MUSSARA, el pueblo de las ranas

"Recuerdo que a lo lejos pude divisar la primera aldea. Una vivienda con huecos del tamaño de una ventana. Un techo abierto al cielo y una puerta que parecía dar paso al universo".

Columnas - La Cima Del Tiempo 14/01/2021 Sil Perez
MUSSARA  2  IMAGEN
Foto:La Vanguardia

POSDATA Digital Press | Argentina

sil Pérez
Por Sil Perez | Escritora | Poeta | Miembro de la SADE

Mussara, el pueblo de las ranas, el cuento de Sil Perez escrito para la Antología Letras del Mundo, de Etiqueta Ediciones. Un libro digital y gratuito, presentado recientemente en el ciclo de entrevistas de Gabriel Díaz.

El paisaje nos acompañaba en el medio de un crepúsculo insistente. Recién adentrados en la aldea, nos dispusimos a buscar un lugar donde pasar la noche. No era nuestra intención quedarnos en la comarca de Baix Camp, pero el largo camino hacia el pueblo más cercano nos obligó a tomar la iniciativa. (Los cuatro, en el fondo, presentíamos que la decisión trazaría una línea difusa). 

La tarde se cubría de un frío que desafiaba al pleno agosto. No llevamos abrigos, por lo que decidimos cubrirnos con la única manta de vicuña que llevaba Aghaton en su bolso de campamento (era siempre el más prevenido). Aina y Lucién solían arrojarse a la aventura con tan solo lo puesto. Recuerdo cómo se vanagloriaban por el desafío de sobrevivir a cualquier precio. Lo mío fue diferente, solo contaré lo que mi espíritu guerrero le permitió vivir a mi pasado oriundo de Normandía. 

La decisión estaba tomada. Al principio, no fue fácil, ya que, la noche anterior a emprender el viaje, habíamos discutido bastante. Nos llevó horas decidir el trayecto, puesto que había solo dos caminos que conducían al pueblo de Mussara. Para uno de estos, había que atravesar el largo trecho de una ruta llamada Villa del Seis. La intriga que teníamos era demasiada, ya que el misterio acerca de aquel pueblo abandonado nos rondaba hacía tiempo. Aquella noche, casi sin dormir, emprendimos el viaje desde la vieja ciudad de Gerberoy. Partimos de la casa de Aghaton munidos de cantimploras con agua, comida en conservas para cubrir el trayecto y algunas cremas para paliar el intenso sol que, se suponía, que nos iba a acompañar. 

Durante las primeras horas de trayecto, la meseta desolada fue alimentando nuestra curiosidad, hasta llegar a la ciudad de Tarragona. Desde allí encauzamos la idea de proseguir o quedarnos en el rústico hospedaje del único hotel instalado en la región. Su construcción añeja se mostraba tan árida como la zona donde se cimentaba.  Su nombre, si mal no recuerdo, era Orleanais. Tuve cierta curiosidad de saber por qué la mención en francés a un inmueble ubicado en planicie de Zaragoza, pero el detalle tampoco me restó el sueño. Tan solo con mirarnos, decidimos continuar viaje.  El camino de ripio, áspero como un caparazón, nos permitió avanzar sin culpa. En el trayecto, las  mujeres encaraban la procesión Aina era una mujer de mediana edad que ostentaba en su mirada cierta rebeldía, en tanto que la bella Lucién maquillaba en su rostro la virtud del silencio:  el sexto sentido de toda mujer no se hacía esperar. 

La noche avanzaba, y el ripio parecía incrustarse entre los ojos, dejándolos titilantes como las ansias de llegar. El viento tenaz no perdonaba. La noche avanzaba sobre nuestros hombros desnudos. Los grillos se anticipaban a la soledad mientras nuestras piernas acalambradas continuaban su andar frenético. Finalmente, el grito de un cuervo a lo lejos anunció nuestra llegada. Ya en el medio del pueblo catalán, la cúspide de una iglesia en ruinas abría paso al sosiego. Ya no había dudas: nos encontrábamos entre los escombros de la Vilaplana. El paisaje daba claras evidencias de abandono. Todo a su alrededor se mostraba desértico. El viento, ya adentrado en la noche, calaba los huesos. Aghaton tendió la manta sobre algunos cascotes desparramados que cubrían la planicie.  Un trozo de tela rupestre cobijaba nuestros cuerpos cansados ante el imperio de la soledad. Recuerdo que a lo lejos pude divisar la primera aldea. (O, al menos, eso parecía). Una vivienda con huecos del tamaño de unas ventanas. Un techo abierto al cielo y una puerta que parecía dar paso al universo.  Aina y Lucién nos habían contado que en la región alguna vez había existido un pueblo que solían llamar Las Ranas. Ello se debía a que, cuando llovía, se creaba un embalse natural que servía para que los animales bebieran. Pero a mí me llamó la atención la iglesia. Sí, allí, como en cada pueblo perdido, había una, aunque esta tenía características que la diferenciaban del resto. Un campanario se levantaba sobre el follaje neblinoso. Las paredes de piedra agrietadas dejaban al descubierto el paso del tiempo. Nos acercamos rápidamente. Aquella construcción milenaria parecía erguirse desafiante y nos invitaba a ingresar. Lo hicimos con la certeza de saber que ya no encontraríamos ni siquiera a una rana disecada. Sin embargo, algo nos detuvo: el sonido de una campana que jamás encontramos ubicada en su santo refugio. Como era habitual en nosotros, nos miramos en silencio y despacio avanzamos. Nada más unos metros adelante, nos topamos con unas cruces pequeñas que se encontraban incrustadas entre las piedras del bloque de esa casa espiritual. Nos llamó la atención que estuvieran dispuestas hacia abajo. Llegamos a contar seis, y todas en la misma dirección. Cruces pequeñas que encolumnaban el trayecto hasta el oratorio, el sitio exacto donde debía reposar la cruz mayor insignia del hijo de Dios, pero no: se encontraba vacía. El sonido de la campana nuevamente retumbaba en nuestros oídos. Nos detuvimos y nos miramos con la palidez que traduce el miedo aterrador. Los cuatro escuchábamos la campana que vibraba estridente sobre la cúpula de un montículo de escombros. La tiniebla persistía; el cielo parecía caerse sobre nuestros cuerpos inmóviles. Intenté olvidar la circunstancia que me había llevado a recordar aquel episodio. Sin embargo, por más que quise, nunca pude. 

Recuerdo que, a pesar de encontrarnos aturdidos, decidimos permanecer un rato más en esa iglesia abandonada. Algo nos retenía: una estremecedora sensación de saber que, detrás de esos ruidos inconstantes, se escondía algo más. Aghaton, era el más prevenido, y también el más desafiante. Intrépido, se adelantó al resto y avanzó hacia el final del pasillo de la construcción antigua. La escasa distancia nos permitió descubrir que, en el lado izquierdo del muro de la iglesia, se divisaba una abertura amplia de piedra maciza, una figura que, ante la vegetación frondosa, permanecía inmutable. Sus columnas sostenían la inclinación perfecta que dibujaba la silueta de una puerta imponente. Detrás de Aghaton, nos dispusimos en fila y avanzamos hacia esa especie de mirilla gigante. Recuerdo que, al llegar, la miramos, hasta que nuestros ojos se toparon con el límite de su altura. Nos sentimos pequeños ante esa monumental abertura. La niebla persistía. Casi sin darnos cuenta, nos devoraba como un lobo hambriento. La penumbra nos generaba una ceguera temporal. Nuestras piernas comenzaron a padecer una especie de parálisis que se prolongaba por todo el cuerpo. De pronto nos encontramos sin la posibilidad de mover nuestros brazos, y nuestros pies se incrustaron al suelo como si fuese un pantano. No podíamos hablar, tampoco vernos. Recuerdo que mis ojos se nublaron, y hasta sentí que mi cuerpo tambaleaba como una pelota. No pude ver a nadie. Ni siquiera escucharlos. Solo el zumbido como de un mosquito se agigantaba en mis oídos con un estruendo cada cada vez mayor. Su ruido, ensordecedor hizo estallar mi cabeza de dolor. Sentí mi cuerpo sumergirse dentro de una bocanada de aire gaseoso que me impedía ver. Todo se movía violentamente. Mis pies desorbitados se enterraban al vasto desierto como un cardo solitario.

Luego de un lapso que comprendí breve, un silencio abrupto se apoderó del lugar. Sentí temor por mí y por mis amigos. Me animé a abrir los ojos lentamente. No quise saber demasiado: simplemente, que aún seguían con vida. Al abrirlos, me encontré con un paisaje diáfano donde solo yo permanecía.  A los pocos instantes, observé que Aghaton se aproximaba caminando por un sendero que se bifurcaba a partir de un punto inexacto. La neblina persistía, y su cuerpo a la distancia era lo único perceptible.  

A medida que Aghaton se acercaba, nos miramos con temor. A decir verdad, quien estaba atemorizado era yo, pues él retomó el comentario que había dejado antes de que todo comenzara a sucumbir. Parecía no recordar lo que había sucedido. Lo dejé hablar, sin mediar palabra, pero sus gestos no denotaban susto. Me llamó la atención su actitud distante, ajena de la realidad. Miré la muñeca de su mano, y vi que su reloj se encontraba detenido a la una del mediodía. Por la orientación del sol en el horizonte, calculé que serían alrededor de las ocho de la noche. Aghaton era obsesivo de los detalles, por lo que me resultó extraño que no hubiese percibido ese error. Mientras continuaba con su absurdo relato, toqué sus muñecas: estaban frías. Su rostro pálido parecía permanecer en otro sitio. Comenzó a relatar una historia que habíamos vivido cuando éramos pequeños. Un detalle menor mientras cuidábamos a Aubin, el perro de nuestro vecino Clermont, que vivía en Dijon, nuestra ciudad natal. Era como si se encontrase aún viviendo aquella etapa de su niñez, de la nuestra.

Desorientado, pero ya más lúcido, continué la búsqueda de Ainia y de Lucién. Me encontré solo, más que nunca. Me alejé de la puerta que, por un momento indeterminado, permaneció iluminada. Caminé unos metros alejada de Aghaton; miré con detenimiento el paisaje abandonado. La noche caía sobre ambos, y el frío, una vez más, comenzaba a acechar su crudeza. Sentí frío, junto con una sensación espeluznante de soledad y de temor. Ya no podía contar con Aghaton. Él parecía haber retrocedido a un tiempo lejano.  Había cambiado hasta el tono de su voz, que se volvió estridente como cuando era niño. 

Tomé consciencia de que me encontraba en el pueblo de las ranas, y de que la puerta de la iglesia de San Salvador era lo único real que tenía a mi alrededor. El condado de Prades se abría a un mundo donde ya nada era lo que parecía. La aventura soñada había comenzado a dar sus frutos. Nadie nos había adelantado el costo que ello tendría. Solo sé que nadie era lo que parecía. Que el tiempo en el temblor se había tragado una parte de nosotros, mientras todo simulaba suspenderse en un falso equilibrio. 

Ha pasado mucho tiempo de aquella experiencia y, a pesar de que Aina y Lucién nunca regresaron, sigo convencido de que algún día atravesaré la puerta que la niebla me negó. Hoy un ala del silencio se incrustó en mi memoria, solo para recordarme que del otro lado me espera el preludio de mi pasado. 

 

 

 

 

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