POSDATA Digital Press| Argentina
Eduardo Servente | Ingeniero civil | Productor y conductor de radio
Mi abuelo, Giuseppe Luigi Servente, José Luis, Pepito, o Meme como le decíamos los nietos, vino de Italia en nuestra primavera de 1910, cuando tenía apenas 14 años de edad.
Lo trajo su tío Carlos, que ya hacía un tiempo que vivía acá y lo convenció de embarcarse en la aventura de ir por la tierra prometida y escapar de la Europa pobre. Vivió y trabajó inicialmente con su tío como operador de cambio en La Plata hasta que logró entrar como ordenanza en el Banco de Italia y Río de la Plata de esa ciudad.
En esa ciudad conoció a mi abuela, se casó y tuvo a tres de sus cuatro hijos.
Mi padre, Roberto, fue el segundo hijo y primer varón. Vivieron en La Plata hasta que mi padre tuvo 6 años que fue cuando se mudaron a Buenos Aires porque el trabajo en el banco ahí lo llevaba, y allí nació su cuarto hijo.
Mientras mi abuelo escalaba posiciones en el banco, instó para que sus hijos varones estudiaran una carrera universitaria, que él no había podido hacer. Clásico inmigrante inculcó a sus hijos y luego a sus nietos la necesidad de estudiar, de trabajar y sin hipocresías actuar siempre en forma correcta.
Desde sus inicios hasta sus últimos días de trabajo como presidente del banco enseñó con sus palabras y con el ejemplo que había que trabajar para ganarse el pan y se debía hacer de manera sana, sin importar que el camino fuera más duro y más largo.
Esa rectitud en su accionar se trasladó a su hijo, mi padre, quien con una larga vida de trabajo me enseñó con su ejemplo que no importaba si todo se hacía más complicado, no importaba si fabricaba enemigos, no importaba si no se lograba tener la aceptación y la aprobación de sus pares; lo que realmente importaba era encarar la vida con procederes sanos y justos.
No quiero decir con esto que vivimos bajo un manto de santidad, no fuimos ni somos santos, pero igualmente los principios de honestidad y transparencia en los negocios marcaron nuestra vida.
Esa honesta imperfección humana es lo que transmitieron y transmití de generación en generación; honestidad, sinceridad, transparencia, no aprovecharse de tu competidor, no anteponer tu beneficio al del equipo o empresa por la que luchás, etc.
Esas fueron algunas de las enseñanzas que pasaron desde aquel inmigrante a mi padre, a mí, y espero que a mis hijos y de ellos a las generaciones siguientes.
Que las enseñanzas y los ejemplos existan no quiere decir que haya garantía que germinarán en los descendientes; puede suceder que entre ellos haya traicioneros, egoístas, corruptos y hasta se pueda llegar a la bajeza de perjudicar a alguien cercano o hasta estafar a los humildes o a los indefensos jubilados. Que esto no se tome de manera taxativa, sino solo a manera de ejemplo del otro extremo. Todo puede existir, pero si está presente el ejemplo y la enseñanza seguramente habrá más posibilidades que haya buenas y mejores personas.
Y también habrá que decir que esas posibilidades aumentan con el correcto discernimiento dado que, de nuevo, al ser imperfectos no todos los ejemplos son buenos, y es por eso que debemos aprender tanto de los buenos ejemplos como de los malos.
En esa imperfección mantener la transmisión de los buenos principios es lo que hace valioso el paso de generación en generación. Nada lo garantiza, pero si el ejemplo existe las probabilidades que los principios se mantengan son mayores.
No intento pretender que se piense que somos los mejores, vuelvo a insistir con la belleza de la imperfección. Lo interesante de esta enseñanza es la superación. Como mi abuelo el inmigrante deseó que sus hijos lo superaran, ese mismo deseo es el motor que transmite los valores.
Esa superación no siempre va acompañada del éxito. El éxito, en nuestra sociedad moderna no necesariamente va acompañado de esos valores de los que estoy hablando. La superación de la que hablo es la de profundización y clarificación de esos conceptos virtuosos transmitidos en los principios de los mayores a sus descendientes.
Desde como mi abuelo pretendió que sus hijos mejoraran, crecieran como personas, es así que uno de estos valores es el de desear y pretender que los hijos sean mejores que uno mismo.
Deseo que mis hijos tomen los valores que pretendí inculcarles, sean mejores profesionales de lo que fui yo, me superen en las actividades que les enseñé, que sean mucho mejores esposos, mejores padres…, en definitiva, que sean mucho mejores personas.