La Cima del Alma

Espacio de difusión Literario- La escritora Sil Pérez nos presenta la tercer entrega de fragmentos del libro Memorias de los Andes (46 años despúes) de José Luis “Coche” Inciarte Vázquez.

Columnas - La Cima Del Tiempo 30/04/2019 Sil Pérez

Posdata Digital Press | Argentina

sil PérezSil Pérez | Escritora

Primeros días: la agonía del después

Y de pronto una tremenda vibración. Sobre ese ruido de motores, una gran explosión. Luego el silencio, el miedo y una espesa nube blanca de desesperación que cubrió la esfera siniestra.  Allí se encontraban ellos, estancados en medio de la nada. Con la incertidumbre y el dolor a cuestas. Gritos y quejidos que el viento gélido no pudo extirpar. 

IMAGEN DE PORTADA MEMORIAS DE LOS ANDES  1 50558654_2311281155558483_924389537486995456_n (2)Aquí la tercera entrega de este desgarrador viaje que jamás llegó a su destino. Vidas que se perdieron para reencontrar a otras que lucharon por encontrarse.

En este episodio de la Cima del alma, quiero contar, a nuestros lectores de Posdata Digital Press, la valentía de uno de los sobrevivientes que dedicó sus días a la solidaridad con el prójimo doliente.  Sí, aquí uno de los primeros momentos de la tragedia contada por José Luis Inciarte Vázquez (Coche), a través de su libro Memorias de Los Andes. Un ejemplar que recuerda que la vida merece ser defendida con garras de oso polar.

Pasado el tormento del primer impacto y luego de abrir sus ojos tímidamente, Coche sintió un frío espeluznante, miró hacia atrás y observó que no había más asientos que el suyo. La mitad del avión, con todos los pasajeros amigos sentados en esas ubicaciones, habían desaparecido. Él era el límite entre la vida y la muerte.

"Yo no quería ni ver ni oír, quería irme. Ese fue mi primer impulso, mi primer instinto, huir de la situación, rajar. Pero después me dije: No se puede huir, esto ya pasó y ahora hay que ocuparse y vamos a ver cómo. Mirando hacia atrás, no podía creer que faltaba la mitad del avión en donde estaban mis amigos. ¡Gastón ya no estaba! ¡Nadie ni nada detrás de mí,  yo era el último".

 El silencio era lo que reinaba; el silencio absoluto. Después, como si alguien manejara el audio, empezaron los gemidos, los llantos, los gritos, los pedidos de auxilio y el típico: "¿Qué pasó?". Lo más impresionante era que yo estaba vivo, y había muchos más que estaban vivos y sanos como yo. Sentí que la vida dejaba de ser aquel derecho que te hace dueño del mundo para ser algo diferente, ¡algo que hay que merecer!

(Capítulo II: "Durante. Primeros dieciséis días en la montaña").

FOTOS DE LA TRAGEDIA

Así fue cómo la tarea emprendió terreno y de manera enérgica comenzó la hazaña por defender la vida. El tiempo fue un águila fugaz que sobrevoló las cercanías de lo mediato. Había que centrar la mente y acudir a la ayuda de quienes se encontraban con heridas extremas. No había espacio para lamentos, ni pensamientos lejanos. Las montañas nevadas y la catástrofe eran la realidad más cercana. Vidas en un grito al borde de la nada.

Y hubo que convivir con una realidad tediosa. Nadie pudo esquivarla. Y, aunque las noches tiñeron el paisaje de lúgubre paz, nadie podía entregarse al sueño. El proceso de dormir era, sin más, el pasaje a la muerte.  Un lujo innecesario que nadie se podía dar. El frío deshilachaba los huesos hasta dejarlos inertes, aunque los cuerpos se unían en la solidaridad del calor humano.

Eran los sobrevivientes de una tragedia histórica. La vida era un cofre de latidos al que todos querían acceder. Un lujo que había que merecer. Luchar ante las adversidades climáticas y las profundidades de una espesa nieve que, al pisarla, llegaba hasta la cintura. Las noches eran eternas y parecían no extinguirse jamás. Tal vez una especie de alivio para la vista, pues impedía ver el dolor consumado en tantos cuerpos humanos. Pero un nuevo día comenzaba y, con este, la lucha constante por la vida. De todos los sobrevivientes, cada uno aportaba la ayuda que le era afín a su conocimiento. Entre ellos, un joven muy distinguido llamado Roberto Canessa, con apenas diecinueve años y un primer año de Medicina, colaboró de manera proactiva con los heridos de mayor gravedad. Inquieto y audaz, vaya si lo había sido. . .

 El hecho de estar vivo superaba la prisión a la que empezábamos a adaptarnos. La vida se mostraba por encima de todo sufrimiento; lo conllevaba, sí, pero parecía ser merecedora de ser vivida.

 (Capítulo II. "Durante. Primeros dieciséis días en la montaña").

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Había tantos heridos como quejidos estacados a un sol de octubre, que no salía de su asombro. Existía la urgencia absoluta de organizar las secuelas de la tragedia. Auxiliar, dejar a un costado los cuerpos cercanos y conservar las esperanzas. Demasiadas cosas no cabían en el fuselaje; había que seleccionar. Solidarizarse con las víctimas e inclinarse ante la cima de la fe.  Y para ello no había mejor referente que el capitán del equipo, Marcelo Pérez del Castillo. Con gran habilidad de adaptación y supervivencia, logró encauzar la única misión que no debía perderse jamás: la convicción de que serían rescatados a la brevedad.

El terreno se presentaba hostil en todas sus posibilidades. No existía en derredor restos de vida vegetal o animal que pudiese rescatar un indicio de supervivencia. Las rocas sobresalían del terreno, negras y puntiagudas. Un desnudo que las delataba. No era tarea fácil para ninguno de los jóvenes uruguayos enfrentarse con ese manto de sábana blanca. Un fantasma que los atormentaba.

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Para Coche, la noche se tornaba indispensable. Tal vez porque la luna y las estrellas sellaban un círculo de complicidad. Un contacto visual que lo comunicaría con sus seres queridos. Un punto en el firmamento compartido con los más íntimos. Una ceremonia de nostalgias depositada en una gran esfera diáfana: la luna. Ese objeto era lo más perceptible, auténtico y hasta palpable en manos de la ilusión. Una esfera giratoria que, desde el fuselaje, se paseaba de ventanilla en ventanilla. Una travesía que resultaba cálida y amena.  Porque la noche traía consigo el sosiego familiar. Una quietud que le pertenecía a los vericuetos de la soledad.  Un trozo de naturaleza que de alguna manera le pertenecía.

De pronto una realidad se aproximó e irrumpió el silencio de la intimidad. Una radio a transistor comunicó la nefasta noticia del cese de la búsqueda. Un golpe escalofriante para las veintinueve almas que esperaban ser rescatadas desde la cima de sus esperanzas. Pero no todo estaba perdido pues, sin saberlo, esa desgarradora noticia estaba proporcionando a los sobrevivientes la única oportunidad de salvarse, esta vez solo por sus propios medios.

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Próximamente:

Ya agotando el stock de alimentos existentes en el avión, que se repartía equitativamente entre los veintinueve que éramos, la mente racional concluyó que moriríamos de hambre. Moriríamos por no tener la energía proveniente de algún alimento. No de frío, no de sed, pero sí de inanición. Los únicos recursos con los que contábamos eran nieve, rocas y hombres, tanto vivos como muertos.

 


Memorias de Los Andes

José Luis Inciarte Vázquez (Coche)

Disponible en librerías: Yenny, Cúspide y Casa del Sol.

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