Ella es amable; siempre golpea mi puerta para pedirme un poco de azúcar
La leyenda de Kongsberg
"Existía complicidad entre el cielo y esa piedra angular. Algo que los relámpagos verdes, rojos y naranjas escondían. El misterio de una partida, en el lejano pueblo de Kongsberg".
Columnas - La Cima Del Tiempo06/09/2019 Sil PérezFoto:Pixabay
Posdata Digital Press | Argentina
Por Sil Pérez | Poeta | Escritora
La leyenda de Kongsberg
A mediados del mil setecientos vivió en la ciudad de Kongsberg una pareja de jóvenes llamados Thorvald y Astrid. El pueblo, cuyo nombre significa Rey de la Montaña, se erguía soberbio ante la naturaleza que lo rodeaba. Las aguas cristalinas del Numedalslagen y los brazos montañosos de Kjolen armonizaban un paisaje que, en cada amanecer, resplandecía ante los ojos de sus habitantes. Una belleza nórdica que los devoraba en cualquier época del año.
Hacía dieciséis años que el matrimonio Admundsen había concebido a Gaute. Durante años el menor les había ocasionado a sus padres ciertos disgustos. Impetuoso, solía escaparse para disfrutar de largas caminatas por el bosque Finskogen. Los frondosos arbustos que se mecían al costado del camino armonizaban su espíritu expedicionista. Caminar sobre la meseta abierta al universo lo transportaba a dimensiones lejanas. El joven tenía la virtud de tener un oído singular. De escaso metro cuarenta y de ojos verdes intensos, lograba percibir sonidos con una nitidez asombrosa. Hasta aquellos que provenían del otro lado de la meseta. El pueblo era una esfera pintoresca de casitas de madera con ventanales blancos de vidrios repartidos. Las fresas silvestres adornaban los balcones en época estival, mientras un sol tibio, pero persistente, acompañaba hasta altas horas.
Era en el invierno cuando la noche se transformaba en un silencio abismal. Y las casas, como dibujadas para ilustrar un cuento de hadas, caían rendidas ante los brazos montañosos que las cobijaba. Thorvald era un hombre de edad mediana; su rostro, ondulado y diáfano como un rayo, mostraba una mirada fatigada. La minería era un arduo trabajo, y el dinero nunca alcanzaba a los Admundsen. Pero el pueblo solo tenía recursos de la naturaleza para ganarse la vida.
Astrid era una mujer de rasgos muy diferentes a su esposo. De tez morena y ojos enormes, como de asombro, solía pasar horas enteras bordando telas. Esculpía, con sus dedos largos y fríos, mantas multicolores que luego vendía en las fiestas de pascuas de Karasjok. Allí todos se conocían, y cada uno sabía que podía necesitar algo del otro. A lo largo de los años se había generado una especie de cooperativa. La mayoría de los habitantes del estado de Finmark eran pescadores. Las gélidas aguas del Vorma lograban ser una buena fuente de ingreso.
Las horas en el pueblo transcurrían eternas para Gaute. La escasa euforia del lugar lo abrumaba. Una tarde como tantas otras, observando la inmensidad noruega desde su ventana, logró divisar una luz tenue que parpadeaba y desaparecía detrás de las montañas. Lejos de pensar en las auroras invernales (ya que el otoño aún estaba en su esplendor), permaneció en silencio observando, desde la abertura de madera, el curioso fenómeno. Aproximadamente a las nueve de la noche, decidió salir para ver de qué se trataba aquella luminiscencia. Estaba cubierto por un pijama frisado de círculos rojos y por las zapatillas térmicas que su madre le había obsequiado hacía dos meses para su cumpleaños. Antes de abrir la puerta, se cercioró de que sus padres estuvieran dormidos. Ingresó al cuarto dispuesto en la planta alta y de cuclillas asomó la mitad de su cabeza hacia el interior. Sí, ambos dormían como dos osos polares satisfechos. Así, con lo puesto, un 23 de octubre se lanzó a la expedición.
Siempre pensó que esto de ser hijo único le traería arrebatos de malcriado. En el fondo lo sabía, pero no podía con su genio. Sin más remordimientos, emprendió el recorrido por el camino agreste que conducía al río. Hasta que no salió, no pudo percibir el frío que verdaderamente hacía. Octubre era siempre un crudo otoño y algo sorpresivo.
Durante la caminata, y aunque sus zapatillas eran térmicas, sintió el frío contundente de la escarcha. Hundir sus pies y sentir crujir las hojas muertas en ese colchón ocre era como escuchar el grito de un lobo hambriento. Algo se estaba anunciando desde lejos. Gaute lo presentía y, gracias a su oído nítido, lo percibía con suma claridad. Pero ese sonido no solo provenía de esas hojas magulladas. No, era un zumbido externo. Algo que se acoplaba a la noche y se anteponía a su propósito. La luz en el horizonte se hacía cada vez más persistente. Titilaba de manera constante y bañaba los picos de las montañas con colores verdes, rojos y naranjas. Gaute, empantanado entre las agrietadas hojas otoñales, observaba el fenómeno con gran asombro. A los pocos minutos, y ante el frío desconsolado de la noche, decidió avanzar. Frotó sus manos temblorosas y blancas como la nieve, y emprendió el desafío. A medida que se acercaba, el zumbido era aun mayor. Solo se escuchaban los alaridos del viento, que le carcomía la sangre, y un ruido metálico detrás de las montañas altivas. De pronto tropezó con una piedra, a la que no le dio importancia, hasta que observó que su color era del mismo tono que las luces que asomaban en el horizonte. Era una piedra de unos treinta centímetros. De tonos verdes, rojizos y naranjados, perfectamente contorneados, como pincelados por un artista plástico. Su forma era ovalada y, al parecer, de textura uniforme. Aún no había tocado la pieza, pues el sonido desde la cima era tan estridente que lo distraía.
No soportaba más ese aullido tenaz, pero no quería regresar. Tapó sus oídos y retrocedió al lugar donde se encontraba la piedra angular. La observó detenidamente por varios minutos. El objeto incandescente parecía tener vida propia. Los colores giraban y se entremezclaban como formando una pasta difusa. Existía complicidad entre el cielo y esa piedra. Los colores coincidían, y los giros eran idénticos. Esos relámpagos estallaban en lo alto de la montaña, como ecos. Mirar hacia el cielo y luego hacia la piedra le provocaba a Gaute irritación en sus ojos, y hasta cierto mareo. Sintió temor de lo que estaba viendo, pero la curiosidad por ese objeto era aun mayor. Entonces se acercó y la tomó entre sus manos. Ese contacto le ocasionó una especie de vibración eléctrica que recorrió las palmas de sus manos, como un cosquilleo de hormigas coloradas. De inmediato tiró la piedra con la furia que le desató el dolor. Seguidamente notó que, al liberarse del objeto, sus manos habían adoptado los mismos tonos de la piedra. Se habían camuflado. Con las palmas aún ardientes, levantó la cabeza y, al mirar hacia el cielo, observó que las luces habían dejado de reflejar sus colores vivaces.
Se escuchó una especie de explosión, aunque no expansiva. De manera repentina, la piedra y Gaute simplemente desaparecieron. El silencio y la oscuridad sorprendieron a aquel paisaje nórdico. En lo que dura un instante en el tiempo consumado y, sin razón alguna, Gaute se encontró merodeando un pasaje de estructuras metálicas de gran altura. Él, con sus zapatillas y sus ropas de dormir, estaba transitando ahora por un puente lineal aéreo angosto y sumamente largo. El cielo era confuso. Gaute sentía su cuerpo fatigado y algo mareado. Aun así, levantó la vista y observó que sobre el firmamento circulaban varias especies de pájaros, pero de dimensiones redondeadas. No tenían plumas, no tenían ojos y andaban a una velocidad nunca antes vista. Viajaban en líneas diferentes, algunos por debajo del puente y otros sobre su cabeza. No emitían sonido. No comprendía lo que estaba sucediendo. Se encontraba de pie sobre una pasarela que se suspendía en el cielo. No había montañas, ni lagos, ni hojas secas chamuscadas. Ni casas de maderas de diferentes colores bordeando al río. Tampoco mineros, ni pescadores.
Solo sobre un viaducto (que en apariencia no conducía a ninguna parte), y atónito ante un pasaje desconocido, Gaute intentaba comprender lo que estaba sucediendo. A lo lejos, casi donde terminaba esa plataforma de hierro forjado, había una puerta enorme con forma de arco. En medio de las columnas que sostenían esa abertura, vio a lo lejos un tumulto de hombres que miraban en dirección hacia él. Se veían pequeños por la distancia. Forzando la vista un poco más, observó que sus cuerpos llevaban uniforme de color gris. A medida que las siluetas avanzaban, notó que esas figuras iban abriéndose, como adueñándose de la pasarela. Lo hacían en hilera, y con un compás sistemático. Sus pasos no emitían sonido. A la distancia de unos metros, observó que sus ropas eran ajustadas y de un color gris metalizado. Esa vestimenta simulaba el uniforme de un campesino, aunque la textura se parecía a la de una serpiente. El atuendo cubría la totalidad de sus cuerpos, desde el cuello hasta los pies. A medida que se acercaban, notó que todos vestían igual. No había abrigos, ni nada que pudiese asociar con el clima de los fiordos escandinavos. Su corazón comenzó a palpitar de tal manera que no supo si era la emoción de ver a otras personas cerca, o el temor de enfrentarse a lo desconocido. La hilera que formaban estos seres parecía ser una línea trazada con precisión matemática. Sus rostros eran impávidos, insulsos, y su piel, de color marfil. Sus ojos eran negros y redondos, como contorneados por un compás. No llevaban cejas, ni rasgos en su piel que definiera la edad. Todos parecían ser la misma persona reflejadas ante un espejo. No existía en ese espacio ninguna semejanza con su pasado. Al tenerlos tan cerca, sumido en un terror que le hacía tiritar los dientes, Gaute decidió emitir la primera palabra de diálogo. Pero rápidamente descubrió que estas personas no hablaban, ni siquiera entre ellos. Sus movimientos parecían sonámbulos, algo torpes, pero a su vez sincronizados. Ya de cerca pudo observar que, del lado derecho de sus brazos largos y finos como juncos silvestres, llevaban consigo un brazalete de metal, como si fuera la marcación de un ganado. No sonreían, no emitían palabra, ni gestos. Sus movimientos eran pausados. A una distancia cercana pudo observar que lo miraban detenidamente, como si estuvieran viendo una criatura extraída de una excavación milenaria, detrás de una vitrina. Parecían estar todos de acuerdo. Como si todos pensaran lo mismo. Uno de ellos se acercó a él y lo miró a los ojos con detenimiento. No sé cómo sucedió pero, sin que hubiera abierto la boca, pudo entender lo que el sujeto decía. Sin sonido alguno, ni interferencia de los otros, percibió que todos hablaban de la misma manera. Que nadie hablaba, pero que todos se entendían. Le preguntaron de dónde procedía. Y el joven le respondió de la única manera que sabía hacerlo: hablando. Sus gestos y sus miradas eran indescifrables. Debajo del puente no había ríos: solo largos tubos transparentes que parecían llegar al cielo. Se parecían a una especie de secta. Una colonia de seres extraños, de conductas indiferentes. Lejos, muy lejos había quedado aquella cooperativa que formaba parte de los habitantes de Finmark, que se encontraban en el pueblo para disfrutar del festival de Peer Gynt. Gaute comenzó a sentirse asfixiado por la sensación inerte en la que se encontraba. Extrañaba su gente y, sobre todo, el amor de sus padres, Thorvald y Astrid. Estaba dispuesto a dar su vida por retomar el camino, desde el punto fatídico donde había encontrado aquella piedra. Lamentó hasta el hartazgo haber sido tan impulsivo y rebelde. Sin embargo, por momentos sintió la esperanza de que todo podría tratarse de un sueño. Algo que le sugiriera que esto no estaba sucediendo. Un viaje inesperado lo había conducido hacia ese paisaje desértico y extremadamente caluroso. Todo parecía muerto y encolumnado a un patrón colectivo. Todo se suspendía de pasarelas intermitentes, donde los glaciares de Thondheim y los frondosos olmos y avellanos no formaban parte del paisaje. Esos seres no conocieron el canto de las alcas, ni el vuelo de las gaviotas, ni el chillido de los pájaros que volaban hacia el mar. No tenían noción siquiera de que alguna vez existió un pueblo llamado Kongsberg, ni que el dominio de esos años había sido la naturaleza. Nada sujetó más al joven que la idea de volver a su tierra, y a esa dimensión que tanto lo fortalecía. Una noche recordó que en el bolsillo de su pijama frisado aún conservaba la piedra ovalada.
Gaute regresó a Kongsberg con la promesa de recuperar el tiempo perdido. Cuenta la leyenda que, cada 23 de octubre, cae sobre las cimas del Kjolem, relámpagos verdes, rojos y naranjas. Dicen los lugareños que allí se ilumina el rostro del aventurero. El rey de la montaña, como hace tiempo lo llaman en el pueblo.
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