Orden de alejamiento

Solo la sensibilidad de un poeta puede describir el dolor de una mujer víctima de violencia de género, sin golpes bajos.

El Arca de Luis09/06/2019 Luis García Orihuela
  

El OlvidoFoto:Pixabay

Posdata Digital Press | Argentina

Luis Gracia OrihuelaPor Luis García Orihuela | Poeta | Escritor | Dibujante


ORDEN DE ALEJAMIENTO

 

 

La mujer llegó sola al apeadero. Era alta y desgarbada. Su aspecto cuidado, y siendo cerca de la una del mediodía no pareció prestar atención a ese hecho o al de estar en verano. Era un dos de agosto y la temperatura rondaba los treinta y cinco grados.

Solo había un hombre a aquella hora del sábado esperando la llegada del metro. Se encontraba con la espalda pegada contra la pared del habitáculo que servía para validar las tarjetas de viaje. La techumbre proveía de la única sombra posible cuando el sol estaba en lo más alto y parecía calentar todo con una rabia desmedida.

La mujer llegó hasta el hombre, le preguntó para cerciorarse de estar en el emplazamiento adecuado, y luego se disculpó por no haber preguntado después de dar los buenos días o las buenas tardes. Realmente ella no sabía bien. Vivía cinco paradas más adelante del trayecto; en Beniferri. Estaba tan desubicada que según ella misma reconoció al hombre, no sabía que dirección debía de llevar el metro que le interesaba tomar. Aclaradas por el hombre sus dudas, pasó su bono por el lector y sonó el visto bueno del mismo, a la vez que se iluminaba el punto verde que validaba su tarjeta de transporte.

La mujer comenzó a hablarle al hombre. La habían citado esa mañana en los juzgados, y suspiraba, en cierto sentido aliviada, al contarle que le habían concedido la orden de alejamiento. La policía buscaba a su marido para dársela, pero según ella éste se hallaba escondido en algún lugar cercano a la casa. El hombre asentía con la cabeza y le daba la razón con pocas palabras, quería ser cortés con la desconocida, pero no implicarse en historias que ni le iban ni le venían. Ella calló por un momento, como recordando, y finalmente dijo iba a llamar a su madre para tranquilizarla, que supiera que ella estaba bien. Todo había sucedido como esperaban.

La mujer fue breve en su llamada. En aquel apeadero estaban solos los dos, cercados por barrotes dorados de un sol que no perdonaba y que impasible ganaba espacio a las pocas sombras que quedaban.

Ella volvió a hablarle al hombre, retomó la conversación que más bien se había convertido en un monólogo, en donde ella hablaba y el hombre se limitaba a escuchar. Siete años hacía que llevaban viviendo juntos su marido y ella, y según le explicaba, luego de pegarle él le pedía perdón, y ella por que le quería le perdonaba, una y otra vez. Así siempre. Un día y otro. Pero ahora estaba asustada, la había amenazado con matar al único hijo fruto de ambos.

Sonó la sirena del andén y las barreras del paso a nivel bajaron automáticamente para dar paso al metro que hacía su entrada. Subidos cada uno en vagones diferentes, el metro les alejó de aquel cemento hirviente en dónde se hacía difícil el respirar incluso a la sombra.

 Habiendo llegado a su destino, la mujer ha realizado unas cuantas compras por las tiendas del barrio. Al acercarse a las inmediaciones de su casa, la mujer se ha detenido varias calles antes de llegar a su domicilio, y temerosa ha mirado a uno y otro lado de las calles, siempre deseando, rezando, no ver de pronto al padre de su hijo aparecer por una de ellas.

Ya en su misma calle quiso comprar algo de fruta antes de subir a casa. Quizás, siendo que su hijo lo había enviado a casa de sus abuelos para estar más tranquila, tan solo comiese eso. Algo de fruta y nada más. No tenía hambre. Sentía como un nudo en el estómago que la atenazaba y aunque se decía para sus adentros que lo peor ya había pasado, que las palizas se habían terminado, que las mentiras al médico diciendole se había caído al bajar unas escaleras o tropezado con una puerta por ser muy despistada ya no harían falta. Sabía no era cierto. No podía ser tan fácil. Una simple orden de alejamiento y su marido sumiso la acataría así sin más. Imposible. Estaba segura de que la orden no bastaría para alejarlo definitivamente de su vida, él no era así, un ser pusilánime como tantos otros hombres,  su marido no era de esos, no estaba hecho de esa pasta modelable. Solo él decía las cosas cómo y cuando se debían de hacer, y nunca el porqué. Ese era él. Ni más ni menos. Él daba órdenes y los demás obedecían limitándose a cumplir las indicaciones que diera.

Tomó medio melón del expositor de dentro de la tienda, tenía un aspecto excelente. Luego, ante la mirada atenta de la dependienta, hizo lo propio con unas cerezas expuestas en un palé en la misma acera que hacía las veces de escaparate. Tomó entre sus manos un racimo generoso y lo introdujo en una de las bolsitas de plástico que tenían puestas en un gancho de hierro para ello.  La dependienta la miró, preguntándole con la mirada como había quedado. Sabía de su situación, lo mismo que gran parte del barrio. La aconsejaban, le daban ánimos unas veces, otras le decían se atreviera a denunciarlo, pero todos guardaban silencio llegado el momento. Nada de implicarse. El marido era un tipo peligroso y nadie quería enfrentársele. Los vecinos sabían bien como se las gastaba. Solo había que ver a su mujer las marcas que le dejaba en rostro y brazos. En pleno agosto, con aquel calor y llevando siempre manga larga para ocultar los moratones, banderas al viento que hablaban a las claras de un país de sufrimiento por toda su geografía. Con una voz leve, apenas audible para los demás presentes, le dijo a la dependienta que estaba bien, que finalmente le habían concedido el ansiado alejamiento. Lo decía como si hubiera pecado por el hecho de haberle denunciado en los juzgados. Ella, una mujer religiosa, que iba a misa todos los domingos. Eso no estaba bien. Había jurado amor eterno… en lo bueno y en lo malo… solo se había dado entre ellos lo malo, el maltrato sin venir a cuento, porque sí. Tanto estando ebrio como sobrio. Pero estaba su hijo. Su único hijo estaba por encima de todas las cosas, a pesar incluso de ser parte de él. Merecía una oportunidad de vivir. Quería un futuro para él y con la amenaza de aquel hombre con el que lo había engendrado, sabía que nunca existiría ese futuro, que nunca tendría ni siquiera una oportunidad o un rato de tranquilidad.

 El estar tan cerca de su casa hizo se incrementara su nerviosismo. Se sintió fatigada y su respiración se hizo irregular por momentos. El miedo se había hecho más tangible. Se encontró con el matrimonio que vivía justo enfrente de ella y subieron juntos en el ascensor. La vecina maldijo por habérsele olvidado comprar los garbanzos para el cocido. Tendría que volver a bajar. Un fastidio. Al salir del ascensor les sonrió como despedida y entró a la casa. Dejó la compra en la repisa de mármol de la cocina y se fue directa al dormitorio a cambiarse de ropa. No se había dado cuenta, pero estaba tiritando de frío.

De regreso a la cocina para guardar las cosas en la nevera, se detuvo junto a la puerta. Alguien había prendido la luz de la escalera. ¿Es alguien que sube o que baja? El timbre de la calle no ha sonado. Quién quiera que sea es de la finca. Lleva llave. El sonido del ascensor al ser llamado se dejó oír en la silenciosa escalera. Gran parte de los vecinos estaban fuera, de viaje de vacaciones. ¡Dios mío! —Pensó— ¿y si es él? ¿Y si…? El solo pensamiento, aquella idea crepuscular caída como un velo, hizo que comenzara a sudar copiosamente. Su corazón comenzó a latir con más fuerza, a golpear su pecho como si quisiera huir asustado de ella. La campanilla sonó. El ascensor se había detenido en su piso. Escuchó la puerta al abrirse y acto seguido cerrarse. Pasos. Su corazón entró en taquicardia. ¡Era él!, ¡era él!. La mataría en cuanto entrara. No había cerrado con llave la puerta de la casa. Sonaron pasos hacia la puerta, la punta de un pie debió de chocar contra el felpudo de la puerta. Luego el puño de una mano se dejó sentir llamando con insistencia a la puerta.

 La vecina llamó una vez más con los nudillos, y viendo no le abría, pensó se abría tumbado un rato a descansar. Luego le daría la buena noticia. La policía había detenido a su marido cuando salía de comprar unas latas de cerveza de la verdulería. Su problema se había acabado para siempre.

 Ya en su misma calle quiso comprar algo de fruta antes de subir a casa. Quizás siendo que su hijo lo había enviado a casa.

 

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A quienes se eligieron. A quienes se escucharon en voz bajita, pero igual se creyeron.

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