La otra cara

"Manko ingresa, y al hacerlo siente un aroma impregnado de sosiego. Un silencio que lo reconforta y lo aleja de las miserias."

Columnas - La Cima Del Tiempo 12/04/2020 Sil Pérez

La tra cara-posdata digital pressFoto:Top Santé

POSDATA Digital Press | Argentina

sil PérezPor Sil Pérez | Escritora | Poeta

Es de noche, pero de esas noches que no tienen fin. Manko Quispe lleva sobre su espalda el sufrimiento y el dolor, como un cuchillo clavado en la cien. Las veredas devastadas por el silencio extienden el recorrido un poco más. Falta poco, sin embargo la llegada puede resultar inesperada. 

Manko, extenuado atraviesa  la plaza Martín Fierro. ¿Quien diría que a metros, y hace tiempo los talleres metalúrgicos de Pedro Vasena serían la encrucijada de otro tormento? Comienza a soplar un viento, que ya alejado del veraniego empieza a preocupar. El viajero solitario apura el paso, y deja en su recorrido grietas difusas sobre el asfalto.  No ve la hora de llegar. Frota sus manos largas. Las líneas de su frente oscura se ciñen mientras piensa en las almas perdidas. Y en quienes bajo esta luna menguante suplican por sus vidas. La distancia se acorta, igual que el tiempo.  El sueño le produce frío. Una sensación gélida oprime sus venas.  Diez pasos más y llega. Respira hondo y con gesto calmo, sube victorioso el primer escalón del edificio. Son tres hasta la puerta principal. No hay un alma en las inmediaciones.  El bloque parece escabullirse en la maleza de cemento. Toca el portero, el estridente sonido lo despabila. Tantas horas fuera había olvidado ese ruido fastidioso. El inmueble mantiene la fachada porteña, aunque algunos recuerdos sonámbulos aún persisten en los alrededores. Parece mentira que a metros, y hace años, la distinguida casa La Vasca solía deslumbrar a sus clientes con los bailes seductores del dos por cuatro. 

Ya dentro de la vivienda  Manko camina hacia un pasillo que solitario se pierde en su trayecto. A metros topa con el ascensor. Un habitáculo de los setenta, que aún resiste los avatares del tiempo.  Mira a las proximidades, por si algún vecino más decide subir, pero está solo. Oprime el botón, al mismo momento que suena su celular. El sonido es suave, y ligero, como el sueño que hace tantas noches lleva dentro. Se altera de manera sorprendente, aunque no es más que un aviso de agenda. Observa por la mirilla que el ascensor proveniente del octavo piso, llega de inmediato. Abre la puerta de madera e ingresa al elevador con cabida para tres personas. Dentro, y en plena soledad realiza breves movimientos de cabeza para relajar la tensión acumulada.  De arriba abajo y de derecha a izquierda, tres, cuatro cinco veces. Está solo y deshabitado como esta gran ciudad porteña. El intervalo que se sucede entre el primer piso y el segundo es una brecha distendida.  En esa bocanada de somnolencia mira a su alrededor y se deja atrapar por un cartel manuscrito que con furiosa tinta roja expresa: “Andate hijo de puta”. 

La misiva lo descoloca.  No comprende, no sabe bien cuánto tiempo hace que esa advertencia está allí. Por estos días, y por su cabeza las vidas y las muertes caminan sobre una soga finita. De pronto el ascensor se detiene en el tercer piso. La puerta se abre, este ruido desprevenido  altera a Manko, quien a pesar del susto  esboza una sonrisa tenue a la vecina a punto de ingresar. La mujer de unos sesenta años, y de ojos redondos como un plato al ver a Manko retrocede un paso y de manera violenta se aleja del ascensor.  Cierra la puerta de acceso y desde afuera le grita: “¡Andate, no te queremos por acá!”  Nos vas a matar a todos, hijo de puta”.

Manko desconcertado por la agresión queda inmóvil. El tiempo se estanca en su cuerpo petrificado. En esta eternidad descubre que aún conserva en sus manos, los guantes blancos de quirófano y el barbijo  verde de Hospital sobre su cuello. 

Su conclusión es nefasta. Los agravios hacia su madre no son más que la despreciable idea de saber que es médico. Parece que la pobreza por estos días supera la económica. 

-Si, no hay dudas. Soy yo el hijo de puta. Balbuceó indignado el joven médico del altiplano. 

Inmóvil como quien acaba de cometer un crimen involuntario, mira alrededor. ¿Quien diría que en este reducto móvil quedaría al descubierto la desidia?  El espejo añejo del ascensor le devuelve a Manko un rostro afligido. Permanece en silencio, una pausa que como trueno estalla en su cuerpo.  Respira hondo y se traga la indignación. Luego de unos segundos y con la puerta cerrada por su agresora, oprime el botón del tablero metálico y continúa su viaje hasta el octavo. 

En la profundidad de su hogar Gandhi lo espera acurrucado sobre los almohadones de tela de aguayo que cubren el sillón. La llave incrustada en la cerradura alerta al felino de la presencia inesperada.  Poco a poco despereza sus patas hasta chocar con el borde de la mesa ratona.  Manko ingresa, y al hacerlo siente un aroma impregnado de sosiego. Un silencio que lo reconforta y lo aleja de las miserias.  Observa en las cercanías, y siente que no está solo. Que Joaquín y Josefina desde el lejano pueblo de Totora, lo incitan a seguir. A defender la salud con pasión y coraje. Como lo hacían sus ancestros de Cochabamba. 

Una lágrima recorre su mejilla de cobre, cuando recuerda el calvario, que por estos días padecen sus pacientes. Se emociona ante la impotencia y ante el incierto que el diminuto asesino provoca. La salud es para Manko su obsesión y su gloria. 

Un mensaje de celular lo inquieta, pero es tiempo de descansar. En pocas horas regresará nuevamente al Hospital. A dejar su vida para salvar la de otros. Manko se recuesta junto a Gandhi y sueña con regresar a la trinchera. Hoy el mundo confía en sus manos blancas, aunque a veces la ignorancia sea otro virus letal, en este campo de batalla.   

 

 

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