Los vendedores ambulantes y su historia en la Argentina

Cultura - Sucesos históricos12/09/2024CVA  Producciones IntegralesCVA Producciones Integrales
  

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Hubo en el pasado argentino, y no solo en Buenos Aires, sino que también, en todas las ciudades y aún pequeños pueblos de la campaña, unos personajes, que recorrían sus calles ofreciendo productos casa por casa, para ganarse la vida.

Eran unos personajes típicos de la época colonial y hasta bien avanzada nuestra existencia como Nación libre y soberana, que toas las mañanas, muy tempranito, se podía ver en las calles  cantando sus pregones ofreciendo su mercadería.

Su presencia, dada la necesidad de algunas de sus ofertas y la simpatía y amabilidad con la que atendían los pedidos que se les hacían, sumado a que en sus recorridos, veían y podían enterarse de todo lo que pasaba, hizo que pronto, fueran esperados con ansia, no solo para comprarles lo que vendían, sino para intercambiar noticias y enterarse  el último «chisme» del pueblo. En la actualidad no nos olvidemos de los vendedores de ilusiones que suben cada día a los subtes, trenes y colectivos con diversos artículos y muletillas creativas.

Los vendedores más actuales que aún se conservan en barrios del interior del país son:

  • El diariero
  • El vendedor de tachos para la ropa
  • El carrito de choripanes y panchos en canchas de fútbol
  • el vendedor de globos
  • El vendedor de helados
  • El vendedor de hielo
  • El afilador de cuchillos y tijeras
  • El botellero
  • El vendedor de pan casero

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Ahora bien, viajemos atrás en el tiempo,  algunos de ellos fueron:

El pavero
Aquellos despiertos y ágiles muchachitos que larga vara en mano, circulaban por las calles de Buenos Aires, “arreando” una bandada de pavos que ofrecían para la venta.

El lechero

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crédito;blog monografía.com

Nunca supe porqué, pero, generalmente eran vascos. Robustos mocetones que pasaban con una carro tirado por un caballo cuidadosamente aperado. En la caja del carro, a ambos costados, tenía dos series de tres agujeros cada una, donde llevaba, sendos «tarros de leche», de quizás unos 50 litros de capacidad.

Anunciaba su paso haciendo sonar una campanilla y a veces una corneta, que pronto se hizo familiar en nuestra vida y detenía su marcha cuando alguien lo llamaba. Sin bajarse del carro, trasvasaba a la jarra que alguna vecina le había acercado y así vendía su producto: leche, recién ordeñada en el campo que quizás poseía en las afueras de la ciudad.

El mazamorrero

El «mazamorrero» vendía «mazamorra y era uno de los tantos típicos vendedores ambulantes que recorrían las calles de las ciudades argentinas, vendiendo casa por casa, sus productos artesanales.

Anunciando su presencia con su pregón: ¡Espesa para la mesa, la mazamorra cocida!» o bien «¡Mazamorra cocida para la mesa tendida!» y sin apearse de su caballo, desde algo antes del mediodía hasta las 2 o las 3 de la tarde, andaba por las calles argentinas, vendiendo «mazamorra, un producto que fabricaba en su casa, con leche recién ordeñada de sus vacas, maíz blanco y azúcar.

La «mazamorra», plato eminentemente porteño, jamás podía hacerse en las casas particulares, tan sabrosa como la que traía el mazamorrero: probablemente por no ser tan pura la leche que se empleaba en la ciudad, o porque le faltaba el sacudimiento continuado que experimentaba al ser transportada durante tantas horas en sus tarros.

La vendían en unos jarritos de lata que llamaban «medida». Como una ironía, la mazamorra blanca era vendida casi exclusivamente por los hombres negros. A veces, las mujeres de color también salían a venderla llevándola en unos recipientes de lata sobre la cabeza.

Los granos de maíz blanco, se preparaban en morteros de madera y mientras se cocinaba revolvían la mezcla pacientemente con ramas de higuera para darle un sabor más agradable.

Las criadas salían a la puerta de la calle y a veces, hasta la «doña» en persona, con una fuente, y allí volcaba el mazamorrero un número de medidas arreglado a la familia.

Ya casi ni se conoce este postre nativo. Y sin embargo, su consumo era entonces, tan generalizado como el dulce de leche, el arroz con leche o el «chuño», que salvo este último, sí han atravesado la barrera del tiempo y hoy su consumo es común en los hogares argentinos (ver Cosas, servicios y costumbres que ya no están en Argentina).

El pescadero
Llevaba a su espalda y sobre sus hombros, una larga pértiga de la cual colgaban los pescados que cobrados esa madrugada, salía a vender por las calles.

El vendedor de velas
Hasta dos años antes de la creación del Virreinato del Río de la Plata (1776), Buenos Aires era apenas una aldea de calles de tierra donde el amparo de la oscuridad de la noche, los caminantes eran víctimas de asaltantes o podían caer en los muchos pozos que hacían casi intransitables sus calles.

Para aliviar la situación, el Gobernador de Buenos Aires, JUAN JOSÉ DE VÉRTIZ Y SALCEDO el 2 de diciembre de 1774 ordenó pregonar un bando que establecía la instalación del primer sistema de alumbrado de la ciudad de Buenos Aires, mediante el uso de faroles con velas.

Aquellas primeras luces utilizaban velas de sebo muy similares a las actuales. En en los interiores de las casas, se colocaban en candelabros que se distribuían por todos los ambientes y para iluminar los frentes de las casas y los comercios, se utilizaban unos rústicos “faroles”, que eran unas simples cajas de madera cubierto uno o varios de sus frentes con papel, en cuyo interior se colocaba una vela, que quedaba así precariamente protegida del viento y la lluvia. Para andar por las angostas calles era imprescindible ir acompañado de un “negrito farolero” (así le decían), que marchaba adelante.

La gran necesidad que hubo entonces de velas, hizo que algunos avispados «emprendedores», se colocaran al hombro unas largas pértigas de las cuales colgaban la velas que artesanalmente habían fabricado en su casa  y salieran a venderlas, casa por casa, pregonando: «Compra niña una velita para llevarle a la virgentcita»; «Vendo velas y velones para alumbrar los salones»  (ver La iluminación en la ciudad de Buenos Aires).

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Las vendedoras de empanadas
Robustas morenas vestidas todas de blanco, portaban grandes canastos con empanadas sobre sus cabezas cubiertas con una pañoleta. Recorrían las calles y ponderaban su producto con su cantarina voz, diciendo: «Empanadas calientes, para hermosos clientes», «Empanadas calientes que queman los dientes».

El manisero
Otro de los simpáticos vendedores ambulantes que circulaban por nuestras calles era el “manicero”. Así se llamaba a unos pintorescos vendedores de maní, generalmente descendiente de la gloriosa Italia, que recorrían las calles de Buenos Aires hasta mediados del siglo XX.

Lo hacían empujando unos pequeños carritos que habían armado con un tambor  de metal (quizás de unos 200 litros), al que le habían colocado un tubo que hacía las veces de chimenea, por lo que tenían todo el aspecto de una pequeña locomotora.

En en el interior de tambor llevaban maní con cáscara que mantenían caliente mediante un pequeño brasero con carbón que mantenían encendido, también adentro del tambor. Voceaban su mercadería y el humo que salía por la chimenea era la garantía que ofrecían de que los maníes que vendían en «cucuruchos de papel», salían bien calentitos, condición que los hacía más deseables y apetecibles, sobre todo durante las frías jornadas de invierno.

El cucuruchero
Cucuruchos, Cucuruchero ¡!! Pruebe su suerte con el Cucuruchero ¡!!. Era el pregón de unos simpáticos vendedores de cucuruchos que recorrían la ciudad de Buenos Aires y que desaparecieron a mediados del siglo XX.

Recorrían las calles de las ciudades y poblados. Pulcramente vestidos de blanco y llevando a cuestas un voluminoso «tambor», quizás de unos 200 litros: un gran recipiente cilíndrico que tenía como tapa una rueda que giraba haciendo enfrentar un vástago con una serie de muescas, que alternadamente tenían un número uno, un dos o un tres y en su interior llevaba los llamados “cucuruchos”, una especie de bizcochos crocantes que tenían forma de tubo o triangular.

Ofrecían su mercadería, tentando a sus posibles clientes, con la posibilidad de ganar hasta dos y tres “cucuruchos” por unos centavos. (eran 5 centavos cuando yo era nuño),

¿Cómo era eso?. Reclamado por algún interesado, depositaba el tambor en el suelo y el cliente hacía girar esa especie de ruleta que  llevaba sobre una de las tapas del tambor. Al cesar en sus giros la rueda, indicaba cuántos “cucuruchos” había ganado. Podían ser, como dijimos, de uno a tres y entonces el “cucuruchero” sacaba del interior del tambor, calentitos y crujientes unos deliciosos “cucuruchos” triangulares: una especie de bizcocho cuya masa era parecida a la de los actuales envases que se utilizan para servir los helados en las heladerías, pero doblados de la forma que tienen los “crèppes”.

El pizzero
Generalmente se instalaba en inmediaciones de las canchas de fútbol cuando había partido, pero también lo hacía en esquinas con mucho tránsito de Buenos Aires y de muchas otras ciudades del interior. Iba vestido con una pulcra chaqueta y gorro blancos y allí se instalaba con una inmensa bandeja que contenía un pizza de grandes proporciones, conocida como “pizza canchera”, que mantenía caliente, mediante un pequeño brasero y que según llegaran los pedidos de los transeúntes, iba cortando con diestros movimientos circulares de su cuchilla.

El plumerero


Eran esos hábiles artesanos que recorrían las calles, caminando junto a un gran carro cargado con plumeros, escobillones y escobas que pregonaban a grito pelado.

La chuenga
Popular masticable que se vendía principalmente en las canchas de fútbol y que hizo famoso a un simpático personaje que lo vendía sorteando hábilmente las abigarradas tribunas con espectadores.

El vendedor de leche recién ordeñada
Frente a mi casa pasaba, quizás día por medio, un personaje que acompañó mi infancia hasta que un día desapareció y no solo de mi vida, sino que también se hundió en el olvido de los argentinos.

Era un amable paisano, un hombre maduro de edad, que vestía bombachas de campo, alpargatas, pañuelo al cuello y boina que pasaba caminando frente a las casas, detrás de una cansina vaca  que marchaba con su ternero mamón pegado a ella, guiada por el hombre que manejaba para ello, una larga pértiga.

Ceñía su cintura una gruesa corea de cuero que tenía sujeta una pequeña tabla de madera de unos 25×15 cm. que tenía clavada en el medio, una estaca de madera de unos 20 cm. que al caminar el hombre, parecía que le salía una cola de la baja espalda.

Al serle requerido su servicio por alguna vecina, detenía su marcha, se sentaba sobre esa especie de banqueta que llevaba unido a la cintura y ordeñaba la vaca en un recipiente de latón, que luego volcaba en la vasija que le había acercado la clienta. Cobraba la leche vendida y continuaba su marcha, con el  «banquito», flameando detrás de su «trasero».

El aguatero
En la época de la colonia y hasta la década de 1820, la provisión de agua potable de la ciudad de Buenos Aires era bastante problemática.

Hasta 1822, la mayor parte del agua que se consumía en Buenos Aires, era la que se extraía del Río de la Plata y si bien es cierto que esa agua no aprobaría hoy el más elemental análisis bromatológico, era la única accesible a la generalidad de los porteños hasta que en 1869, durante la presidencia de DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO se inauguró el primer servicio de cloacas y aguas corrientes en Buenos Aires,

El servicio entonces, de provisión de agua estaba a cargo de los “aguateros” (imagen), unos de los  personajes más típicos de la ciudad, que más llamaban la atención de la gente forastera. Usaban unos carros tirados por bueyes, que se internaban en el río donde cargaban sus toneles de madera con agua, para luego venderla en la ciudad, a razón de medio real los 60 litros. Montados entre los dos bueyes que tiraba del carro, iban provistos de una campana para anunciar su llegada y trabajaban afanosamente durante todo el día, menos en el verano, en cuya estación solo se les veía por la mañana y al atardecer.

Los carros, tenían tres largos tirantes de los cuales el del centro sobresalía bastante de los otros y estaba unido por medio de clavijas de madera a otros dos, que los cruzaban en sentido perpendicular. Este armazón, que constituía el plano del carro, descansaba sobre un eje grueso y robusto, a cuyos dos extremos estaban sujetas las ruedas ocho y a veces nueve pies de altura, para permitir que los carros pudieran adentrarse en lo hondo del agua, para poder recogerla lo más limpia que fuera posible.

Sobre esta especie de plataforma se colocaba un gran pipón o tonel en cuya parte posterior y cerca del borde inferior estaba colocada una gran canilla (una larga manga de cuero que partía del punto que más tarde ocupó la canilla, y que, para evitar que el agua se derramase, iba sujeta en un clavo en la parte superior del pipón). Un pedazo de cuero que iba colgando de la parte trasera del carro, servía para que, colocándolo en el suelo, evitaba que se ensuciara el balde mientras éste se llenaba por medio de la manguera, adherida en la parte posterior del tonel.

El pipón o gran tonel, iba sujeto al plan del vehículo por cuatro grandes estacas en los extremos; unía las dos estacas delanteras una cuerda sosteniendo una campana, cuyo sonido anunciaba el paso del aguador. En el extremo del más largo de los tirantes del armazón, y atado fuertemente con correas, había una especie de yugo al que se uncían los dos bueyes que tiraban de la carreta: entre los dos animales se sentaba el aguatero y por medio de la picana, o bien golpeándoles las astas con una macana, avivaba el paso de los pobres animales, sujetos a una fatiga abrumadora y cuyos sufrimientos hacían más dolorosos, la barbarie de sus rudos conductores (ver Los carros aguateros en el antaño argentino)

Agradecemos a «Nani» el envío de sus recuerdos, para que no olvidemos tampoco a el diariero, el vendedor de tachos para lavar la ropa, el vendedor de globos, el vendedor de helados, el vendedor de hielo, el turquito que vendía ropa

Fuente:elarcondelahistoria.com

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