Ella es amable; siempre golpea mi puerta para pedirme un poco de azúcar
Los murmullos
De repente todo parece detenerse ante el rugido del presente. El ruido permanece, atraviesa las paredes de esta casa somnolienta. Es como el desliz de un tiempo que se aleja."
Columnas - La Cima Del Tiempo29/04/2020 Sil PerezFoto:Google
POSDATA Digital Press | Argentina
Por Sil Pérez | Escritora | Poeta
No sé si es conveniente contar esta historia, pero ocurrió y es parte de mi realidad. Por aquel entonces, cuando sucedió lo inevitable y la vida puso a prueba mi voluntad, emprendí la tarea de buscar una vivienda donde comenzar una nueva etapa. Aunque las paredes pintadas del nuevo hogar, situado en medio de un jardín frondoso, no serían suficientes: el murmullo seguía siendo parte de mi presente.
Aquella tarde todos habían quedado sorprendidos ante la noticia del fallecimiento de don Juan. El hombre, robusto y sin dentadura, había abandonado el barrio. Se había ido al “otro vecindario”, como decían las chusmas. “Muerte natural”, dijeron los médicos. La verdad es que en el barrio nadie lo podía creer. Juan, el Señor Juan, don Juan, sí, ese pelado gruñón a quien todos temían por su mal carácter, ya no se pasearía inmutable por la desolada calle Prieto. Francisco, el almacenero, sintió cierto alivio, ¿para qué negarlo? El temerario anciano, todas las mañanas, regresaba al negocio para hacerle al comerciante algún reclamo: que las manzanas estaban machucadas, que la mantera estaba a punto de vencer. Recuerdo que, durante una siesta, mientras la espica replicaba las últimas noticias de Ariel Delgado, Juan me había sorprendido con un par de Titas. Aún recuerdo su rostro emocionado al extraer, del bolsillo de su saco gris a rayas, las clásicas galletitas recubiertas de chocolate. En mi euforia, y al dar la primera bocanada de glotona desesperada, sentí al masticar una sensación crujiente. No había terminado de tragar el resto de la oblea. Con la boca impregnada de un sabor desagradable, observé que la reconocida golosina se encontraba recubierta por una pasta grisácea. De un tono diferente al reconocido cacao. Estaba claro que el sabor no era el que esperaba mi paladar. Por eso, de manera rotunda, sacudí el brazo de don Juan y le mostré los restos de la galletita mordida. El anciano, con sus manos grandes y amarillentas a causa del apestoso Parliament, abrió el diminuto envoltorio amarillo, hasta impregnarse sus dedos con la sustancia opaca. Con tremenda indignación, observó que el bizcocho se encontraba habitado por una destacada población de gusanos blancos. Jamás pude olvidar la cara de Juan. Sus ojos verdes, más grandes que nunca, parecieron explotarle en la cara. De inmediato, su mejilla pálida se tiñó de bordó. Sus labios finos se camuflaron en ese rostro purpúreo, hasta tomar vida propia con el impulso frenético de la primera puteada.
No hizo más que zamarrear mi brazo izquierdo y, sin mediar palabra, me llevó hasta el viejo almacén del Francisco. Lo que ocurrió a partir de allí ya no quiero recordarlo. Yo era aún pequeño para experimentar ese hecho de violencia, pero don Juan se acercó hasta el mostrador y, con la mano derecha y con los dedos aún engruñados de esa sustancia gelatinosa, mostró al almacenero la fecha de vencimiento de la golosina.
—No, don Juan, tiene que ser un error. Replicó el comerciante, intentando esquivar el cuerpo del anciano.
—¡Vos le cambiás estas galletitas, o yo te rompo la cara, atorrante!
—No sé qué pasó, don Juan. Yo acabo de llegar, y esta mañana estuvo mi cuñado. Eh…
La voz temblorosa del comerciante, más la escena violenta generada en el recinto, habían espantado a los pocos vecinos que se encontraban esperando. Un joven de unos quince años, quien se aproximaba distraído, al observar la riña, aceleró su marcha en sentido contrario. De pronto, todos de manera abrupta abandonaron del mercado. Por supuesto que recibí no solo un paquete nuevo de Titas, sino cinco más de regalo.
Y, mientras recuerdo esta historia, que hoy viene a mi mente quien sabe por qué, percibo a mi alrededor nuevamente el zumbido. Un murmullo que me atormenta.
La casa que hoy habito es similar a la de antaño, allá donde vivía el temido don Juan y la abuela Angélica. De repente todo parece detenerse ante el rugido del presente. El ruido permanece, atraviesa las paredes de esta casa somnolienta. Es como el desliz de un tiempo que se aleja. Al menos, eso me parece. Hoy, en el recinto de mi soledad, y antes que mi cuerpo sea el viento que acarree el olvido, necesito confesarte algo. Sí, a vos te quiero contar.
Ayer fue el velatorio de don Juan, ¿recordás, papá? ¿Te conté que una vez lo soñé caminando por la calle Asamblea? Sí, esa noche tuve una pesadilla. A través del ventanal del comedor de casa, había visto su figura robusta. Sí, era él quien con pasos agigantados transitaba la calle Reconquista y se dirigía hacia casa. El temor fue atroz, hasta que sentí que golpearon la puerta. Cuando asomé a la mirilla, vi su rostro enfurecido.
No sé si es casual, no sé si es conveniente contar esta historia. Los murmullos hoy persisten y no sé si hago bien hablarlo con vos, papá. Tal vez vos también seas parte de esto.
¿Te conté, papá, que anoche soñé con don Juan?
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