se derrumban. Las siluetas nocturnas asoman sus colores, sus cantos, su andar posesivo. Las luciérnagas ofician de ruta en este viaje alegórico.
A medida que me interno, voy descubriendo que mi cuerpo es una llama que se prende al instinto. El crujir de mis pasos, al corromper las hojas secas, es un estallido que ensordece, que apabulla. Nadie más que yo se encuentra en esa llanura salvaje. Nadie más que yo sabrá cómo acudir al rescate de quién sabe qué circunstancia.
Los pasos van entretejiendo en mi mente un circuito nebuloso. Y, en medio de esta sábana fértil y vivaz, me voy sintiendo cada vez más pequeña. ¿Por qué algo tan extraordinariamente bello, como lo es la selva, genera miedo? Ahondar en lo auténtico nos hace salvajes. La desnudez nos cohíbe. Un escalofrío recorre mis brazos y los eriza hasta sucumbir arrodillada debajo de un árbol. El viento toca su melodía más alta en medio de una luna que estalla en cualquier momento. Soy ahora un pájaro refugiado, un insecto que camina por la curva de un tronco que desfallece olvidado. Soy vida dentro de otras vidas. Soy una oruga que se desliza sin miedo, sin rencor, sin venganza. Mi voz suena al croar de una rana despabilada. Soy una lombriz descuidada de prejuicios que recorre los laberintos de un sauce erguido. No le temo al fracaso de no llegar a destino. Un ecosistema de vértigos late dentro de mí.
Me acurruco y me entrego a los ruidos del abismo. Mis ojos son dos cuevas de aguiluchos que merodean por el lugar. Mis manos improvisan una manta de ramas de armonioso tejido. La noche me abraza y me susurra historias urbanas de egoísmos y miserias. Yo me quedo dormida, sin más.
Pocos minutos pasan, tal vez un par de horas hasta que de pronto una pesada sombra se deposita sobre mi hombro. Despierto con la piel húmeda de rocío y fría por el susto.
—No temas, pequeña.
Una voz lejana pero contundente se desliza por mis oídos. Es un cosquilleo que perturba mi sueño, aunque acude a mi auxilio de manera inesperada. Un hombre de unos setenta años, con una larga y prominente barba, se encuentra delante de mí. Agachado a la altura de mi cuerpo, aún acostado, me toma del brazo y, con un solo giro de su brazo, levanta mi cuerpo petrificado.
—Hola, mi nombre es Sheila, y me encuentro perdida en esta selva sureña. ¿Es usted lugareño?
Mi pregunta fue muy ingenua y, en el fondo, lo sé. (Un recurso inmediato que me ayuda a ganar tiempo para ver de qué se trata este repentino encuentro).
—¡Ja, ja! ¡Sé quién sos, querida Sheila! —Una sonrisa tierna, aunque un tanto sarcástica, retumba desde una garganta cobijada por un manto blanco hasta la cintura. (Una barba prominente que inspira al menos cierto respeto)—. En verdad, te estaba esperando —me responde de manera inmediata este señor, a quien se me ocurre llamarlo "Patriarca".
—¿Cómo es que usted sabe de mí? Yo no lo conozco, aunque presiento tal vez que estoy cerca de saberlo.
—Pues, en verdad, ya lo sabes, pequeña —replica con firmeza este sujeto de mirada incisiva—. Pues aquí estás, pequeña, embarrada hasta los huesos de tanta naturaleza. Has traído desde tus urbanidades el frío gélido de la duda. Pero la selva te ha salvado de la miseria y del egoísmo, y has compartido tus sueños con la verdad del instinto.
Me froté los ojos desorbitados de la emoción que me invadía: estaba frente a mí el gran Sebastian Lufrano. El flamante antropólogo. ¡La causa de mi travesía!¿Cómo es posible estudiar al hombre sin ver siquiera uno cerca? Es mi gran duda, aunque un silencio se instala en la mirada de ambos y, sin siquiera formular la pregunta, él responde:
—La selva es, en verdad, una mente cobijada. Un destello de lirismo recorrió tu mirada desconcertada, al momento de iniciar tu trayecto por estos recovecos. Pero, a medida que tu cuerpo fue instalándose en este laberinto, fuiste asumiendo otras perspectivas. De manera paulatina te devoraste el paisaje, y lo hiciste tuyo. ¡Si hasta te deslizaste como una oruga! Tu cuerpo se mimetizó con los ruidos y con los habitantes de estas tierras. Yo fui vagabundo y empantané mis pies en la miseria. Ahora soy árbol. Soy viento y, junto a la luna, acudo al silencio omnipresente. Una certeza que, como salvia, discurre por esta arteria vegetal.
—Pero, en realidad, yo quisiera hacerle a usted algunas preguntas.. .
—Las preguntas ya están respondidas. Y, en el fondo, lo sabes. Aquí no hay engaños, ni rivalidades. No hay envidias, ni maldades. La selva es manantial reflejado en el alma del poeta. Es pasión ardiente entre sábanas de estrellas. Es un despertar entre aleteos de carpinteros, en primavera. Nadie se salva de la muerte, aunque morir aquí es renacer cada día.
Algo se inmuta dentro de mí. No me permite seguir preguntando, o tal vez comprendo que las preguntas están de más. Un estorbo innecesario que solo serviría de relleno. Entonces recojo mis pequeñeces terrenales, froto mis ropas, que se encuentran sucias por el sueño interrumpido, y decido regresar. En cuanto me doy vuelta, siento el zumbido de una lechuza que despereza sus alas para retomar la vigía. Giro la vista hacia mi alrededor y nadie, absolutamente nadie, se encuentra allí. Este señor a quien yo apodé "El Patriarca" no forma parte de este paisaje. Tal vez tampoco de mi realidad. O tal vez estuvo tan cerca que se incorporó a ella, y ahora somos dos los centinelas de la noche.
Fecha original de publicación: 23/01/2019
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