Para celebrar este solsticio, los invitamos a leer una poesía de William Henley: Invictus
Amar entre jazmines marchitos
Puedo jurar al cielo que quise llorar cuando tomó mi mano y segundos después tomó el jazmín, ya no hicieron falta palabras, ni mucho menos escondernos del tiempo.
Literatura28/06/2020 Sharon GorositoPOSDATA Digital Press | Argentina
Por Sharon Gorosito | Escritora
Puedo jurar al cielo que quise llorar cuando tomó mi mano y segundos después tomó el jazmín, ya no hicieron falta palabras, ni mucho menos escondernos del tiempo.
Cuando tenía dieciséis salíamos con mi grupo de amigas por las calles del barrio Cumbres. La odisea comenzaba en la casa de alguna de las chicas y todas llevábamos 4 prendas, por si alguna necesitaba un vestido o pulóver diferente. Faldas rosadas, azules, moños para el cabello, zapatos pequeños y puntiagudos. Todas igual de coquetas y ansiosas. Por supuesto que no podíamos ir solas, -éramos un grupo pero en aquella época estar acompañada expresaba ir con al menos un varón- así que nuestro buen amigo Miguel nos hacía el favor. Paseábamos un montón por las calles rosadas de diciembre del 68, a veces para buscar una linda cafetería, otras para encajar en algún salón de baile, y en los mejores días, para caminar hasta el cansancio y tomar helado.
Luego de las aventuras, nos quedábamos a dormir todas juntas, charlábamos hasta que se despertaba el sol, y fue en uno de esos amaneceres en que Sandra se me confesó con un poema de un jazmín marchito y enamorado. Tenía los ojos bien abiertos a pesar de que estaba encandilada, pero nunca me había sentido tan libre y viva como en aquella mañana, el resto de las chicas dormía.
Durante dos veranos más mantuvimos nuestro amor en secreto, algo había de especial en ello, pero otro tanto triste, porque mis padres querían casarme ni bien cumpliera los dieciocho. Ambas temíamos separarnos, y al terminar la escuela esa amenaza crecía más. El grupo se fue distanciando lentamente hasta que quedamos nosotras dos, con suerte ambas llegamos a los diecinueve sin malos ratos ni jóvenes esperándonos vanamente. Todo parecía ser perfecto de algún modo, pero como sabíamos bien, nada en esta vida dura para siempre. Ella quería estudiar y tenía que irse al centro, yo quería tener mi galería de pinturas cerca de casa, era irremediable, no había nada más que hacer.
Tristemente ese verano nos separamos, durante siete años más me quede en el barrio sin saber nada de ella. Me traían chismeríos de que se había casado con un compañero pero me parecía imposible. Imposible, es una palabra que debería prohibirse, pienso. Luego de esos siete años, una amiga de mi mamá me comentó que había un espacio para mis trabajos en una casa de cultura en la capital, y con toda la esperanza del mundo me fui. Estuve 6 días merodeando y esperando cruzármela a Sandra, sin éxito por supuesto, hasta la tarde del 20 de marzo, una tarde naranja otoñal.
Ella estaba sentada en un buffet muy humilde, comiendo o merendando, no presté atención más que a su rostro tan lozano e inocentemente bello. Di varías vueltas a la manzana preguntándome si debía entrar, pero vi un pequeño jazmín seco, escapando del viento y de los autos, lo tomé y entré.
Sus ojos se plantaron en mí, puedo jurar al cielo que quise llorar cuando tomó mi mano y segundos después tomó el jazmín, ya no hicieron falta las palabras, ni mucho menos escondernos del tiempo.
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