El tejido de alambre

Hoy mis memorias se refugian en aquellas tardes silenciosas donde un tejido de alambre separaba nuestras historias como un muro interminable de secretos.

Columnas - La Cima Del Tiempo 22/07/2020 Sil Perez

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POSDATA Digital Press | Argentina

sil PérezPor Sil Perez | Escritora | Poeta


Nos encontrábamos a eso de las tres de la tarde.  El sol calentaba con fuerza nuestras espaldas tiernas mientras nos recostábamos a la sombra del viejo sauce.  Hoy mis memorias se refugian en aquellas tardes silenciosas donde un tejido de alambre separaba nuestras historias, como un muro interminable de secretos. Un túnel que nos conducía a lo desconocido. A lo inevitable. 

Adela era siempre la última en llegar. Solitaria y de perfil bajo, jamás daba explicaciones de su impuntualidad. Aunque, en el fondo, yo sospechaba las razones. Claudio era el único varón, y ya tenía asumido eso de “marica”, definición que en el grupo le habíamos asignado tan solo por reunirse con nosotras, las nenas del barrio La Cumbre.  Azucena era la hija menor de los tres hijos de Catalina, la santiagueña que hacía unas tortas a la parrilla para chuparse los dedos. Azu, o sea Azucena, no siempre se asomaba a la frontera delimitada por el tejido. Tal vez porque era la más pequeña y, quizá, la más ingenua. Yo tenía cinco años, y el mundo me explotaba entre las manos. Era curiosa y, como ellos, seguramente tenía mis secretos.  Éramos cuatro, o a veces cinco con la presencia de Adela, pero a ella no siempre la contábamos. Cuando la concurrencia era casi completa, comenzábamos con las preguntas. Sí, habíamos instalado una especie de juego de adivinanzas. Había que demostrar quién era el más listo, o la más lista, del grupo. A esa hora, el canto de las chicharras adormecía el vecindario, mientras en nosotros se avivaba una inquietud apabullante. 

—¿Y Martha a qué hora viene? —preguntó Claudio con voz irritante, como el sonido de las cigarras en la copa de los plátanos. Todos sabíamos que gustaba de esa rubia malcriada. 

Ella no siempre asomaba. Estaba un peldaño más arriba en la escala de las apioladas. Es decir, ya no se alineaba a los mandatos de ese gueto improvisado e infantil. Claudio, sin embargo, no se resignaba. Pensar en ella lo abstraía de las conversaciones del grupo.  No se quedaba quieto; mientras nosotros dilucidábamos las adivinanzas, él revoleaba el cogote para ver si ella se aproximaba. El muy boludo se pensaba que no nos dábamos cuenta. En fin, con casi todos los concurrentes, el juego iniciaba su apertura. 

—¿Y vos qué soñaste anoche? —preguntó frotándose los ojos la pelirroja Patricia, la hija de Facundo, el carnicero de la esquina del puente del arroyo El Rey. 

Ella siempre tenía que preguntar primero. Era como la mandamás. Un vicio de cocorita que se le había pegado en la escuela y que exhibía con sumo orgullo en nuestro claustro secreto. 

—Yo no soñé nada, Zulema, pero anoche escuché ruidos extraños que venían de la habitación de mamá y papá. Eran constantes como de dolor. De pronto, ella gritó. Entonces, sentí temor.  

—¿Y? ¿Entraste? Pobre, se habría lastimado con algo. . . 

—Sí, eso pensé, pero luego ya no escuché nada más, y creo que se quedaron dormidos.

—Ayyyy…  ¿Vos sos tonta, Zule? —acotó Patricia con vos sobradora—. ¡Yo ya sé lo que pasó!

Alguien con el grabador al hombro cruzaba la vereda escuchando y tarareando Chico de mi Barrio, de la insinuante Tormenta. Esto logró que Claudio desviara su mirada y se distrajera en el juego. El morocho de clinas de caballo no dejaba de revolear los ojos de un lado hacia otro en búsqueda de la silueta fantasmal de Martha. Él vivía en su avispero multicolor y solo se espabilaba cuando algo le hacía pensar que ella asomaría. 

Yo, al contrario del resto, vivía mi propio secreto. Había encontrado la felicidad y no se lo quería contar a nadie. Ni siquiera a Cristina, que era mi amiga invisible. No, ni siquiera a ella. 

Cada noche, refugiada en mi habitación, encontraba un placer que solo yo conocía. No sabía explicarlo, pero llegaba a este cuando por las noches me acariciaba la entrepierna, y lograba así una sensación gozosa e inexplicable. Una satisfacción que convivía con mi soledad y con mi vergüenza. No, no podía contárselos, ¿¡Cómo lo haría!? 

Pero yo estaba de este lado del muro, o sea del alambre que, enredado por el ligustro que hacía de manto, trataba de interpretar un mundo nuevo. Uno que para mí comenzaba a espabilar emociones diferentes. En esa cápsula de adivinanzas y de torpezas, construíamos nuestra propia versión. 

—Yo tengo una mentirita, a ver si se dan cuenta —incitaba Azucena mientras con la mano izquierda se frotaba la nariz, y hasta sin disimulo se sacaba restos de mucosidad. 

—A ver, a ver, ¿cuál es tu mentirita? Yo la digo después.

—Que los reyes magos son nuestros papás.

Yo la miré con cara piadosa. Tal vez porque esa mentira mamá me la había confesado el año anterior. Tal vez para mostrarme un mundo sin finales felices. Esa comunión con la realidad se hizo frenética cuando vi un muerto por primera vez. Una visita pendiente en el catálogo de esta finitud.

Pero Adela seguía ausente. Es decir, no como Claudio, sino ausente físicamente. En el juego de adivinanzas, no quise preguntar. Una de las razones era porque en el fondo yo conocía la respuesta, y tal vez ellos también. Ella era hija única; su dulzura y belleza eran una prolongación mística.  De cabellos largos y dorados como una totora, se deslizaba por la vida con la suavidad de un ángel. Un ser divino, hija natural de una prostituta. Su calvario yacía en la humillación que recaía sobre sus espaldas. Literalmente era una hija de puta, y esa sentencia enterraba su dignidad y su encanto.

Todos sentíamos pena por ella. Yo había intentado acercarme, pero su mirada esquiva no me lo permitía. ¡Ni modo! El tiempo sería su mejor aliado. Tal vez su mejor amigo.

Las siestas se hacían interminables, mientras chapoteábamos las montañas de hormigas coloradas y comíamos moras hasta empacharnos; desmoronábamos el muro que existía entre nuestros mundos. Un tejido de alambre que nos enfrentaba a las inquietudes, a los primeros vértigos y emociones. A las desilusiones y las asperezas que luego se harían cotidianas. En ese rincón dejaríamos clavada nuestra inocencia, que con los años se aferraría al viento inminente de la nostalgia.


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