
Ella es amable; siempre golpea mi puerta para pedirme un poco de azúcar
AUDIORELATO - Sólo el amanecer tenía en su poder, el imperio del alivio.
Columnas - La Cima Del Tiempo03/22/2019 Sil PérezPosdata Digital | Argentina
Por Sil Pérez | Escritora
EL ENIGMA DE LA MONTAÑA
La noche en Vizhai los despabiló con un gélido Buran. De esos que abrazan los huesos hasta estrujarlos. Vladimir y Ekaterina conocían el terreno como cada parte de su cuerpo. La decisión estaba tomada: el grito de la cima los esperaba.
La ventana de la casa se aferraba a un frío aterrador que dejaba huellas en el vidrio. La puerta resistía los azotes provocados por un viento que crujía sin piedad. Vladimir se acercó a la puerta de entrada para evitar que su fuerza derribara el mural carcomido.
En la casa aún resplandecían las cerillas agónicas de lo que había sido un fuego encendido. Un hogar a leña que pronto yació en el olvido. Ambos se miraban con disimulo. El temor se escondía detrás de sus rostros lívidos. Durante el transcurso de las horas decidieron atravesar aquel camino camuflado de ceniza. Un trayecto desnudo y nebuloso escondía el gran enigma.
Los habitantes de la estepa conocían el grito de la montaña. Habían aprendido a vivir con él, y hasta a descifrar los sonidos, como si de mensajes se tratara.
El pueblo donde habitaba la montaña Kholat Syakhl sin reparo escapaba de la noche. A partir de las 20 ya nadie salía. Los bares cerraban sus puertas, la estación de bus estancaba su mampostería hasta el próximo día. Los faroles fallecían ante el páramo anunciado de sus calles. Solo los destellos de las estrellas arriesgaban su permanencia en aquella inmensidad desmandada.
Pero Vladimir y Ekaterina habían decidido ahuyentar los estallidos que la montaña a lo lejos escupía. A esos vástagos alaridos que crecían con el correr de las horas quisieron clavarles el puñal del reto.
Nadie en Vizhai se atrevía a preguntar cómo era que, desde esa gran boca blanca, rugían voces extrañas. Solo un nuevo amanecer tenía en su poder el imperio del alivio.
Fue así como tomaron sus bolsos y emprendieron la partida hacia esa cúspide de misterio. Abrigaron sus cuerpos con ropas térmicas e impermeables, y sus manos, con guantes resistentes al frío de la gran estepa rusa. Puertas afuera, sus cuerpos trepidantes se fundieron en un abrazo. El silencio clavó una fosa anunciada. El instante se incineró en una sola mirada.
Sin mediar palabra, avanzaron.
Allí iban ellos, desafiando el destino. Un 22 de enero, y en medio de los avatares del crudo invierno, partieron hacia las penumbras de lo desconocido. Desde las mirillas los vecinos seguían los pasos de dos almas desafiantes. Hasta que sus cuerpos se convirtieron en granos de arena nívea. A lo lejos sus pasos dejaron huellas incrustadas en la escarcha vigorosa de la mañana.
La noche atravesó el umbral de los gritos. El alba se anunció y, entre las maderas aún crujientes de las ventanas, se deslizó improvisado un altivo y diáfano rayo de luz. El amanecer traía el alivio de la certeza. Un nuevo día comenzaba, y se imponía soberbio a la oscuridad y a los miedos de la noche.
Los vecinos permanecían curiosos por el regreso de la pareja. El mediodía insistente había asomado y se había anclado en el calor de la intriga. Nadie había visto a los exploradores regresar. La casa no daba indicios de haber sido nuevamente habitada. Las ventanas continuaban con sus cortinas cerradas, el culto habitual de cada noche.
Las horas siguieron y el sol, como una esfinge, permaneció estancado ante un cielo azul apasionado. El calor comenzó a abrumar la tarde. Los zhar-ptitsa emprendieron un vuelo de fuego audaz en derredor a la casa solitaria. Esas aves autóctonas danzaron un ritual insondable.
Y las horas siguieron, y el sol permaneció asomado al mástil de un tiempo detenido. Y sus rayos se encadenaron ardientes al firmamento. Y las horas transcurrieron tumbadas a la espera del retorno de aquellas almas.
Sin que nadie lo hubiese percibido, la noche se disipó entre la neblina. Y, ante la ilusión ferviente de los habitantes, un sol ardiente esculpió el infinito. De manera inexplicable, la oscuridad había desaparecido del manto inacabable. El cielo había extirpado la sombra del misterio. El tiempo retomó su camino y no se detuvo ante la ausencia de los intrépidos.
Cuenta la leyenda que, cada 22 de enero, un grito feroz desde la montaña irrumpe el resplandor del día. Los vecinos deducen que esa sería la hora donde aquella noche se produjo la partida. Un éxodo de almas en un viaje sin retorno. Cuerpos que nunca regresaron. Rastros que desaparecieron ante la mirada inquieta de la noche.
Durante el resto de los días, desde la cima del Kholat Sykhl, se escuchan suaves murmullos de rocío que acarician sus laderas. Aquellos granos de arena desaparecidos en el horizonte ahora segregan una cúpula glacial. Desde entonces, en el pueblo de Vizhai, la noche y los miedos son solo ánimas ausentes.
Audio
Voz en off: Luis García Orihuela
Ella es amable; siempre golpea mi puerta para pedirme un poco de azúcar
Aquel día y con apenas veintidós años, Victoria sumó a su vida el riesgo de una observación desprejuiciada.
Cada vez que llego a la estación, los días se detienen. Tal vez porque allí siempre está él, con su figura apacible y abismada.