POSDATA Digital Press| Argentina
Por Luis García Orihuela | Escritor | Poeta| Artista Plástico | Columnista internacioal
El hombre entró al hospital sin que nadie se percatara de su presencia. Era alto y bien parecido, de complexión delgada y con una melena que le llegaba a media espalda. Su cabello negro destacaba sobre su túnica blanca hasta los pies con adornos florales dorados. Habría podido ser confundido por el mishlah de un jeque árabe de no ser por su tez blancuzca y nariz recta.
Al llegar al pasillo del hall escuchó a la mujer que atendía en la recepción hablar con una enfermera. Conversaban sobre una joven recién ingresada en la sección de quemados. Al parecer, su novio había desfigurado parte de su rostro al lanzarle el contenido de una botella que contenía ácido en su interior. "Tan hermosa... qué pena. Nunca volverá a ser bella para los hombres". El hombre, sin decir nada, miró los letreros entre los distintos indicativos del pasillo y luego giró a su izquierda, hacia la sección de quemados. Cruzó entre las dos puertas de vaivén cuando salió veloz un enfermero con una camilla vacía. Todavía conservaba en la superficie la forma de quién había estado tumbado en ella. El enfermero miró hacia dónde estaba el hombre. Se detuvo en su carrera por un momento. Pareció ir a decir algo, pero se contuvo de hacerlo. Segundos después, continuó su marcha sin más. El hombre accedió al interior y sin dilación alguna se acercó hasta una de las camas ocupadas. Allí se encontraba la joven de la cara desfigurada. La despertó con tan sólo tocarla en el hombro. —Hola Karen. He venido a ayudarte, si tú, así lo deseas. La joven, sin llegar a abrir los ojos a causa de las heridas, hizo esfuerzo por ver a la persona que le hablaba. Sus labios, bajo las vendas que cubrían su rostro preguntaron quién era — Soy Jesús.
Por un minuto la joven quedó en silencio. Luego con gran esfuerzo se dirigió a él.
—¿Estoy muerta? Dijo dejando traslucir su congoja. —Estás viva Karen. Muy viva.
—¿Acaso eres el hijo de Dios?
—Todos lo somos Karen. Pero no soy aquel que fue crucificado, muerto y sepultado, y que al tercer día resucitó. Sólo soy Jesús. Pero mis manos pueden sanarte si tú así lo deseas de corazón. ¿Quieres?
De haber podido sonreír debajo del vendaje, Karen lo habría hecho. Quizás pensó que Jesús bien podía ser un loco escapado del psiquiátrico, pero al fin y al cabo, poco podía perder de ser falsas sus palabras. Las palabras de Jesús las sentía sinceras y su forma de hablar era amable y considerada. —Sí. Quiero
.Su respuesta sonó igual que si hubiera estado ante el altar el día de su boda. Jesús puso sus manos abiertas delante del vendaje sin llegar a tocarlo. Luego se alejó sin apenas hacer ruido. —Mañana a esta misma hora estarás curada —dijo cerrando la puerta. Jesús visitó a un joven hospitalizado en el mismo hospital. Se llamaba Pietro Mancini. Pietro había sido atropellado por un vehículo que se había dado a la fuga. Sus piernas, serían para siempre las de un minusválido dependiente de una silla de ruedas.
Jesús fue pasando uno a uno por cada uno de los ingresados. Con todos ellos sus manos fueron obrando lo que al día siguiente considerarían un milagro.
Los designios de Dios son inescrutables.
. Al día siguiente todos los ingresados en el hospital fueron dados de alta. Nadie fue capaz de explicar qué era lo que había sucedido para que todos sanaran de un día para otro.
Karen, al retirarle los vendajes del rostro, pudo ver que ahora no solo habían desaparecido las heridas del rostro. Ahora, no solo era más hermosa. Su belleza, era tal, que a partir de entonces, hubo de esconderse o salir disfrazada para no ser acosada por los hombres.
Pietro Mancini volvió a andar. Siempre había sido un vago incapaz de darle un palo al agua. Maldijo haber perdido las ayudas de por vida de la Seguridad Social.
En la prensa local se hicieron eco del suceso. Los medios más sensacionalistas hablaron de un milagro, de la llegada del Mesías. Algunos, movidos por su fe ciega, buscaron a Jesús durante semanas pero fueron los menos.
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